Si uno en la vida tiene suerte, nace con amor bajo el regazo de la madre y muere con amor, con el último beso de quien te quiere, pero los amores que llegan de improviso en el tramo de existencia, que vienen y van, son otra cosa y ahí, si te ronda, la suerte siempre se emplea caprichosa. El poeta Antonio Machado bien pudo decirlo, con rotundidad y expresividad poética, en un alargado arco de supervivencia amatoria, antes de quedar varado para siempre en la triste posada de Colliure. Tuvo en sentimientos a Leonor y tuvo a Guiomar, dos bellos nombres para dos extremos de la vida.
Este sevillano, nacido junto a un patio con un huerto claro donde maduraba el limonero, encontró en aquellos campos de Castilla, en pensión iniciática de la calle soriana del Collado, número 54, justo encima del Bar Torcuato, a una joven Leonor Izquierdo, sobrina de los regentes de aquella primeriza casa de huéspedes, vivaracha y despierta, una adolescente de solo 13 años, que inundó de entusiasmo al solitario poeta, ya entradito en años, tantos como 32, quien no solo había conseguido la cátedra de francés, en el Instituto de la pequeña capital castellana, de algo más de 7.000 habitantes por entonces, hoy rebautizado Antonio Machado, sino que su primer libro (Soledades, Galerías y otros poemas) lo habían elevado en el panorama literario español de 1907. No solo se entrega a la docencia obligada del Instituto soriano, a hacer que los niños aprendan y piensen, sino que abre tiempo libre para que los obreros accedan gratuitamente también a la educación, en la Escuela de Artes y Oficios. Tenía muy presente el espíritu adquirido en su formación en la Institución Libre de Enseñanza, lo que también hizo que excursionara por la naturaleza castellana, conociendo los Picos de Urbión, las fuentes del río Duero o la Laguna Negra, pero en el camino soriano ya se había cruzado Leonor, un amor a primera vista, que avivó incluso los celos del poeta, que la miraba desde la ventana y la seguía a hurtadillas en sus paseos por la pequeña ciudad y enterose de que un joven barbero la pretendía. No tuvo más remedio que revelar sus sentimientos a través de una poesía que discretamente deja para que la lea: “Y la niña que yo quiero, /¡ay! preferirá casarse/ con un mocito barbero”.
Así inició el poeta un romance rápidamente correspondido por aquella niña, ahora ya trasladado a la nueva pensión que regentaba Ceferino Izquierdo, el padre de Leonor, parece que, de mal genio y borrachín, sargento recién jubilado de la Guardia Civil, en la calle Estudios, donde Machado recaló al cerrar la primera. Eran tiempos en los que se podía leer, en el diario “El Porvenir Castellano”, cosas como que “la sociedad española no ha despertado más ideal en la mujer que el matrimonio”. Leonor pronto se va a convertir en su universo poético durante los años sorianos y después, ya muerta, durante su estancia en Baeza, pero cuando la conoce y la corteja pesa la gran diferencia de edad y cultura y se ve obligado a esperar a que la niña llegue a la edad legal para casarse. Lo cierto es que no esperaron mucho, pues la impaciencia corroía a los enamorados y, a pesar de las justificadas dudas familiares, por esa gran diferencia de edad, clase y cultura, terminaron casándose canónicamente el 30 de julio de 1909. Ella 15 años, él muy recién cumplidos los 34. La madre de Leonor, Isabel Cuevas, les preparó una vivienda en la misma calle donde tenían la casa de huéspedes: “Sentí tu mano en la mía, tu mano de compañera, tu voz de niña en mi oído como una campana nueva, como una campana virgen de un alba de primavera”. A la salida de la iglesia, los novios son recibidos por un grupo de jóvenes con burlas, mofas e incomprensiones, casi imposibles hoy, no ya por la decisión que tengan dos enamorados, sino porque en España se considera delito mantener relaciones sexuales con alguien menor de 16 años, pues según el artículo 183 del actual Código Penal, “el que realizare actos de carácter sexual con un menor de 16 años, será castigado como responsable de abuso sexual a un menor con la pena de prisión de dos a seis años”, y aun más, la pena puede aumentar hasta los doce años de cárcel si existe “acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal”. Otros tiempos, hoy hubieran tenido que esperar un año más para casarse, siempre que obtuvieran el permiso de los padres y de un juez. Aun así, aquel día para Machado, según confesión personal, fue “un verdadero suplicio” y un alivio la luna de miel que los llevó a Zaragoza, Pamplona, País Vasco y Madrid.
Leonor pronto se va a convertir en su universo poético durante los años sorianos y después, ya muerta, durante su estancia en Baeza, pero cuando la conoce y la corteja pesa la gran diferencia de edad y cultura
Los negros pronósticos sobre su futuro no se cumplen, la pareja se entiende y vive dichosa, ella se convierte en su musa y comprende su trabajo, mientras él escribe sobre la tierra que le hace feliz. Es La tierra de Alvargonzález o los profundos Campos de Castilla. Con una beca, en 1911, el matrimonio viaja a París, para que Antonio amplíe sus conocimientos de la lengua francesa, pero la tuberculosis acecha y al poco Leonor vomita sangre, “la enfermedad de Leonor nos hirió como un rayo en plena felicidad”, y retornan a Soria, un clima más favorable para la salud de la esposa enferma, “mi corazón, espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”, una esperanza que no se cumplirá.
Los cuidados del poeta no son suficientes y el empeoramiento, tras una ficticia mejoría, termina con la vida de Leonor, a sus 18 años, el uno de agosto de 1912. “Mi niña quedó tranquila, /dolido mi corazón, “¡Ay, lo que la muerte ha roto/ era un hilo entre los dos!”. Un poco antes, el poeta había publicado sus conocidos Campos de Castilla. La pérdida de la esposa aventura un cambio en sus creencias religiosas, que había compartido con Leonor: “La muerte llama a mi puerta/quiere entrar/ ¡Ay! Señor, si me la llevas/ ya no te vuelvo a rezar”. Hoy, en la tumba de Leonor queda un sencillo recordatorio, “A Leonor, Antonio”. Más tarde escribiría a Juan Ramón Jiménez, “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro (Campos de Castilla) me salvó”. Durante unos días va a visitar la tumba, pero el dolor de la pérdida es tan intenso que decide, con su madre, dejar Soria: “Si la felicidad es algo posible y real –lo que a veces pienso–, yo la identifico mentalmente con los años de mi vida en Soria y con el amor de mi mujer”. Sin embargo, una sobrina del poeta, llamada también Leonor (falleció en 2017), y que vivió la guerra civil junto a su tío, en Rocafort (Valencia) y en Barcelona, confesaría poco antes de morir, que Antonio Machado nunca nombraba a su mujer ante su familia, “hablar de Leonor le costaba mucho”. Y, sin embargo, pidió a amigos que llevaran flores a Leonor, siendo que en su tumba nunca faltaron flores.
No volvió a casarse, se había prometido no volver a enamorarse. Pero el amor vuelve, otro amor, de otra forma. Más tarde, mucho más tarde. De Baeza, único destino disponible cuando pidió el traslado a la muerte de su esposa y donde no perdió la imagen y el recuerdo de Leonor, recaló siete años más tarde en Segovia, ciudad más cercana a Madrid, lo que le permitía no perder el contacto con sus amigos de la capital de España y el ambiente intelectual que le rodeaba. Y allí vislumbrará la posibilidad del amor sublime de última hora, “La soñada miel de amor tardío” como reconoció. Algunos aún lo refutan, pero las cartas y el propio testimonio de la Guiomar literaria le dan vuelta argumental al minoritario negacionismo. La gente, los amigos, especularon durante años nombres.
Hasta su hermano Joaquín Machado mantuvo que todo era una ficción, “Guiomar no fue nunca la mujer física, sino la poética, como Dulcinea de nuestro señor Don Quijote”. El neblino enigma en tiempo alargado alimentó dudas, pues tardó en conocerse la destinataria sensual de tantos versos: “…junto a la fuente [quisiera] besar tus labios y apretar tus senos!”.
Antonio Machado tornó al amor cuando Pilar de Valderrama, casi 15 años más joven que el poeta, pero a quien admiraba, se acercó a Segovia a conocerlo y a presentarle sus versos, justo cuando vivía una atormentada crisis matrimonial. La infinita soledad que envolvía al poeta desde la muerte de Leonor, acabó por espantarse de repente al avivar el incendio interior del tardo sueño amoroso. Antonio, ya con 50 años bien superados, volvió a reconvertirse en adolescente sin edad, tal como le ocurrió años antes en Soria. Él mismo está sorprendido, encuentra a una mujer que le habla como cualquier hombre quiere escuchar, justo cuando nada esperaba y le llega, no importa la edad, y vuelve a amar. El tiempo ha suavizado el dolor por la muerte de Leonor, ahora comienza otra estación, más extraña, menos conocida en su total realidad y abierta a interpretaciones. Pero de nuevo surgen importantes diferencias, pues cuando se encuentran, el 2 de junio de 1928, Antonio contaba con 52 años, Pilar tenía 38. De nuevo, muros sociales. Al contrario que Leonor, de familia humilde, Pilar era rica, de alta clase burguesa. Y de nuevo los obstáculos, Leonor una niña, sin edad legal para casarse, Pilar casada y católica, con hijos. Y encima él, republicano anticlerical.
Al poco de iniciar la relación, Antonio Machado publicó Canciones a Guiomar (Revista de Occidente, 1929), levantando elucubraciones sobre el sí o no de su existencia o creada ficción. Pero él mismo dice que conoce el amor cuando Pilar llega a su vida, que lo que sentía por Leonor fue solo una sombra de amor y a partir de ahí comienza a obsesionarse con su Diosa, como la llamaría en numerosas ocasiones. Cuando la novelista Concha Espina publicó mutiladas algunas cartas, bajo el sugestivo título “De Antonio Machado a su grande y secreto amor” (Lifesa, Madrid 1950), libro nunca reeditado, las especulaciones se dispararon de nuevo, siendo incluso que se pensó en la propia Concha Espina como destinataria de esas cartas, pero en realidad no fue más que la depositaria de las misivas y amanuense elegida por Pilar de Valderrama. Se ha especulado incluso sobre si Concha Espina, ciega en aquel momento y necesitada de publicar, traicionó o no a Pilar al divulgar las cartas, o si solo fue la mensajera instrumental de la correspondencia. Parece que la propia Pilar le entregó las cartas, para que venteara aquel amor, pero con la condición de que tratase el tema como “amor blanco”. Concha Espina, como Pilar, también era católica ejerciente y convivió con los inconvenientes opresivos y convencionalistas de la postguerra, así que no iba a desvelar mucho más que las intenciones confiadas por la propia Pilar de Valderrama, dejando en el aire el misterio sobre el nombre de la destinataria de aquellas cartas, pues incluso alimentó su muerte. Reconoció la cántabra que ella no era dueña de la correspondencia, que documentalmente encontramos en el libro en formato facsimilar. El resultado final no gustó a la misteriosa Guiomar, pues Concha Espina, que firmó la obra en cuestión, introdujo sutiles elementos propios sobre esa relación. “Concha no me dio a leer el libro mientras lo preparaba y cuando ya impreso lo tuve en mis manos, quedé defraudada, Pero no le comuniqué mi decepción. Ya, ¿para qué?”, manifestó Valderrama en la reveladora autobiografía póstuma, “Si, soy Guiomar”. Lo que ese libro supuso es la irrefutable prueba documental de los sentimientos de Machado a una mujer, otra cosa es reconocer interpretaciones al vuelo de la extraña y rara relación de los dos enamorados. Resultó difícil dar en el prolongado tiempo con el nombre real de Guiomar.
Hasta su hermano Joaquín Machado mantuvo que todo era una ficción, “Guiomar no fue nunca la mujer física, sino la poética, como Dulcinea de nuestro señor Don Quijote”
Pilar de Valderrama era de familia pudiente, con tierras en Córdoba, agraciada físicamente y con el don de la palabra y la gracia, aunque algunos, por su introspección, la tildan de rara, tal como ella misma reconoce. Estaba casada desde los 19 años con un ingeniero, Rafael Martínez Romarate, con quien tenía tres hijos, que se dedicaba a la escenografía y luminotecnia teatrales, llegando incluso a ser el director del madrileño Teatro María Guerrero. Pilar, mientras tanto, ejercía en el terreno cultural y feminista de la época, siendo que escribía poemas, acudía al Lyceum Club Femenino de Madrid, donde se encontraba con amigas como la pedagoga María de Maeztu, la escritora Ernestina de Champourcin o la siempre activa Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez, y asistía a tertulias literarias, como la que organizaba la novelista Concha Espina, con quien entabla profunda amistad. No es santa de devoción de Cansino Assens, quien, sin mucho cariño, la define como de “esas grandes señoras que hacen literatura por puro placer, al margen de todo profesionalismo”. Nada que ver con la vida del consagrado poeta republicano, quien llegó a escribirle más de 200 cartas, aunque no llegan a 40 las que se han conservado, ya que la propia Pilar no quiso que trascendiera toda su correspondencia, borrando y destruyendo la mayor parte de los originales.
Pilar de Valderrama se encuentra de pronto con un matrimonio fallido, tras la confesión de su marido, que angustiado admite sentimientos de culpabilidad por el suicidio de su joven amante de 25 años. Una relación de dos años que terminó cuando Felisa Ernestina Castro Pérez se arrojó, en marzo de 1928, desde una ventana, en la calle Alcalá de Madrid. La muy católica y conservadora Pilar, todo lo contrario que Antonio Machado, escapa de su domicilio madrileño, por consejo médico, para recomponer su estado anímico ante la sobrevenida depresión por los acontecimientos descubiertos, refugiándose en Segovia, a donde llega con una carta de presentación para Antonio Machado, que le había dado María Calvo (hermana del actor Luis Calvo), profesora de los hijos de Pilar y amiga de Antonio. Ella admiraba al poeta antes de ir a Segovia, “le leía con tanta frecuencia que nunca tuve en la memoria ni los versos míos, me sabía los suyos de repetirlos en silencio”. Se va a alojar en el Hotel Comercio, donde, cuando su marido se ha marchado a Francia, realiza un segundo viaje, junio de 1928, y decide contactar con Machado, quien sabía de su belleza, porque su retrato, con pelo negro y ojos oscuros, está en el frontispicio del libro de poesía Huerto Cerrado, que Valderrama le había hecho llegar. Antonio Machado al recibir la invitación no espera, se presenta de inmediato en el vestíbulo del Hotel y ahí se conocen. "No puedo expresar la emoción que tuve al encontrarme con él y estrechar su mano -confesaría Pilar en sus memorias-. Era el poeta tan admirado el que estaba ante mí, con su desaliño, sí, pero con un rostro bondadosísimo, una frente ancha y luminosa, una cabeza, en fin, admirable sobre un cuerpo alto, desgarbado y poco atractivo. Al verme, no supe qué pasó por él, pero advertí que se quedó como embelesado, pues no cesaba de mirarme y apenas habló para decirme cuánto sentía estar tan ocupado con los exámenes, que no podía acompañarme ni atenderme como sería su deseo. Añadió que dos días después terminaba su actuación en el tribunal y tenía que irse ineludiblemente a Madrid, lo que lamentaba, pues le agradaría verme y serme útil". El impacto del primer encuentro es tal que al día siguiente se ven de nuevo. Cenan juntos y pasean en agradable noche estrellada hasta El Alcázar, un paseo que deja profunda huella en el poeta. La incipiente amistad no tarda en convertirse en confesado amor.
Cuando conoció a Pilar escribió a Unamuno: “Esta señora a quien conocí en Segovia, mujer muy inteligente y muy buena, es una ferviente admiradora de usted. Me envió su libro (Huerto Cerrado) para que se lo remitiese a usted, pues ignoraba sus señas. En esa obra encontrará usted acaso algo de su gusto, sobre todo una cierta verdad cordial que ya no se estila”. Al testimonio de Machado sobre su encuentro con Pilar de Valderrama se uniría mucho más tarde el de ella, en un libro autobiográfico, publicado dos años después de su muerte, “Sí, soy Guiomar” (Plaza & Janés, Barcelona 1981), con lo quedó al descubierto sus amores secretos con el poeta y debiera haber dado con el fin de las especulaciones, lo que no logró. Ahí se airean recuerdos y fragmentos de sus cartas. Todo evidencia que Antonio había vuelto a enamorarse, "el corazón me salta en el pecho, realmente loco, y no hallo manera de sujetarlo (...) Mi alegría tiene algo del loco regocijo del perro que ve a su amo tras larga ausencia", quizás de un amor más imposible que el primero, ya que Pilar estaba llena de prejuicios tanto sociales como religiosos. Es la Guiomar de Machado la que dirige desde el principio la situación, imponiéndole al poeta estrictas condiciones para continuar la nueva relación. No habrá encuentros carnales, solo “una amistad sincera, un afecto limpio y espiritual”, lo que no impide que los enamorados comiencen de inmediato sus encuentros a escondidas. “Con tal de verte, lo que sea”, contesta Machado, para quien Pilar se convierte en su Diosa, la estrella inasequible, a la que se agarra resignado, “cuando en amor se renuncia, por necesidad fatal, a lo humano, a lo demasiado humano, o no queda nada -es el caso más frecuente entre hombres y mujeres- o queda lo indestructible, lo eterno”.
Los encuentros pronto cogen ritmo y calculada planificación. Antonio solo trabaja tres días a la semana y los miércoles por la noche puede estar en Madrid, para regresar a Segovia el domingo y poder dar sus clases de francés. Esperan al viernes, el día fijado para encontrarse, a veces también los sábados. Ese mismo verano de 1928, recién conocidos, empiezan sus encuentros secretos, cerca de donde vive ella, junto al Parque del Oeste de Madrid y muy cerca de la Estación del Norte, a donde tras cuatro horas de viaje arriba Machado cada semana. Viaja siempre en el último vagón, soñando con el encuentro, asomándose de continuo y al que llamará “el balcón de los paisajistas”. Muy cerca ya uno del otro, quedan en un lugar discreto, a casi dos kilómetros, donde se encuentra un jardín con magníficas vistas, hoy integrado en el complejo presidencial de La Moncloa, pero por el que entonces se podía pasear libremente. Quedaban en una frondosa glorieta con una fuente y un banco, lo que se va a convertir poéticamente en “el banco de los enamorados del jardín de la fuente”. Pronto llega el otoño y el frío madrileño y cambian de discreta ubicación, ahora en el café Franco-Español, en la zona de Cuatro Caminos, al que llamaron “rincón conventual”. Son testigos de un amor de autoimpuesta castidad, en citas convenidas de fines de semana y correspondencia literaria, gracias a las que con el tiempo hemos conocido los detalles de la fogosidad espiritual de este amor tardío machadiano. Cree que ha encontrado el amor verdadero e incluso lo compara con el de Leonor: “Soñé, sencillamente, que me casaba contigo (...) Mi estado de espíritu era, en esta ocasión, de una alegría rebosante, todo lo contrario de lo que fue, en mis nupcias auténticas. La ceremonia fue entonces, para mí, un verdadero martirio. Y, ahora, salía yo contigo, del brazo, lleno de alegría y de orgullo. Se diría que, en el sueño, tomaba yo el desquite de nuestro secreto amor, pregonándolo a los cuatro vientos... El resto del sueño, no te lo puedo contar. Es demasiado feliz, aun para contarlo”.
A Machado no le es suficiente con los encuentros furtivos y deseados con su amada. Ambos acuerdan que, por las noches, cada uno pensaría en el otro, entre las 11 y las 12, pero Antonio, en su obsesión, cuando se encontraba en Madrid se apostaba escondido tras unos arbustos frente al ventanal donde los visillos dejaban entrever la figura de su amada. Temiendo que tal situación se descubriera, ella le pide al poeta que dejé de hacerlo. Él escribe a su Diosa: “¡Adiós! Me voy a soñar contigo por esas calles de Segovia”. Firma, “Tu Poeta”. Radiante y feliz, aunque deseara algo más que la amistad espiritual, encuentra que “en amor, locura es lo sensato”. Tanto que tras cada despedida se vuelcan en intensa correspondencia epistolar, en una relación que va durar casi ocho años, todos en la cincuentena última del poeta.
Se inventan lo que llamaron su “tercer mundo”, exactamente como la única obra de teatro (1934) que escribió Pilar de Valderrama, que nunca estrenaría. Exponía la relación que tenía con el poeta y la agria vida familiar, con un marido absorto en sus proyectos y alejado de su mujer. “Yo ideé ese tercer mundo”, dice Pilar. Esos mundos donde conviven la realidad, lo imaginado y lo que les gustaría vivir. También Machado hablaba en sus cartas de esos mundos. Aun así, Machado acude con asiduidad al teatro, justo para poder ver de lejos a su amada, que a pesar de la situación nunca abandonará a su marido. Ella se deja cortejar por el poeta y él la llena de piropos, “¡Adiós, preciosa, encanto, milagro, maravilla, reina, diosa de mis entrañas, adiós!”, a la vez que Antonio reconoce sus celos, “mi corazón tiene cada día más amor. Y, aunque sea absurdo, más celos”. Él la desea carnalmente y ella sabe de su tortura por “la barrera que nos separaba materialmente”, era como un amante medieval cantando bajo el balcón de su amada, pero sin poder entrar en su alcoba. Se mantiene en la promesa, ¿o no?, porque la sigue hasta Hendaya, y pasean por la ribera del Bidasoa y por la playa, frente a Fuenterrabía, y el poeta escribe “Y, en la tersa arena, cerca de la mar, tu carne rosa y morena, súbitamente, ¡Guiomar!”. Y habla de una “amanecida loca”.
El preludio de la guerra civil traerá violencia e inseguridad en las calles de Madrid, con lo que acabarán definitivamente aquellos encuentros furtivos. Es más, el marido de Pilar de Valderrama -familia de derechas- decide llevarse a toda la familia a Estoril y sacarla del peligroso clima político que entonces se vivía en España, como se demostraría poco después con el estallido de la guerra civil. Una guerra que los separaría y es cuando ella decide quemar casi toda la correspondencia. También le pidió a Antonio Machado que destruyese sus cartas, hoy en paradero o destrucción desconocida, pues no se conserva ninguna. De él la Biblioteca Nacional tiene 36, escritas entre el 11 de enero de 1929 a julio de 1932, algunas manipuladas al borrar comprometidos e imprudentes pasajes, pero Pilar confiesa que en su apresurada salida de España las cartas que conservó fueron escogidas “al azar, las que estaban encima, sin releerlas siquiera por la premura del tiempo". Cartas que hoy sirven, al igual que los versos que dejó el propio Machado, o la autobiografía de Pilar, como testimonios de aquel amor enmudecido por nuestra guerra. Machado murió en 1939 y Pilar le sobreviviría 40 años. Pero dejaron las claves de su secreto amor, hoy menos.
Sé que habrás de llamarme,cuando muera, para olvidarme luego...Más allá de tus lágrimas yde tu olvido, en tu recuerdome siento ir por una senda clara,por un “Adiós, Guiomar”, enjuto y serio...