Tal como era de prever, Vox marca la agenda política del PP allá donde ambos partidos gobiernan en coalición. La extrema derecha no llegó al poder para hablar del precio de los combustibles, ni de la inflación, ni de la factura de la luz, de la que no saben ni les interesa. Están aquí para llevar su cruda “guerra cultural” a las instituciones democráticas, es decir, para tratar de imponer su programa reaccionario haciendo retroceder al país, en el tiempo, hasta los años más oscuros del franquismo. Y en esa vuelta atrás a las manecillas del reloj de la historia, el aborto es uno de sus temas fetiche.
El pasado jueves, el vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Juan García-Gallardo Frings, hombre fuerte de Vox en aquellas tierras, anunciaba una serie de medidas para regular la interrupción voluntaria del embarazo, impulsando una normativa autonómica que desafía abiertamente la legislación nacional en la materia. Gallardo anunció su intención de instar a los médicos a que, antes de practicar el aborto, obliguen a las mujeres embarazadas a escuchar el latido fetal y a ver ecografías 4D del embrión para que puedan comprobar “en tiempo real un vídeo con la cabeza, las manos, los dedos y los pies del niño que está siendo gestado”. Tal ejercicio de macabra crueldad solo puede salir de una mente muy retorcida.
No hace falta ser ginecólogo para entender que este tipo de prácticas agresivas van contra los principios más elementales de la ciencia médica, ya que el daño psicológico que se le puede ocasionar a una mujer obligándola a escuchar la pulsión cardíaca del feto puede llegar a ser grave e irreparable. Pero a Vox el bienestar de la mujer le importa más bien poco. Ellos sueñan con una sociedad totalitaria de mujeres-conejas al servicio del Estado y de la religión, incubadoras con patas, úteros-fábricas o parturientas bajo el control de un siniestro régimen político, del poder del hombre y del patriarcado tradicional. Empezaron con aquella aberración de que el sexo tiene una única función reproductora (anulando el derecho elemental al placer de todo ser humano), siguieron con la enloquecida idea de acabar con los métodos anticonceptivos (abrazando el principio de “un coito un hijo”, tal como ordena el Derecho Canónico eclesiástico) y van camino de convertir los hospitales y las clínicas del país en sórdidos centros de tormento y tortura contra la mujer. Poco tardarán en decretar la postura obligatoria del misionero en las alcobas españolas, aquello de la mujer siempre abajo, sometida, y el hombre encima, ambos vestidos, por supuesto, y con el omnipresente crucifijo presidiendo la sagrada cópula, como dictaba la Santa Madre Iglesia durante el cuarentañismo.
De un partido falangista y nostálgico del régimen anterior no se puede esperar más que este tipo de delirios medievales, inquisitoriales, paternalistas. Vox entiende a la mujer como una párvula sin entendimiento suficiente ni voluntad soberana a la que es preciso tutelar y explicarle lo que es un feto, como si ellas, que son quienes han sufrido la violación y los rigores del embarazo no deseado durante miles de años, no lo supieran por haberlo padecido en sus propias carnes. La hombría distorsionada del macho voxista le lleva a la arrogancia de querer dar lecciones de maternidad y cualquier día Gallardo Frings nos sale con que la mujer debe pedir un permiso al marido para poder trabajar, emprender un negocio o cursar estudios universitarios. O nos mete a la policía de la moral en los ambulatorios, como hacen los fanáticos ayatolás en la infame teocracia iraní. O promueve el creacionismo en las escuelas y la vieja teoría de que venimos de Adán y Eva, no del mono. Todo se andará.
La “guerra cultural” de Vox era esto, un intento desesperado por despojar a la mujer de sus derechos conquistados tras décadas de sangre, sufrimiento y abortos clandestinos. Los ultras sufren numerosas ensoñaciones y delirios, y una de ellas consiste en esa vuelta atrás hasta un mundo medieval sin ciencia ni médicos donde la hija de familia humilde o la criada preñada por el señorito se juega la vida en el establo, en manos de parteras con verrugas en la cara, comadronas supersticiosas y curanderas con las manos sucias, mientras a las niñas de la alta sociedad se les paga el pertinente viaje a Londres. Para Gallardo y los demás supremacistas, esto del aborto, más que una cuestión de salud pública, es otro privilegio de clase que temen perder. De ahí que lo defiendan con una antorcha en una mano y el crucifijo en la otra. Está claro que los frailunos voxistas conciben a la mujer como una sierva de Dios, del Estado y del poder macho, aquello del cásate y sé sumisa, y babean con la posibilidad de volver a sacar del armario, algún día, el cinturón de castidad, como hacían sus tatarabuelos cuando enlataban el virgo de sus doncellas antes de marchar a las cruzadas.
En realidad, lo que Gallardo nos está presentando como un plan para velar por la salud de la mujer y del feto no deja de ser la imposición definitiva de una ideología reaccionaria y nacionalcatolicista propia de tiempos anteriores, no ya al Concilio Vaticano Segundo, sino al Concilio de Trento. Hoy mismo la prensa publica que Vox copia su plan antiabortista de las leyes promulgadas por el ultra Orbán. O sea, imperialismo austrohúngaro; nostalgia del Tercer Reich. Mengeles jugando con la salud mental de las mujeres, como ya hicieron con los homosexuales, a los que tratan como enfermos, desviados o invertidos a los que es preciso curar con unos cursillos de readaptación, un padrenuestro, tres avemarías y mucho cilicio mortificante de la carne.
De momento, Feijóo y Mañueco callan cual cobardes sin mojarse ante la barbaridad que pretende introducir Gallardo Frings en el sistema público de salud. A esta hora no consta que el Gobierno de CyL haya enviado un protocolo de obligado cumplimiento a los hospitales para que los médicos empiecen a torturar mujeres con el latido del corazón de sus fetos. Y por Madrid circula el rumor de que Sánchez sopesa aplicar el artículo 155, interviniendo una comunidad autónoma cuyo gobierno ultra hace tiempo decidió pisotear los derechos constitucionales de la mujer. Poca broma.