En la nueva novela del escritor sevillano Daniel Ruiz se entra de una manera y se sale de otra bien distinta. Ya no puedes deshacerte de la huella que deja ese niño entrañable e inolvidable que protagoniza Mosturito (Tusquets). Pedro Gotor Fernande, así le grita la Tata cuando se enfada con él, sin zeta final (y sin tilde), aunque también lo llama cariñosamente Periquillo. O Perico, como le llamaba su añorada y siempre presente mama, ya fallecida; o este niño, como le decía el papa, vivo pero muerto para siempre para él. Pero para sus lectores siempre será el Mostu, Mosturito, Carastrujá. Las novelas de Ruiz transpiran verdad y emociones vívidas, y siempre caminan por el filo de la navaja, cortando, cortando, claro está. Pero ninguna tanto como esta última después de otras como La gran ola, El calentamiento global o Amigos para siempre. Lo dicho, pasen y lean, reirán, llorarán, sentirán ira, dolor, mucho dolor e impotencia… En definitiva, se sentirán vivos leyendo esta novela admirable.
Poeta del extrarradio, referente de la literatura gamberra… ¿Se siente cómodo donde lo han sentado los compañeros de la crítica especializada?
No me incomoda. Estar en el extrarradio es buena cosa, eso significa que estoy lejos de la centralidad, que es donde me siento más incómodo. La centralidad amodorra, porque la mirada acaba contagiándose de esa centralidad y todo se vuelve mullido y acomodaticio. Estar en el margen es observar siempre desde el margen. En cuanto al gamberrismo literario, que me metan en ese saco me parece delicioso. Creo que la literatura se ha vuelto algo demasiado empaquetado y serio, hacen falta más gamberros, intentando contar historias desde otro prisma alejado de la convención y lo que se lleva.
A usted, que parece abominar de la autoficción como de la peste, un psicoanalista no tendría grandes complicaciones para relacionarlo biográfica y emocionalmente con muchos pasajes de sus novelas, con algunos de sus protagonistas… ¿Es la ficción literaria la mayor delatora de la biografía rehusada?
Es imposible no escribir utilizando mimbres autobiográficos. La biografía de uno siempre acaba supurando en lo que uno escribe. De lo que soy enemigo es de las historias que cuentan desde un yo que narra cosas abominables que le ocurrieron. El tamaño de las desgracias, muchas veces, acaba distorsionando la percepción lectora de la obra: el sufrimiento se convierte en un elemento de ponderación, que adquiere per se un valor literario. Cuando, en realidad, hay muy pocas historias verdaderamente abominables y que deban contarse. Me estoy acordando, sin ir más lejos, de Vengo de ese miedo, la novela de Miguel Ángel Oeste. Es tan rotundo lo que ocurre allí, tan bestia, que yo, cuando acabé de leerla, me dije: la autoficción, después de esto, se ha acabado. Después de este libro, no tiene ningún sentido otro libro testimonial. Él lo ha agotado con ese grito. En mis libros hay muchas historias que tienen que ver conmigo, con cosas que he vivido (seguramente, en Mosturito más que en ninguna), pero a mí me interesa lo literario, el estilo, la forma, que las historias resulten rítmicas, salvajes… Lo que me ha pasado en la vida no es tan interesante como para merecer un libro desde el narrador Daniel Ruiz.
“Con los años, aprendí a convertir mis defectos de nacimiento en señales de carácter. Y eso es lo que hace Mosturito en mi novela: hacer un trayecto hacia la pérdida del miedo y hacia la afirmación como persona”
¿Hasta qué punto ha exorcizado como autor para siempre fantasmas ancestrales con la historia de su entrañable carastrujá?
Siempre digo que yo escribo como las vacas comen hierba: para purgarme. Todas mis historias parten de sensaciones de rabia, perplejidad o incomprensión hacia cuestiones de mi vida cotidiana. En este caso, necesitaba purgar viejos complejos y traumas que viví de pequeño. Y yo, de pequeño, era y me sentía como un Mosturito. Con los años, aprendí a convertir mis defectos de nacimiento en señales de carácter. Y eso es lo que hace Mosturito en mi novela: hacer un trayecto hacia la pérdida del miedo y hacia la afirmación como persona.
Zamparse de una sentá su Mosturito y que encima sepa a gloria bendita como un helado Kojak tiene que ser el mejor digestivo que un médico pueda recetar a un enfermo de dispepsia. ¿Por qué en tan contadas ocasiones una historia literaria nos puede sacar a la vez una sonrisa, unas risas y no pocas lágrimas?
No lo sé, pero me halaga que digas que en este caso te he arrancado sonrisas y a la vez momentos de tristeza. ¿No es así la vida? Como lector, siento bastante rechazo por la hondura literaria. Hay muchas novelas contemporáneas que tienen tanta seriedad que parecen escritas en una sala de un tanatorio. La vida no es así. La vida es absurda, y muchas veces tremendamente humorística. Uno puede llorar y al momento morirse de risa. Es más: es un regalo del cielo que la vida sea así. Eso nos ayuda a no tomarnos nada en serio. Mostu, el protagonista de mi novela, al final, no se toma nada en serio, está tan preocupado por sobrevivir que no hay nada de solemnidad en lo que siente y padece. “No estés triste, mi sielo, que la vida la hicieron pa reírnos”, algo así le dice la Tata a Mostu. La Tata es, como Mostu, otra desgraciada, pero no puede vivir sin la risa, sin la necesidad de hacer broma de cualquier cosa. Eso los salva. El humor nos salva a todos, en realidad.
“Como lector, siento bastante rechazo por la hondura literaria. Hay muchas novelas contemporáneas que tienen tanta seriedad que parecen escritas en una sala de un tanatorio”
Si le dijera que ha escrito una novela que nos retrata a la perfección cómo fuimos (aquellos niños de las postrimerías del baby boom) pero también cómo seguimos siendo de algún modo por estos lares casi medio siglo después, ¿diría que exagero?
Mosturito es una novela que retrata un tiempo y un espacio. Es un tiempo y un espacio compartido por todos los que crecimos en los años 80. Paisajes de descampados, de patio de vecinos, de coches locos, de salones recreativos. Pero las miserias que deben afrontar los personajes son universales. Eso hace que sea un texto que aspira a llegar a cualquier lector, porque cuenta algo que no tiene tiempo: la lucha por la supervivencia, la superación del miedo, la rabia frente a la injusticia.
En Mosturito hay mucha vida al límite de muchas cosas. ¿Era imposible sobrevivir de otro modo en aquella sociedad desestructurada de extrarradio que hacía lo que podía para no ser engullida por el sistema?
En mi novela hay una presencia bastante notable de la violencia. Si tenía que retratar a un niño que se hacía hueco en un barrio periférico en los años 80, debía ser consecuente y mostrarlo como es: un niño muchas veces violento, rabioso, que no se conforma con lo que hay y que se enfrenta a realidades que eran muy propias de aquellos años, tales como el contacto con los yonquis, la violencia en la escuela, ejercida muchas veces por el propio sistema, las dificultades para llegar a fin de mes, el maltrato ejercido de puertas hacia dentro, el abuso más o menos normalizado de menores… Son cuestiones que estaban en nuestra infancia. Una infancia que no era peor ni mejor que la de hoy, pero sí distinta. Muchas de aquellas cosas han cambiado, en algunos casos se han mejorado, pero en otros se han sofisticado. Hoy existe la palabra bullying, y el ciberacoso, y la adicción es más al móvil que a algunas sustancias.
“He descubierto con esta novela lo difícil que resulta escribir mal”
Alcoholismo doméstico, jaco, acoso escolar, abuso sexual, violencia machista, clasismo… Y mucho amor también en medio de apretones de carnes obesas y pringosas. Un cóctel explosivo, ¿no?
Mosturito es la historia de un niño obligado a madurar y que aprende a dominar el miedo, pero diría que es también, al mismo nivel, una historia de amor, y de cómo el amor es capaz de superar cualquier traba. En este caso, del amor de una tía por su sobrino y viceversa, los dos obligados a cuidarse mutuamente en un entorno absolutamente hostil. Mostu es un niño que no sabe desenvolverse sentimentalmente, con un cerebro aún tierno. La Tata es una mujer incapacitada para cualquier cuidado, sobre todo porque no sabe cuidarse de sí misma. Y ellos dos, al final, se ven conducidos al cuidado mutuo, estableciendo una relación difícil pero en cierto modo, también, adorable.
Y con todo ello, dedica la novela “al viejo. En su memoria”…
Mi viejo falleció a comienzos del pasado mes de diciembre. Era una persona a la que sentía muy cercana. Y a la que debo muchas cosas. Durante las primeras semanas de orfandad, tuve que corregir las galeradas de Mosturito. Aquel ejercicio me alivió bastante, y también pensé mucho en que mi padre se hubiera divertido con la novela. Le gustaba leerme, y tenía un sentido muy práctico de la literatura. Era un gran lector de novela policíaca, y apreciaba mucho que las novelas fueran al meollo. En Mosturito hay mucha acción, pasan muchas cosas. Creo que le hubiera gustado, de ahí la dedicatoria.
¿En qué momento supo que su novela debía estar escrita como está escrita, con ese habla andaluza y sevillana tan creíble y reconocible aún hoy mismo, en pleno 2024?
Cualquier novela, para que funcione de veras, debe encontrar un tono. En esta, quise que el tono se lo diera la voz del niño. El trabajo más difícil es hallar ese tono, pero una vez que lo encuentras, todo va rodado. Escribí una primera parte, pero tenía la sensación de tener entre manos una voz muy distinta, muy salvaje, muy genuina. Y no sabía si esa voz se entendería fuera de Andalucía. Pero di a leer la primera parte a mis editores, y me dijeron que funcionaba muy bien, y que debía seguir por ahí. En ese momento me vine arriba. Creo que nunca he escrito con tanta sensación de libertad como con Mosturito. En cierta medida, sentía que estaba creando un lenguaje propio. Y eso, para un escritor, es algo maravilloso.
¿Nunca contempló la opción de pasarla por el tamiz del castellano más ortodoxo y académico?
No, nunca. Y conforme el manuscrito iba cogiendo cuerpo, me volvía menos ortodoxo y académico. Después vino lo difícil: cuando empecé a pasar los folios manuscritos al ordenador, el corrector de Word se encargaba de subrayar cada error sintáctico, e incluso me cambiaba automáticamente las expresiones incorrectas. He descubierto con esta novela lo difícil que resulta escribir mal. Además, tenía que tener mucho cuidado con que el texto no resultara impostado, puliendo cualquier tipo de exceso retórico. Quería que Mosturito se leyera como se escuchan los primeros discos del punk, con toda esa imperfección y ese ruido, con esa sensación libre y ajena al virtuosismo. Es lo que me ha costado más trabajo. Espero que el resultado esté a la altura.