Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) enarbola un optimismo nada convencional en su nueva novela, La tierra de la gran promesa (Literatura Random House), una esperanza que surge desde muy abajo, desde la catástrofe, e impregna toda la obra a través de unos personajes a medio camino entre la generación de las grandes ilusiones perdidas y los pragmáticos del “partido a partido”, en términos futbolísticos, otra de sus grandes pasiones por cierto. El protagonista es un documentalista que se traslada de su México natal a Barcelona. Diego habla dormido y su mujer, Mónica, sonidista de profesión, intenta interpretar sus palabras. El pasado llama insistentemente a las puertas de ambos aunque ellos prefieran mirar hacia adelante. De modo que el “optimismo de la catástrofe” lo impregna todo, es ahí donde surge ese peculiar sentido de la vida nada catastrofista, “cuando todo parece perdido y la ayuda llega de quienes parecen los más frágiles”.
Ya desde el mismo título nos pone sobre la pista de que su novela es una metáfora sobre su país en el más amplio sentido de la palabra. ¿Por qué México es esta “tierra de la gran promesa”?
Una y otra vez México ha sido tierra de esperanza. Nuestros recursos naturales y nuestra cultura son enormes, pero las ilusiones de bienestar se han visto mancilladas por la corrupción y la desigualdad. En efecto, La tierra de la gran promesa es un título irónico. Así se llamaba la película que se exhibía cuando se incendió nuestra Cineteca (además, trata de un incendio que acaba con los sueños del protagonista). Nunca se supo cuántos murieron ni quién fue el responsable. Esa herida abierta ardió como un fuego lento que acompañó a mi generación.
Para llevar a cabo su propósito de retratar a toda una nación, encomienda esta ‘misión’ a un documentalista que habla dormido. ¿Otra metáfora?
Diego, mi protagonista, habla dormido y está casado con una sonidista que registra sus palabras y poco a poco entiende que se trata de una confesión. Esa narrativa nocturna parecería contrastar con lo que Diego hace de día; sin embargo, descubre que también al rodar documentales está sujeto a una narrativa que escapa a su control. La novela reflexiona sobre los límites y las responsabilidades que enfrentamos al documentar la realidad.
“Hay un tipo de optimismo que sólo surge en la catástrofe, cuando todo parece perdido y la ayuda llega de quienes parecen los más frágiles”
México es una tierra que se mueve, a grandes rasgos, por grandes hechos catárticos naturales y no tanto: matanzas, terremotos, corrupción, el incendio de la Cineteca en 1982… ¿Por qué aguarda, en cierto modo, a estas desgracias puntuales para ‘purificarse’ e intentar renacer de sus cenizas?
En México aprendemos geografía por las tragedias. Nos enteramos de la existencia de Ayotzinapa por la desaparición forzada de 43 estudiantes y de Acteal por la matanza de mujeres y niños indígenas. El hecho de que eso no se resuelva hace que la novela sea una forma alterna de indagar la realidad. Me parece importante lo que dices de las cenizas. Reflejar el infierno y sobrevivir a sus efectos es un acto de resistencia, pero, de modo más profundo, también es una motivación para imaginar lo que no es infierno, una versión modesta pero tangible del paraíso.
Aquel incendio de un lugar tan emblemático supuso un antes y un después para muchas ilusiones. ¿Es su novela un intento de indagar en las crisis de las utopías a todos los niveles?
Mi protagonista se forma en una época en que las utopías estaban en oferta y el cambio radical del mundo parecía posible; poco a poco comprende que la tierra prometida no es una arcadia distante sino el desastre que nos consta, pero que podemos modificar de alguna manera.
¿De qué manera se puede encuadrar el reciente afán revisionista de las instituciones mexicanas sobre la historia de su país con respecto a la colonización española? ¿Qué opina de ello?
Es absurdo, y bastante cómodo, culpar a España de las injusticias de los últimos siglos. La Conquista fue una empresa del despojo y de la sangre, pero la destrucción del patrimonio indígena ha sido peor en el México independiente. Cuando el periodo colonial terminó, cerca del 70% de los mexicanos hablaba una lengua indígena; hoy, solo el 6,6% la habla. En 1994 los zapatistas se levantaron en armas para señalar que el racismo es producto del México actual y que las demandas indígenas deben formar parte de la agenda de la modernidad.
Los dos protagonistas de su novela, Diego y su mujer Mónica, pertenecen a dos generaciones distintas, ella de la denominada millennial. ¿La complementa ella a él al haber vivido sólo en épocas de crisis y dejar las utopías para otro momento, actuando ante la vida de un modo más pragmático?
En efecto, Mónica no conoce otra cosa que la crisis. En los años sesenta y setenta, Diego pasó por las promesas del hipismo, el socialismo democrático, los paraísos artificiales de las drogas, el cambio absoluto y radical. Al no cumplirse, esas apuestas llevaron al desencanto e hicieron creer que si no consigues todo no consigues nada. La lección de Mónica es que la rebeldía debe ser más útil y más modesta; no se trata de sustituir un sistema entero por otro sino de intervenir en lo que en verdad se puede modificar. No es un gesto conformista sino de realismo crítico. En cierta forma, Diego se educa en Mónica.
“En México aprendemos geografía por las tragedias”
La influencia del arte en el modo de vida del protagonista y sus ilusiones está muy presente. ¿Hasta qué punto puede determinar la perspectiva de un ser humano ante las trampas que pone la vida en su tortuoso camino?
La novela reflexiona sobre los muchos modos de representar la realidad. El padre de Diego es notario y se dedica a rendir testimonios legales; luego está el nivel del sueño (rindo homenaje a Luis Buñuel en una escena, en la que habla del cine como de un sueño dirigido), y aparecen otras formas del discurso: los documentales, las narrativas ilícitas del crimen organizado, los montajes de la ley que sustituyen a la impartición de justicia, las muchas mitologías relacionadas con el fuego. Estas variantes para entender la realidad, que pueden ser contradictorias, encuentran tierra común en la novela, que no solo se ocupa de lo verificable, sino de lo que podría suceder, la vida secreta de la gente.
El mundo onírico del sueño también está muy presente en su novela, puesto que su protagonista habla dormido. Esto nos hace recordar la importancia que este lugar inconcreto entre la realidad y la ficción tenía en grandes maestros de la literatura latinoamericana como Monterroso o su compatriota Juan Rulfo.
Me propuse que una revelación de la trama ocurriera en un sueño. Es algo difícil de lograr porque la lógica de los sueños es arbitraria y parece que ahí todo está permitido. Lo complejo es darle consistencia literaria a los sueños. Algunos de los pasajes literarios de mayor fuerza onírica ocurren en la vigilia, como en el caso de Kafka, o en el clima intermedio entre lo real y lo fantástico, como en el caso de Rulfo. La gran paradoja del sueño es que pone en juego situaciones asombrosas que te pertenecen pero no tenías presentes, es un proceso de autoconocimiento en el que te sorprendes a ti mismo, algo no muy diferente al acto de escribir.
Esta obra, en general, rezuma un poso de resignación y melancolía conformista ante un mundo polarizado y en clara regresión de derechos fundamentales. ¿No ve Juan Villoro esperanza alguna a nuestro futuro más inmediato?
Hay mucha esperanza en la novela. Al margen del deterioro general y la pérdida de tantas ilusiones, aparece una red solidaria de gente relacionada por afectos y valores que operan a contrapelo del entorno y que ayudan a Diego en la espantosa circunstancia en la que se ha metido. Hay un tipo de optimismo que sólo surge en la catástrofe, cuando todo parece perdido y la ayuda llega de quienes parecen los más frágiles. Ese “optimismo de la catástrofe” define el final de la novela.