Aquel país destrozado y abierto en canal tenía que sobrevivir pese al dictador y sus secuaces, de cualquier manera, pero seguir adelante al fin y al cabo, no le quedaba otra. Y así lo hizo. El precio a pagar fue ingente, con consecuencias aún visibles casi un siglo después. Aquel espeluznante Madrid de posguerra, que se moría de hambre y miseria, y pasaba los días entre miedos y fantasmas de todo tipo, es el que el escritor Ignacio Martínez de Pisón ha retratado con una asombrosa capacidad narrativa digna de los más grandes de la literatura universal. El resultado de Castillos de fuego (Seix Barral) es una novela dinámica y subyugante, donde el realismo crítico actúa como técnica acelerante para concienciar sobre lo que llegamos a hacer, de lo que fuimos y aún nos resistimos a tocar.
La ambición de esta novela no sólo se mide por el número de páginas, casi 700. ¿Estamos sin duda ante su obra más exigente?
Intento que todos mis libros lo sean. No me perdonaría a mí mismo entregar al lector una novela a medio hacer o una novela en la que no hubiera puesto lo mejor de mí mismo. Pero sí que es esta la novela mía que tiene una mayor voluntad de totalidad: contar por entero una ciudad y una época, apurar al máximo ese período tratando de no dejar nada fuera.
La crítica cataloga su trayectoria literaria equiparándolo a grandes de la literatura universal y nacional como Tolstói, Galdós, Pío Baroja… ¿Recoge el testigo gustoso o estas son palabras mayores?
Esa es la tradición principal de la novela desde hace dos siglos. Y es una tradición de la que formo parte y en la que me siento muy cómodo y bien acompañado. ¡Pero qué más quisiera yo que estar a la altura de esos nombres!
En aquel Madrid de posguerra había de todo lo malo que puede haber en una sociedad destrozada y abierta en canal por una guerra cruenta, pero ¿qué cree que era lo peor entre lo peor que se respiraba aquellos años en aquella ciudad?
El miedo, que a veces se convertía en desconfianza hacia los demás. Era aquella una España llena de chivatos y soplones en la que cualquiera, con tal de salvarse él mismo, podía acusarte de cualquier cosa. No podías fiarte de nadie.
“Era aquella una España llena de chivatos y soplones en la que cualquiera, con tal de salvarse él mismo, podía acusarte de cualquier cosa. No podías fiarte de nadie”
A comienzo de su novela, durante el cortejo funeral de José Antonio hacia Madrid, un personaje le dice a otro que “todo consiste en ser un aprovechado y un oportunista”. Por encima de cualquier integridad moral o ideológica, ¿habían sido despojados de toda su dignidad aquellos supervivientes de un país en ruinas?
Hubo realmente muchos aprovechados: gente que por haber ganado la guerra se sentía con derecho a entrar en el reparto del botín. Había incluso leyes, como la de Responsabilidades Políticas, que legitimaban esa rapiña. Los vencidos fueron despojados de los derechos más elementales. En según qué situaciones, tratar de mantener la dignidad era un lujo que no todos podían permitirse.
Aquella represión atroz emprendida por el franquismo una vez ganada la guerra lanzaba un mensaje muy claro a la ciudadanía en general, ¿no cree?
Franco estaba instaurando un régimen totalitario que era también un régimen genocida, de exterminio. Esos totalitarismos genocidas eran lo que en esos momentos parecía que la Guerra Mundial iba a imponer en toda Europa. Como en el fascismo mussoliniano, los ciudadanos solo tenían sitio dentro del sistema. Fuera de él, fuera del fascismo o del franquismo, te convertías en la hez de la sociedad. Franco estaba copiando modelos de control de la sociedad que se habían puesto en práctica en otros países europeos.
Incluso aquel país de “buenos” y “malos” que fue España durante 40 años parece que se ha prolongado hasta nuestros días en cierto modo, casi medio siglo después de muerto el dictador en la cama y en plena democracia. ¿Cuándo acabará este país con esa dicotomía aún palpable hoy en el día a día?
No creo que las situaciones sean comparables. Por mucho que subsista una división entre dos Españas enfrentadas, la consolidación de las clases medias y del propio sistema democrático hace muy difícil alcanzar los niveles de polarización de entonces. En realidad, conocer cómo eran las cosas hace ochenta años nos ayuda a ver lo que de verdad somos, unos privilegiados que hemos conocido las mejores décadas de la historia de España.
La Historia contada no llega tanto al alma del lector como cuando la literatura cuenta la Historia. Ejemplos de ello hay muchos. Y sus personajes comunes en aquellos tiempos crueles y extraordinarios son de los que nos dan la verdadera dimensión de lo que tuvo que suponer vivir en aquel ambiente irrespirable.
Es más fácil identificarse con la gente corriente que con las grandes figuras históricas. Y esa gente corriente es precisamente el territorio predilecto de la novela, por encima de los grandes nombres, de los que ya se ocupan los historiadores. También es cierto que las novelas son más accesibles para el lector medio que los sesudos tratados de Historia.
En esos escasos cinco años en los que transcurre la novela pasó de todo en el mundo, tanto que de atisbar una Europa nazi bajo el yugo de Hitler se pasó de golpe a soñar con una España liberada por los aliados demócratas. Tanta zozobra y tantos vaivenes debieron tener una clara repercusión en la población en general…
Todo lo que pasaba más allá de los Pirineos tenía su traducción en los equilibrios internos de la política española y, consecuentemente, en la vida de los españoles. De los iniciales entusiasmos por Hitler se pasó a la necesidad de congraciarse con las potencias vencedoras. Y es verdad que el final de la Guerra Mundial podría haber cambiado el destino de España. Si los aliados hubieran querido completar el trabajo hecho en Italia, Alemania y la Francia ocupada, tendríamos democracia en España desde 1945. En vez de eso, lo que Franco consiguió gracias a su belicoso anticomunismo fue asegurarse tres décadas más de supervivencia política, treinta años más de dictadura.
Ha logrado un equilibrio difícil de conseguir en la trama al ensartar personajes totalmente ficticios con otros reales, e incluso algunos ficticios con claros paralelismos con personajes históricos. ¿Es su manera de ser fiel a un arduo trabajo de documentación para ser lo más coherente posible con los hechos constatados de la Historia?
He intentado que los personajes, al mismo tiempo que eran de carne y hueso, representaran al conjunto de la sociedad de la época. Los “cameos” de gente como Dionisio Ridruejo, José Luis Arrese, Heriberto Quiñones, etc., eran necesarios para contar la lucha de los comunistas y las intrigas internas del régimen, pero es verdad que también aspiro a que su presencia aporte una sensación más intensa de verdad histórica.
¿Se puede resumir que aquella España que salió de la guerra civil era una España “alienada” en el pleno sentido de la palabra?
Era una España ocupada por fuera y por dentro: por un ejército de ocupación que había tomado posesión del territorio y por un sistema totalitario que controlaba la vida privada de los ciudadanos y se había instalado en el corazón mismo de las personas.