Realidad no mejorada

08 de Agosto de 2024
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Realidad no mejorada

«Primavera negra», de Henry Miller. Ahí permanecía, a menos de un metro, sobre un no demasiado nutrido grupo de «libros gratis», en un coqueto carrito de madera, a la puerta de un pequeño comercio no recuerdo de qué ramo, en una placita de Málaga City, un día de la primavera pasada. Lo tomé entonces, entre incrédulo y falsamente tímido, verificando el previsible tono pardo-amarillento de sus páginas, y lo introduje en el bolsillo de una americana prestada que en esta ocasión no pudo venir más a medida.

No recuerdo si había ingerido café o cerveza, o ambas cosas, pero me sentía plenamente afortunado, justo en el sitio y el momento en que debía encontrarme, con el sol de un preatardecer a punto de caramelo, barnizando escaparates, aceras, terrazas con sus bebidas de atractivos colores, sus ceniceros y columnas de humo y gafas de sol y piernas cruzadas, con jóvenes hombros tatuados que discurrían, de aquí allá, por todos los afluentes y estuarios humanos conectados con aquella placita mágica a la que yo volvía, irremediablemente, una y otra vez. Me gustaban el sitio y el momento, por qué negarlo, y me disgustó, gran paradoja, lo que leí en media página al azar. Pero no por eso dejó de azotarme, flojito, cierta melancolía, pensando en las tribulaciones atestiguadas, a su manera, por el señor Henry Miller, autor de esa olvidada novela que ya iba conmigo.

Y así su libro, publicado por primera vez en París, en 1936, prohibido en Estados Unidos hasta 1961, analizado, recalentado y recomentado por toda especie de críticos, parásitos de la cultura oficial, copiapeguistas y vividores afines, que desconocen el sentido humano, doloroso, auténtico de la palabra «creación», este libro, en este caso en la edición de 1981, puesto a la venta en vete a saber qué librería, qué feria del libro, comprado por quién sabe quién y dónde, leído, prestado, rechazado, oculto en una biblioteca privada, dormido temporalmente, puede que en una caja de cartón, conservando aún un «150» (pesetas, se entiende) en su cubierta (síntoma de una reventa en antiguo), esta obra, experimental y rompedora aún, de Mr. Miller (quien quiera que sea el beneficiario de los derechos), viene a terminar, después de su aventura, en una carretilla muy «chic», en plena calle, bajo la denominación «libros gratis». ¿Qué queréis que os diga? Solo por esto merece la pena ser leído. Porque estaba allí, aquella épica tarde, a tremenda hora, y su tamaño casaba a la perfección con el bolsillo de mi americana prestada, y porque quizás, no lo sé aún, descubra con su lectura alguna frase, un dato, una imagen o un cuestionamiento que me proporcione una pista, un consuelo, otro enlace, asignando una merecida trascendencia a aquel paseo sin rumbo. Precisamente, la carencia de un quehacer definido, de un mandato integrado en este laberinto loco de fechas, horas, trámites en marcha, citas, tareas pendientes, burocracia, suposiciones, inquietudes, la liberación transitoria de estas cadenas constituye muy bien la finalidad ignorada de aquel poco relevante deambular. El hallazgo de este librito, su trayectoria vital, hipotética, aunque seguramente muy aproximada a los hechos, corona la experiencia con una trama. ¿Qué más le puedo pedir? En sus páginas encontraré, me digo ahora, un puente que me llevará a un estado emocional, a otro libro, e incluso, a una ciudad o pueblo, a un bosque o vagón de tren determinado, donde podré seguir escribiendo y, tal vez, sacando a algún lector, momentáneamente, de este laberinto loco de fechas, horas, burocracia…

No resulta fácil escribir un libro, bueno, malo, aburrido según quien lo lea, pero arriesgado y honesto. Cuesta menos, aunque es preciso echarle ganas, terminar un artículo de semejante catadura. «¿Para qué?», se preguntarán algunos adultos. Principalmente, para que sea leído(sorpresa). Para despertar la imaginación del lector, provocar una respuesta, detonar un atascado receptor neuronal, yo qué sé, en torno a aquello que en apariencia no fue nada, pero que supone el germen de lo que se escribe: todas aquellas impresiones que un no-escritor, atareado u ocioso, metaboliza sin mayores consecuencias, encienden y estimulan al escritor vocacional.

Me he propuesto finalizar la lectura de Primavera negra, venciendo los goterones de sudor que tal ejercicio me procure. Bien es cierto que cualquier traducción, y más si es de un texto tan arriesgado, conduce a una imperdonable merma del material, de su sonoridad, su estética. Poco importaba esto, en el caso que nos ocupa, a los comerciantes, a los diseñadores, publicistas que ilustraron semejante portada: señuelo fácil, ingenuo tal vez, para lectores equivocados. Fijaos cómo, al igual que un autor desconocido será juzgado por lo que cuenta, y uno famoso, por ser quien es, en la cubierta de sus libros, los de este último, el tamaño de las letras que forman su nombre quintuplicará al de aquellas usadas en el título. Es decir: una vez que te has hecho con una marca, amigo, la cosa cambia por completo. El ego o la humildad, la desidia o la voluntad del autor aquí no cuentan. La cosa es vender el producto-libro. Aun así, a pesar de los años, el polvo, el olvido, las traducciones, el marketing, el maltrato y el desprecio, a pesar de todas las intervenciones interesadas, la esencia de lo que este señor quiso transmitir persiste en este cúmulo de viejas páginas que me fue dado por casualidad.

Menudo premio. ¡Gracias, de confianza, a toda la gentuza que lo tuvo en sus manos y no lo quebró en dos antes de quemarlo para encender una sucia, mediocre barbacoa! Imaginad si, como consecuencia y colofón, se llega a producir un incendio, otro más, en este otro verano de mi castigada y tostada Andalucía, donde arriesgar la vida como escritor a tiempo completo no está de moda, como tampoco lo está leer a Henry Miller. ¡Oh, si supieseis lo bien que lo paso poniendo el ojo en todo lo que sucede a mi alrededor, en los hombros tatuados y las páginas amarillentas, dentro de la más estricta y salvaje realidad no mejorada!

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