En España, aunque protagonistas de muchos malos ejemplos, también se ha transitado desde una era dominada por la industrialización hacia una marcada por el auge de la información y los servicios. Durante las últimas décadas, las políticas públicas han favorecido el acceso masivo a la educación superior, impulsando a la sociedad hacia un modelo económico basado en la economía del conocimiento. Es decir una sociedad de predominio total de los llamados “cuellos blancos”.
Sin embargo, esta apuesta no ha estado exenta de consecuencias profundas y de un desajuste significativo entre las promesas de movilidad social y las realidades de exclusión que enfrentan amplias capas de la población.
Por ejemplo, las permanentes reformas educativas de las últimas décadas priorizaron los estudios universitarios, y a ser posible privados, relegando la formación profesional y aprendizajes técnicos a un papel secundario.
Ciertamente, solo hay que ver LinkedIn, donde los jóvenes “becarios” aparecen en gran número, con toga, banda de color y esa especia de birrete de las películas americanas de universitarios.
Esta política tiene como efecto la marginación para quienes no siguen el camino académico convencional, contribuyendo al desprestigio de las trayectorias laborales no universitarias, los llamados trabajadores de “cuello azul”.
Además, las dinámicas económicas globales llevaron a la externalización de sectores industriales clave, dejando a regiones tradicionalmente fabriles como Cataluña, el País Vasco o Asturias luchando contra tasas de desempleo persistentes y problemas estructurales de reconversión económica.
En este contexto, las políticas urbanísticas y de empleo acentuaron la concentración de oportunidades en áreas metropolitanas como Madrid o Barcelona, dejando a las regiones rurales, y a muchas ciudades medianas, sumidas en un declive económico y demográfico. Asimismo, el boom del sector tecnológico y financiero en la última década amplificó la desigualdad territorial y la percepción de que la meritocracia era una promesa vacía para muchos trabajadores de base. De ahí la locura por ser funcionario, único camino para conseguir dar un salto en privilegios.
El efecto cultural y social de estas tendencias ha sido la configuración de una “brecha del respeto”, o mejor dicho, “brecha de falta de respeto”, en la que quienes poseen títulos universitarios y ocupan posiciones urbanas y cosmopolitas son vistos como los beneficiarios de un sistema que le ha fallado al resto. En términos demográficos, los hombres jóvenes de clases trabajadoras son los más afectados. Los informes educativos y de empleo revelan que este grupo enfrenta tasas más altas de abandono escolar temprano, dificultades para acceder al mercado laboral y peores perspectivas de salud mental, alimentando una sensación de exclusión sistemática.
Estos fenómenos también tienen su reflejo en la política española. El auge de partidos localistas y populistas y el desencanto con las formaciones tradicionales evidencian una ruptura entre las élites políticas y la ciudadanía, especialmente en lo que respecta a las clases medias y bajas.
En el caso de la izquierda española, que históricamente ha defendido los derechos de los trabajadores, se constata una desconexión respecto a los problemas cotidianos, dedicándose a maximizar las luchas identitarias (género, orientación sexual, raza) que han desplazado las preocupaciones sobre la precariedad laboral, los salarios bajos o la vivienda asequible. Estas reivindicaciones han pasado a manos de la derecha extrema, quien las utiliza contra los propios trabajadores.
El ascenso de fuerzas políticas que canalizan la ira y el resentimiento de las clases trabajadoras recuerda que, más allá de las medidas económicas, hay una necesidad urgente de atender esa “la crisis del respeto”. En España, esta cuestión podría definirse como la falta de reconocimiento y dignidad percibida por quienes sienten que sus aportaciones al tejido social y productivo son ignoradas o despreciadas.
Donald Trump es un narcisista monstruoso; es ególatra y aprovechado; pero hay más que simple soberbia en una clase social, presuntamente de izquierdas, educada en los privilegios, que se mira en el espejo de la sociedad y solo se ve a sí misma. Así como Trump logró movilizar una base diversa en Estados Unidos explotando la frustración de las clases trabajadoras, en España han surgido movimientos que buscan reconfigurar el mapa político apelando a estos mismos sentimientos, lo que podemos resumir con el “con Franco se vivía mejor”.
La fotografía que nos ha quedado después de lo de Valencia es de que, al igual que Trump, son unos pusilánimes sembradores de caos, no de fascismo. Sólo son unos gorrones que se aprovechan de la buena fe de la ciudadanía.
La pregunta, entonces, es si los partidos tradicionales podrán reestructurarse para responder a estas demandas y si serán capaces de reconectar con una población cada vez más desencantada y polarizada hacia el populismo, que se hace coincidir, aquí, con la extrema derecha franquista.
Y retomando la imagen de “cuello blanco, cuello azul” la fotografía de Trump con Elon Musk es paradógica e irónica. La IA ha venido a sustituir, no a los trabajadores de cuello azul, sino a los de cuello blanco, que se verán barridos y sus capitalinos puestos comprometidos, en cuestión de meses. Ya empezamos a ver despidos, y a miles. Y no precisamente del que repara los enchufes.
En un mundo cada vez más caótico e impredecible, la política española enfrenta el desafío de reformularse y encontrar un equilibrio entre el progreso social y el respeto por quienes sienten que han quedado atrás. ¿Podrá hacerlo? Solo el tiempo lo dirá, pero está claro que el futuro dependerá de un liderazgo que se atreva a escuchar, responder y construir puentes en un país profundamente dividido, también en este tema.