Josefina Manresa, de la estirpe de Ruth

Marifé Santiago-Bolaños
05 de Noviembre de 2022
Actualizado el 28 de octubre de 2024
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1667467930820_1667467924816_1_Autora de la foto MARTA ELOY-CICHOCKA-b_n

Sin que todavía tuviéramos edad para entender la historia, pero con la escucha atenta y los ojos del alma muy abiertos, leer que “Nanas de la cebolla” era la respuesta y el abrazo que Miguel Hernández le daba a Josefina Manresa, tras recibir de ella una carta llena de necesidades físicas y anímicas, sobrecogía. Entre los versos de aquella tristeza buscábamos su rostro, el de quien habría recibido, en nuestro pasado reciente aunque pareciera muy lejano, los versos-carta-abrazo escritos en una cárcel franquista.

Su compañera ha ido ocupando en mi vida un lugar indispensable, no era solo la esposa, la mujer del poeta, sino la guardiana de la vida que esos versos, escritos para la eternidad, contenían. Sin Josefina Manresa aquella libertad por la que Miguel Hernández sangró y luchó, como dice su poema bien conocido, no habría acaso pervivido.

La Fundación Legado Miguel Hernández me invitó a impartir, en junio de 2021 y mayo de 2022, dos conferencias en torno al poeta. La primera, en Linares iba a dialogar con María Zambrano; la segunda, en Úbeda, con Juan de la Cruz. Con motivo del ochenta aniversario del fallecimiento de Miguel Hernández, la editorial Huso, con la colaboración de dicha Fundación, ha querido publicarlas unidas: Miguel Hernández: concierto para tres. Me acerco a algunos de sus párrafos, como el que se refiere a María Zambrano, fiel amiga y confidente de Miguel Hernández en una época de la vida de ambos llena de contradicciones premonitorias, quien escribe rememorando al poeta: “Estaba casado. No, no lo estaba todavía. Mas ante mí, sí que lo estaba. Lo sentía sollozar calladamente por la esposa que se había quedado en el pueblo con sus padres. Y, más todavía que por no tenerla allí, a su lado, por no estar él al lado de ella, junto con ella en su lugar de nacimiento. Él era de Orihuela y no de otra parte, sin regionalismo ni “pueblerismo” alguno. Nunca lo oí ponderar las excelencias de su pueblo, aunque bien daba a entender su belleza. Mas lo que contaba era que él, nacido allí, nunca iría más allá sobrepasándolo. Era como un Tobías que soñaba volver, ya que mujer la tenía, con el Arcángel y el pez del remedio. Y eso, ni Madrid ni ciudad alguna de este mundo podrían dárselo”.

La filósofa continua haciendo memoria: “Por breve tiempo le fue dado el único lugar de su ser: el hogar con su mujer única y su hijo. Nunca llegaron a vivir al mismo tiempo los dos que le nacieron. El lugar, único crisol de donde, aun en ausencia, su palabra nació. Su poesía era ya nacida y naciente”.

“Cierro los ojos para que las palabras germinen y veo a Josefina escribiendo a máquina los versos que nacen en la voz y los dedos de Miguel Hernández”

Miguel Hernández le dedicará a María Zambrano “La morada amarilla”, un poema tan enigmático como bello. En él, la naturaleza hace preguntas de maestra y la poesía las recoge para sembrarlas; los símbolos se derraman, los misterios, entonces, hablan… He imaginado que leer en voz alta el poema conjura la tristeza, regala una sonrisa a Josefina Manresa, “su mujer única”, la sola capaz de crear hogar para el poeta.

Cierro los ojos para que las palabras germinen y veo a Josefina escribiendo a máquina los versos que nacen en la voz y los dedos de Miguel Hernández. Existe esa fotografía, hay que observar los detalles que contienen para corresponder con agradecimiento a ese gesto que señalo en Miguel Hernández: concierto para tres: “fragmentos, pedazos de papel que han de romperse, o enterrarse, o comérselos si llega el carcelero y quiere destruirlos. Memorizarlos. Llevárselos escondidos en el alma. Cavar un hueco suficiente para que el testimonio sea amparado por la naturaleza y sus reglas. Hacerse de la tierra si se extingue la circunstancia que permitiría tocarlo, tenerlo cerca. Anoto la imagen furtiva de Josefina Manresa enterrando los poemas de Miguel Hernández. Un árbol o una flor, o una señal del huerto dirá, para quien esconde el tesoro, dónde queda esa historia que ha de ser preservada pues, de no hacerlo, se corre el riesgo de olvidar que somos seres polvorientos mediando, con nuestras señas de identidad, un vuelo que da nombre y presencia y figura al monje encarcelado, al viento del pueblo encarcelado”.

Josefina Manresa, andaluza de Jaén, está sentada en la primera fila del mundo, así ha de ser: “El último día de un año que se cerraba lleno de ilusiones, aquel 1931 donde las mujeres españolas conquistábamos el derecho a ser ciudadanas y, con ello, se abría la celda de la libertad para toda la ciudadanía, Miguel Hernández llega a Madrid. Expectativas y decepción. La vuelta a Orihuela y el amor entregado a aquella andaluza de Jaén que fue su compañera Josefina Manresa. Ese perito en lunas que persevera en volver a intentarlo en Madrid, que alcanzará a ser misionero pedagógico, que descubrirá el fulgor de la tierra que de tan humana se hace trascendente entre las “sorpresas del trigo” de Maruja Mallo, en las conversaciones de amistad a la orilla del tiempo con María Zambrano, en el umbral al que ofrenda naranjas en la casa de Vicente Aleixandre, el que conocerá la muerte del amigo y tomará decisiones ante la muerte del padre de su novia de Orihuela, que apenas casado se marchará al frente de Jaén, acaso también como ofrenda humana, demasiado humana, al amor y al tiempo. Quién sabe cómo interpretar intensas elecciones que las épocas nos exigen. […] Josefina Manresa, órfica, primaveral y venusina, que abrirá un hueco en la tierra sosteniendo la memoria en los abismos para que brotase en el porvenir del aire”.

Algunas de las últimas cartas que Miguel le escribe a Josefina tiene que dictárselas a compañeros del penal. Van siempre llenas de besos para su hijo Manolillo, aunque su voz sea ya amapola y memoria porque Miguel Hernández ya está en la otra orilla. Deseo, de todo corazón, que las imágenes de despedida de esta mujer y este hombre se parecieran a las fotografías conservadas en las que ambos se miran, se sonríen, se escuchan, trabajan juntos, siguen haciéndolo más allá del tiempo. Que tales imágenes. Como en aquella carta de un febrero madrileño de 1935, en la que Miguel Hernández escribiera a su entonces novia, que está en Orihuela: “Di al sol que se prepare para cuando yo vaya y no deje llover. Quiero encontrarte llena de luz por todas partes. […] Adiós, da recuerdos a tu pelo”.

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