Exquisito en la narración, exhaustivo en los datos y su análisis, y elocuente en el atronador desmontaje del mito de la femme fatal a través del cine y la literatura, Hombres fatales, de Elisenda Julibert, en una excelente edición de Acantilado, es un completo y esclarecedor recorrido por la metamorfosis del deseo masculino. Como apunta la propia autora, nada es fruto de la casualidad cuando de abordar el deseo masculino a través de la historia del arte en general se trata. “No es casual que el personaje de Lemmon se llame Dafne (en Con faldas y a lo loco), la ninfa cuya única escapatoria para evitar que Apolo la viole es convertirse en árbol”, subraya la editora, articulista y traductora barcelonesa.
La versión del siglo XVII de Artemisia Gentileschi de Susana y los viejos le sirve de portada de su libro y de análisis en su introducción. ¿Una clara y contundente declaración de intenciones?
Cuando vi por primera vez el cuadro en las páginas de un periódico, hace ya más de una década, me llamó muchísimo la atención, y de inmediato reparé en que había visto decenas de veces en los museos el tema de Susana y los viejos sin apenas prestarle atención: sin duda la versión de Gentileschi es muy distinta de la mayoría, porque muestra una escena donde la evidente incomodidad del personaje femenino desazona al espectador y lo invita a preguntarse qué está viendo y, como me ocurrió a mí, a descubrir que el relato bíblico es la historia de un intento de violación por parte de las máximas autoridades de Babilonia, los dos ancianos jueces. Con los años ese cuadro, como otros de la misma pintora, se han convertido en todo un símbolo del feminismo, no sólo por ser muy elocuentes, sino también porque parecen atestiguar que la desigualdad y sus lamentables consecuencias ya resultaba penosa para las mujeres, al menos para las pocas que tenían voz. Actualmente en el Wallraf Museum de Colonia acaba de inaugurarse una exposición titulada «Imágenes de una mujer desde el Medioevo hasta MeToo» (https://www.wallraf.museum/en/exhibitions/now/2022-10-28-susanna/) consagrada exclusivamente a la representación del tema de Susana y los viejos en la pintura y, naturalmente, en la exposición Gentileschi ocupa un lugar importante en la secuencia de representaciones del tema, del que hizo cuatro versiones. Pero, aparte del valor que ha ido adquiriendo el cuadro para los espectadores de las últimas décadas, me parecía una imagen muy adecuada en la medida en que propone un cambio de mirada sobre un tópico, y en ese sentido es la clave de lectura del libro, donde lo que propongo es una perspectiva distinta sobre otro tema, en este caso literario y cinematográfico: el mito de la femme fatale.
“Tal vez el mito de la mujer fatal haya llegado a su fin, pero los prejuicios son muy proteicos y adquieren nuevas formas”
Su exhaustivo estudio sobre la “metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine” no pretende levantar ampollas, pero ¿debería?
Supongo que si el cambio de perspectiva que planteo fuera evidente o común el libro resultaría superfluo, así que ojalá inquiete y suscite discusiones. El título de Hombres fatales pretende incomodar a los lectores trasladándolos al lugar que tradicionalmente han ocupado las mujeres para que se den una idea de lo ingrato que resulta ese lugar. Además, hay otro sentido en que el ensayo puede contrariar por parecer una intromisión, ya que lo que se analiza es el deseo masculino: como disponemos de muchísima literatura sobre el deseo masculino y femenino a cargo de hombres, me parecía interesante examinar críticamente la representación del deseo masculino, en el estricto sentido de no dar por sentado que el patrón del deseo es lo que experimentan las personas que tienen un determinado órgano reproductivo. Como señaló Karen Horney, alumna de Freud, en los orígenes del psicoanálisis, la interpretación y la representación del deseo viene sesgada de partida: la norma es la experiencia masculina; la anomalía, el dark continent, la femenina. Por otra parte, sin embargo, también me parece necesario «convencer», es decir plantear la lectura que propongo de un modo claro para que cualquier persona dispuesta a reflexionar, con independencia del sexo, pueda sopesar los argumentos y valorar hasta qué punto son atendibles.
Como usted indica, la naturaleza de la “mujer fatal” y del unicornio están estrechamente unidas por ser ambas productos de la fantasía, ni más ni menos. ¿Cómo es posible que hayamos tenido que llegar a pleno siglo veintiuno para al fin constatar esta contundente verdad insoslayable?
En el libro señalo que la conciencia de que esas criaturas femeninas malditas eran el producto de la fantasía de sus enamorados es muy temprana, casi simultánea a la creación del mito de la mujer fatal, como atestiguan algunos poemas («Las metamorfosis del vampiro» y el «Heautontimorumenos») de Las flores del mal de Baudelaire, tan indudablemente misógino como lúcido. Cito también en un epígrafe la «Redondilla 92» de sor Juana Inés de la Cruz, poema más conocido por el primer verso, «Hombres necios que acusáis», porque resume en 17 cuartetos la misoginia y sus consecuencias, y atestigua que ya en el siglo xvii estaba perfectamente identificada y descrita. Por ejemplo, expone el mecanismo que yo trato de desentrañar a lo largo del libro en una sola estrofa: «Parecer quiere el denuedo / de vuestro parecer loco / al niño que pone el coco / y luego le tiene miedo». De modo que la conciencia de que la demonización de las mujeres es el resultado de los temores y anhelos de quienes las desean es antigua, yo me he limitado a señalarla en una manifestación reciente como es el mito de la femme fatal y a mostrar en qué medida delata la vigencia de la misoginia. Pero sin duda es lícito preguntarse cómo es posible que, pese a existir la conciencia de que ciertas representaciones son mitos destinados a naturalizar lo circunstancial o histórico, esas representaciones sigan circulando y cautivando. Creo que la respuesta es que resultan muy convenientes, pues legitiman una concepción del deseo que exime de responsabilidad a quienes cometen «locuras» en nombre del amor.
“Con los años ese cuadro de Susana y los viejos de Artemisia Gentileschi, como otros de la misma pintora, se han convertido en todo un símbolo del feminismo”
Decide darle la vuelta a la moneda y, donde hasta hoy veíamos “mujeres fatales” en el cine y la literatura, ahora apreciamos sin más el deseo de “hombres fatales”. No es una tarea fácil en pleno repunte del negacionismo machista más carpetovetónico…
Creo que eso que llamas negacionismo machista es una reacción previsible: históricamente quienes gozan de privilegios raramente renuncian de buen grado a los mismos. Ocurre lo mismo con los privilegios en razón de la clase social, el origen o la ciudadanía.
¿Personajes literarios como Carmen o Lolita y cinematográficos como la Conchita de Ese oscuro objeto del deseo, por ejemplo, pierden su “encanto” cuando rascamos qué se oculta tras esos perfiles desmontados de “femmes fatales”?
Desde mi punto de vista el problema es que en la medida en que la femme fatale es un cliché ni Carmen, ni Conchita, ni Lolita son personajes cabales, de modo que más que perder su encanto aparecen como meros fantasmas o incluso fantoches. En el caso de Carmen es una lástima, porque no hay duda de que Mérimée, como exponente del Romanticismo literario, quería rendir tributo a la cultura española, pero tan sólo ofreció una caricatura. Disponía de la tradición de la picaresca, que dio a nuestra literatura a personajes humanamente complejos como la Celestina o el Lazarillo, y Carmen habría podido enriquecer esa tradición, pero por desgracia es un personaje bastante plano desde el punto de vista psicológico, la pura perfidia, y en esa medida tan sólo puede encarnar la fantasía, los temores y los prejuicios, es decir la psicología, del enamorado. Algo parecido ocurre con la Conchita de Buñuel, que interpretan dos actrices, o la Lolita de Nabokov, que no en balde se apellida Haze, ‘bruma’: poco sabemos de ellas, porque son el resultado de la fantasía de sus delirantes enamorados. La diferencia es que en Lolita y en Ese oscuro objeto de deseo la condición fantasmal de la nínfula o de Conchita es deliberada, es uno de los signos que permiten al lector o al espectador advertir el carácter mistificador del relato supuestamente amoroso del narrador.
Aquel legendario cierre de “Nadie es perfecto” en Con faldas y a lo loco le deja un regusto muy amargo. ¿Por qué?
Porque en esa escena se muestra cómo cuando la escalada del deseo masculino se pone en marcha nada puede detenerla, tanto da lo que pueda decir la persona supuestamente deseada. Suele interpretarse como una bendición que al enamorado de Dafne (Jack Lemmon) no le importe que ella no sea lo que parece, porque se entiende que la «acepta» o le «perdona» su imperfección; pero más bien hace oídos sordos a los deseos de Daphne, ya que su única «imperfección» no es que sea hombre, sino simplemente que no quiere acostarse con él, y eso es precisamente lo que se niega a oír. Si invirtiéramos la situación y ambos personajes fueran mujeres me parecería igual de amargo, porque el problema no es el sexo de los personajes, sino el hecho de que se describa el deseo de un modo tan fetichista. Y lo que me parece magnífico de esa escena es que al poner a un hombre en el lugar de la mujer revela algo que suele pasar inadvertido de tan naturalizado como está: lo trágica que resulta esa concepción del deseo para quien ocupa tradicionalmente el lugar del objeto. No es casual que el personaje de Lemmon se llame Dafne, la ninfa cuya única escapatoria para evitar que Apolo la viole es convertirse en árbol.
¿Están llegando nuevos aires al cine, la literatura y el arte en general que nos alejan al fin de esos clichés comúnmente aceptados hasta hoy de la “mujer fatal”?
Uno de los referentes de mi ensayo es el pensador francés Roland Barthes, y en particular uno de sus libros titulado Mitologías, en el que señala hasta qué punto segregamos inevitablemente mitos, puesto que nos permiten entender el mundo, fijarlo para manejarnos en él, pero al mismo tiempo lo empobrecen y lo convierten en una cárcel. Tal vez el mito de la mujer fatal haya llegado a su fin, pero los prejuicios son muy proteicos y adquieren nuevas formas, de modo que surgirán otros mitos y clichés igual de parciales y poderosos que será preciso desactivar mediante el ejercicio de la crítica.
“Sor Juana Inés de la Cruz atestigua que ya en el siglo xvii la misoginia estaba perfectamente identificada y descrita”
¿Cómo lograr deconstruir ese discurso de la “mujer fatal” asentado durante siglos en las artes y trasladarlo hacia el del “hombre fatal”?
Lo interesante es que las claves para desactivar ciertos mitos y mostrarlos como lo que son, prejuicios, suelen encontrarse en el propio discurso que los produce, como si contuviera la semilla de su propia descomposición. De modo que, al menos en este caso, me he limitado a leer con atención para tratar de identificar esos elementos del discurso o del mito que permiten hacer una lectura distinta para desmantelar la supuesta coherencia o verdad de la representación que ofrece. Por ejemplo: en la tradición en la que se inscribe el mito de la mujer fatal el amor se describe como una inclinación o una preferencia que lleva al enamorado a deformar la realidad, a idealizar a la persona amada, de modo que lo relevante en los relatos amorosos no son los atributos del objeto, sino más bien la experiencia del sujeto. No obstante, paradójicamente, en el subgénero de los amores fatales se da por hecho que lo relevante son los atributos de la persona amada, su carácter diabólico, no la subjetividad del enamorado, pese a que la descripción del sentimiento amoroso es exactamente la misma que en los relatos de amores afortunados o dichosos. Lo que hago es señalar ese llamativo doble rasero por el cual se considera subjetiva la idealización y objetiva la demonización del objeto de deseo, y tratar de analizar a qué puede deberse.