A principios del verano de 2020, en pleno auge de la pandemia, las calles de Washington ardieron con la indignación colectiva: cientos de miles de personas se manifestaron contra el asesinato de George Floyd. Cinco años después, en el verano de 2025, la imagen es diametralmente opuesta. A pesar de la toma sin precedentes del Departamento de Policía Metropolitana por parte de la administración Trump y del despliegue masivo de fuerzas federales en la capital, las protestas apenas han reunido a unos pocos centenares de activistas.
La Casa Blanca ha justificado la presencia de la Guardia Nacional y de unidades federales como una respuesta necesaria ante lo que califica de “ola de criminalidad” en la capital. Pero los críticos lo interpretan como un ensayo autoritario: convertir la capital del país en escaparate de orden y fuerza, aunque la propia criminalidad en la ciudad no justifique semejante despliegue.
Las escenas son insólitas. Humvees en Dupont Circle, vehículos blindados MRAP estacionados en Union Station y tropas armadas fotografiándose en el Lincoln Memorial. El paisaje recuerda más a una capital ocupada que a la ciudad símbolo de la democracia estadounidense. Y, sin embargo, el clima social es de una extraña normalidad: turistas que piden selfis, vecinos que observan incrédulos y un Partido Demócrata prácticamente ausente.
Estrategia, miedo y agotamiento
El contraste con las multitudes de 2020 es elocuente. Activistas locales admiten que parte de la explicación está en el cansancio tras años de protestas que parecieron no traducirse en cambios duraderos. Otros aluden al miedo: enfrentarse hoy a tropas federales significa arriesgar la integridad física.
Lo que está haciendo Trump no tiene nada que ver con seguridad pública, es pura exhibición de poder. Pero incluso quienes reconocen esa deriva se muestran reacios a movilizarse masivamente. Grupos como Free DC han optado por una estrategia de resistencia cotidiana: trabajo comunitario, información sobre controles migratorios, y gestos simbólicos como el cacerolazo nocturno de las ocho. Hasta ahora, sin mayor repercusión.
Nueva cultura de protesta
La tímida respuesta también puede explicarse como parte de un cambio cultural más amplio. Tras la represión de 2020 y la reacción conservadora de 2024, las grandes marchas en el Mall han perdido centralidad. En su lugar, proliferan acciones selectivas y radicalizadas: campamentos universitarios, escraches en domicilios de políticos, protestas relámpago. Para muchos, la protesta masiva ha sido sustituida por la política de la imagen digital: los memes, los videos virales, los choques grabados en directo.
La batalla, así, se libra tanto en las calles como en las redes sociales. Y también aquí la administración Trump ha innovado: equipos oficiales documentan y difunden los operativos policiales, compitiendo directamente con los activistas en la arena del click. La propaganda y el contra-relato se disputan en tiempo real, y cada arresto se convierte en contenido.
Del desconcierto al peligro
Algunos episodios han revelado el carácter inquietante del despliegue. En Mount Pleasant, barrio con fuerte presencia latina, agentes federales derribaron un cartel político que criticaba a ICE. El incidente, acompañado de la aparición grotesca de un consolador en la plaza, derivó en un escándalo viral, el “Dildogate”, que expuso hasta qué punto la ocupación juega también en el terreno de lo simbólico, derribando consignas y ridiculizando resistencias.
Pero lo que para unos es espectáculo digital, para otros es una amenaza latente. La alcaldesa Muriel Bowser, moderada en sus formas, ha advertido del peligro real de un choque violento entre residentes y tropas externas. Basta una chispa, un control migratorio mal gestionado, un arresto excesivo, para que la ciudad entre en una espiral difícil de controlar.
El caso de Washington D. C. plantea un dilema más profundo. No se trata solo de la capital bajo ocupación, sino de una democracia enfrentada a la normalización de lo excepcional. La pregunta que se repite entre activistas y observadores es inquietante: ¿qué ocurrirá si la calma aparente de Washington no es señal de paz, sino de resignación?
La ausencia de una protesta masiva, paradójicamente, podría ser el síntoma más claro de la fragilidad democrática. La administración Trump ha logrado proyectar poder, dividir a la oposición y generar un clima donde incluso los indignados optan por quedarse en casa. La ciudad más progresista de Estados Unidos mira el desfile autoritario como quien contempla un espectáculo en el Mall: con la cámara del móvil, pero sin dar un paso al frente.
En esa distancia entre la indignación íntima y la acción colectiva se juega, hoy, el futuro político de la capital y quizá de la democracia estadounidense.