Llevo tiempo repitiendo que somos un país heredero de una larga dictadura que aún desconoce cuál es el sitio de cada uno. El de la ciudadanía y el de los poderes públicos. Si en una dictadura el poder reside en el Estado, en una democracia el poder reside en el pueblo. Si en una dictadura, el pueblo o la ciudadanía son los servidores del Estado en una democracia, los poderes públicos son los servidores de los ciudadanos.
Cuestión por otro lado muy lógica, pues es de nuestros impuestos de quien cobran sus salarios. Y es para las gestiones comunes de los ciudadanos, para lo que los contratamos y ocupan ese puesto.
Pero como buenos herederos de la mentalidad dictatorial, siempre alguien con un puesto en la administración, que ejerce de superior frente al ciudadanos de a pie, y siempre hay un ciudadano (la mayoría) que se someten por miedo, ante la injusticia, los malos modales, el mal trato o la soberbia que muestran aun, en el total desconocimiento de la materia.
El tema es peligroso en sí mismo, pues fíjese que esto es una de las esenciales características que diferencian a una democracia de una dictadura.
Y voy a narrarles un ejemplo que me ha acaecido recientemente y me empeño en difundir, porque tengo el privilegio de poder hacerlo, frente a todos los que callan y no pueden. Y la preparación suficiente para saber la sarta de “inexactitudes” por no decir algo más grosero que me comunicaron.
Hace dos días, concretamente el 21 de septiembre sobre las 15 horas, me vi en la necesidad de acudir al cuartel de la Guardia Civil de Oleiros, un pueblecito situado en la provincia de La Coruña.
Galicia de mis amores que no ha salido aun, mal que me pese de su década feudal. Y desconozco cuando su pueblo superará la dictadura y el aplastamiento de los Irmandiños y tendrá de una vez el coraje no solo de protestar en corrillos, sino de llevar a cabo las individuales acciones necesarias, para considerarse poseedores de la soberanía de quien emana el poder de sus dirigentes.
Acudí a fin de poner una denuncia de la que ya había recopilado toda la documentación. Como abogada que soy y jurista desde hace más de 30 años, sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
Al llegar un agente muy atento, me dijo que eso no valía para nada, que era un tema civil y no me harían caso en el juzgado. Yo, igual de correcta, le conteste que había hechos delictivos y por lo tanto que me recogiese la denuncia. De mala gana y con mal gesto, como vio que no me convencía y yo no iba a desistir voluntariamente, me pidió la documentación y se trasladó al último despacho, desde donde a gritos nos comunicábamos. Entendí que podía ser por la pandemia del Covid y a pesar de que ambos íbamos con mascarillas, no le di más importancia.
Seguidamente llegó su compañero, un tipo muy grande y fuerte, con voz potente, quien me realizo un montón de preguntas desde su mesa, de lo más correctamente. Volvió a intentar convencerme de la inutilidad de la denuncia y que eso solo lo resolvía contratando a un abogado y a un procurador, y que me cobrarían una importante minuta. Esta “agradable” conversación la manteníamos en unas oficinas en la que nos encontrábamos exclusivamente los dos agentes y yo. Y no parecía que se estuviese desarrollando ninguna urgencia a la que tuviesen que atender con prioridad a mi denuncia. Hasta aquí todo iba dentro de los raíles de nuestra habitual “normalidad”
El primer agente salió de su despacho con folio y medio (no llegaba) ya redactado, a fin de que lo firmara. A mi sorprendió mucho, pues mi experiencia tras 18 años como jueza de instrucción y miles de atestados de los diferentes cuerpos de seguridad examinados, me hacían deducir que allí no había nada escrito. Entre los datos personales, las advertencias y la comunicación de los derechos que uno tiene ya va un folio cuasi de modelo, redactado en cualquier denuncia.
Y efectivamente, comencé a leer directamente lo que era la denuncia y ocupaba tres renglones. En donde además de faltar un montón de cuestiones, había varios errores, producto posiblemente de la distancia que nos separaba cuando hablaba conmigo (desde su despacho a la ventanilla de la oficina). Con máxima educación, y el respeto que le tengo a los agentes de la Guardia Civil, con quien he trabajado por años como jueza en la instrucción de procedimientos penales y de quien no puedo decir más que cosas buenas e incluso extraordinarias, le comente dichos errores. Y ahí se desencadeno la tormenta, más absurda, prepotente y abusiva que yo había sufrido. Y que me hizo pensar en que hubiera sido, si yo fuese lo que aparentaba, una ciudadana cualquiera, menuda y pequeña, sin ningún conocimiento jurídico, que acaba de sufrir un atropello y acudía solicitando ayuda a quien tiene la obligación de protegerme.
El segundo agente, al que ya he descrito como grande y fuerte y con voz ronca, se dirigió a mí en tono alto y me dijo: "Pero que es eso de corregir, a mí no me corrige nadie desde parvulitos. A mí eso no me lo hace".
Mantuve la calma y la corrección, mientras no entendía esa reacción y sinceramente me sentía a pesar de lo absurdo, asustada.
Contesté que posiblemente su compañero no había oído bien lo que le decía, y había por tanto varias cosas incorrectas. Y que mi última intención, como así era, era ofenderlos. Todo ellos en un tono monocorde, bajo y pacificador.
El agente volvió a proferir que a él nadie le corregía (igual ese era el problema). Y yo directamente, hice que no lo oía.
Mientras pensaba en el numeroso número de atestados que hubiera sido necesario corregir por incluir cosas vanales y obviar las jurídicamente relevantes. Y la rabia que me inundaba, y hacia que mirase fijamente al cartel, que tenía delante anunciando la hoja de sugerencias y reclamaciones.
Mi mente se debatía entre no te metas en problemas y tu si puedes protestar, por otros u otras que no pueden o temen hacerlo. No lo hagas por ti, hazlo por ellas. Y si, por ellas, más que por ellos, porque si tenía claro que, si a mi lado hubiese estado mi pareja, un tío más grande que él y ex luchador de lucha libre, no hubiese pasado lo que estaba ocurriendo o al menos no con esa prepotencia. Al igual que si hubiese alegado mi condición de ex jueza, que no hice en ningún momento, tampoco hubiese pasado.
Y no lo hice, si dije tímidamente que era abogada, ante lo cual me respondieron que ellos, aunque no eran juristas sabían por experiencia muchísimo más que la mayoría de los abogados. Y ahí tocaron otra tecla más de mi sensibilidad ante la injusticia, la ignorancia soberbia. Otra de las cosas que tolero con dificultades en el ser humano.
Mientras el primer guardia civil, ya convencido corregía la denuncia de mala gana, con el texto que le escribí yo a mano en ese momento, (pobre de quien no sepa hacerlo) el otro siguió paseando en actitud chulesca.
Al terminar, quise realizar un nuevo intento de acercamiento. Mi yo natural se había impuesto y me había dicho que todos tenemos días malos, que las personas sufren y llevan los problemas al trabajo. Mi otro yo, sin embargo, me repetía en la cabeza, y si fueras una víctima de violencia de género, de esas que tantos relatos has oído de cómo las mandaban a su casa y las desanimaban a denunciar. De esas como la de Mallorca que la mandaron volver al día siguiente y esa noche la mató su marido. De esas que le pregunta el juez/a por qué no contó esos hechos en su denuncia en la Guardia Civil, porque en el atestado no se recogen. Mientras ellas sorprendidas no entienden porque no se recogen en el atestado, porque ellas si lo contaron. E intentan convencer a su señoría de que no se los han inventado en el tiempo trascurrido hasta la declaración ante él.
En mi acercamiento les reiteré a ambos que no quería ofenderlos, pero que lo que ellos recogían era muy importante (en mi total conocimiento del valor de lo relatado en el atestado, valoración por otro lado que solo los juristas podemos realizar)
Pues nada, el segundo agente, me profirió (porque no se puede denominar decir) que habían perdido más tiempo conmigo que con la agresión sexual del sábado en Betanzos. Pobre chica pensé para mí, menos de media hora para atenderla en las condiciones físicas y psíquicas que esta una mujer tras una violación. Y entonces, quise hacerle reflexionar:"Se da cuenta que, si hubiera sido yo, una víctima de violencia de género, que llegan aterradas de miedo, con el tono y las formas en que me ha tratado".
Y no pude continuar, comenzó a chillarme, que como me atrevía yo a decirle que trataba mal a las víctimas de violencia. Yo balbuceaba que era un ejemplo, mientras el me compelía a irme de allí, inmediatamente. Y lo hice.
No pedí la hoja de quejas y sugerencias. No quise alterarme más de lo que ya estaba. Tuve miedo además de que sabiendo mi direccion y la matrícula de mi coche, sufriese alguna represalia en mis bienes o me parasen por cualquier cosa en el coche. Ellos tienen el poder, yo solo soy una ciudadana servidora. Como los demás ciudadanos, servidores del poder.
Pero no podía sacarme de la cabeza, a las mujeres, a tantas que son mis amigas y conocidas, que tiene que callar, plegarse y renunciar a sus derechos, aguantar primero al marido y luego a los miembros de los cuerpos de seguridad, en donde van a denunciar. Como tantas veces he oído. Muertas de miedo, muertas de sed de justicia. Muertas de necesidad de que una mano y un oído amable las escuche, y una voz amable las responda y les dedique el tiempo que sea necesario para calmar al menos, tan solo, por breves momentos la injusticia de su vida.
Va por ellas. Porque el silencio ante la injusticia, te convierte en cómplice de ella