Treinta años ya de una guerra que parecía imposible. Treinta años de aquel estallido de barbarie, sangre y muerte en las entrañas mismas de Europa y a las puertas del siglo XXI. Serbios contra croatas, croatas contra bosnios, albanokosovares contra yugoslavos. Un infierno en la tierra, el mal en su máxima expresión, la locura en su dimensión suprema agitada por un grupo de políticos tan mediocres como psicópatas. El síndrome de Yugoslavia que hoy, tres décadas después, sigue palpitando entre nosotros.
De la guerra de los Balcanes (entre 1991 y 2001 hubo varias contiendas, no solo una, y por diferentes causas y motivos) aún recordamos las crónicas televisivas de Pérez Reverte a la hora de comer; la pesadilla de los francotiradores que disparaban contra la población civil; las matanzas de niños fielmente retratadas por el fotógrafo Gervasio Sánchez; la “limpieza étnica” (ese macabro eufemismo que quedó ya para siempre); el éxodo de miles de refugiados; un territorio salpicado de cunetas y fosas comunes; los bombardeos de la OTAN ordenados por Solana (un genocidio sobre otro) y la sensación de que aquel sindiós puede volver a repetirse en cualquier momento, no solo en las convulsas repúblicas balcánicas sino en otros países europeos que no nos quedan tan lejos. El odio no se cura nunca.
Ahora que celebramos el aniversario de algo que no debió haber ocurrido jamás, Europa aún sigue preguntándose cómo pudo acontecer toda aquella espiral de sangre y violencia. Hubo numerosos factores que han sido debidamente estudiados por los historiadores contemporáneos, como el final del régimen del mariscal Tito y la descomposición de la URSS; los intereses económicos diversos de las seis repúblicas en liza; los planes geoestratégicos de Estados Unidos (a Clinton le interesaba una Europa debilitada); el auge de los nacionalismos independentistas regionales y los conflictos étnico-religiosos no resueltos tras siglos de guerras y cruzadas, o sea el secular recelo entre los mundos cristiano y musulmán. Pero por encima de todos ellos, sin duda, habría que destacar el acceso al poder de una casta de tarados, fascistas y militares que como los Milosevic, Karadzic o Mladic se encargaron de sembrar la semilla de la discordia, inoculando la fiebre del odio y arrastrando al pueblo por la senda del patriotismo fanatizado. Todo eso vuelve de nuevo.
Por una vez, España estuvo a la altura de las circunstancias históricas como una nación democrática avanzada. La ONU nos prestó unos cascos azules muy aparentes y fuimos allí en son de paz (algo difícil de entender, ya que a una guerra nunca se va a predicar la fraternidad, la hermandad y la paz entre los pueblos). Pero nuestros soldados dieron todo un ejemplo en Bosnia, en Kosovo, en tantos lugares donde evitaron que unos y otros, serbios y croatas, bosnios y kosovares, siguieran exterminándose a placer ante la mirada indiferente de la comunidad internacional. Los que estuvimos allí vimos con nuestros propios ojos la bravura y generosidad con la que se comportaron nuestros militares. Las sufridas gentes de la extinta Yugoslavia aún recuerdan con cariño el buen trabajo realizado por las tropas españolas, miles de hombres y mujeres que, en sucesivos reemplazos y a lo largo de los años, ayudaron a proteger a la población civil. La impronta o huella de nuestro país ha quedado para la posteridad en alguna que otra Plaza de España o monolito con corona de flores siempre frescas.
Yugoslavia y la balcanización de España
Conviene no olvidar que todo comenzó por un asunto territorial, la separación de los serbios de la región croata de Krajina en marzo de 1991. Esa secesión llevó a Croacia y Eslovenia a declarar unilateralmente su independencia y desde ese momento el carrusel de locura fue imparable. Entre 130.000 y 200.000 personas perdieron la vida en la sucesión de batallas y más de tres millones terminaron abandonando sus hogares. Las guerras yugoslavas sumieron a aquella zona de Europa en el caos y la miseria y a día de hoy las consecuencias siguen estando ahí, por mucho que algunos, por intereses políticos, se empeñen en tratar de convencernos de que las heridas ya han cicatrizado y de que aquello mereció la pena porque se alcanzaron los objetivos. Prueba de que la refriega y la revancha siguen vivas como hace 30 años es que los jugadores de fútbol de Serbia y Albania suelen terminar sus partidos a palos cada vez que se enfrentan en el terreno de juego convertido en una trinchera de Srebrenica.
Guste o no a los que fanáticos de uno y otro bando que toman la vía yugoslava como posible solución a los conflictos territoriales (Quim Torra llegó a apostar por la solución eslovena con su correspondiente coste en vidas humanas) el cáncer continúa latente. O como dice Gervasio Sánchez, testigo directo de las masacres que allí se cometieron en nombre de la patria, “es que quizá la guerra no haya terminado”. El magnífico corresponsal –con sus crudas imágenes de niños mutilados, devastación de ciudades enteras y éxodo de refugiados–, nos enseña que las guerras no acaban cuando los cínicos diplomáticos y políticos (muchas veces los mismos que las han provocado, las han obviado o se han mostrado pasivos ante ellas), “pitan el final del partido bélico”. “La guerra no termina cuando dice Wikipedia, las guerras terminan cuando las consecuencias se superan”, sentencia el fotoperiodista.
¿Y qué podemos aprender los españoles de aquella barbarie sin clausurar? En la última década, el conflicto territorial en Cataluña nos ha colocado delante mismo del abismo. España puede balcanizarse en cualquier momento, la sombra del enfrentamiento civil está más cerca que nunca, y lo que no hace tanto nos parecía pura ciencia ficción para novelistas desocupados hoy no se nos antoja tan descabellado. Ya hemos atravesado varias peligrosas líneas rojas, la convivencia entre catalanes separatistas y unionistas españoles se ha degradado tanto que el clima en algunas partes de Cataluña es irrespirable. La guerra siempre empieza con una siembra de odio que lleva a un vecino a desconfiar del otro hasta considerarlo su mayor enemigo. Esa fase hace tiempo que ya la superamos.
Ahora estamos intentando recuperar el diálogo roto. La mesa de negociación es la única salida para evitar la contienda en las calles, las barricadas, el cóctel molotov y las cargas policiales. Al firmar los indultos a los líderes soberanistas y poner en marcha la mesa de pacificación, Pedro Sánchezhace lo que tiene que hacer en medio del ruido y la crispación de las derechas, siempre empeñadas en balcanizar nuestro país. A algunos diputados del PP y Vox se les está poniendo una cara de Milosevic que tira para atrás. Ya solo viven para meter los tanques en Barcelona y dinamitar cualquier pasarela de entendimiento, como ocurrió con aquel puente bosnio de Mostar (símbolo de fraternidad entre Oriente y Occidente y de la convivencia entre culturas) que fue dinamitado por los croatas cuando la guerra arreciaba y nadie podía pararla. Cada vez nos quedan menos puentes intactos (ya se encarga Casado de colocar las cargas debidas y de apretar el detonador) y cuando no haya ninguno en pie miraremos con horror a nuestro alrededor para confirmar que la violencia no es más que la expresión material de un odio que se ha incubado desde hace demasiado tiempo. Como en Yugoslavia.