Avanzan los Juegos Olímpicos de París en medio de las duras críticas a la organización. Y es que, aunque aún faltan varios días para la clausura, ya tenemos datos suficientes como para concluir que los responsables del evento no han estado a la altura y que incluso están quedando bastante peor que, por ejemplo, los organizadores de Barcelona 92, nuestra Olimpíada que todavía hoy se pone como modelo de gestión de lo que deben ser unos juegos.
La cosa empezó mal, ya que, aunque es cierto que la ceremonia inaugural resultó grandiosa con ese momento estelar para la historia en el que la diva Celine Dion (reencarnación de Édith Piaf) conmovió al mundo como un ángel lloroso levitando sobre la Torre Eiffel, sobró aquella irreverencia de sentar a un grupo de drag queens alrededor de una mesa, escenificando un chiste fácil sobre La última cena, el famoso cuadro de Leonardo Da Vinci. La boutade o modernez se le fue de las manos a los siempre peligrosos creativos y hasta el Vaticano tuvo que salir al paso para “deplorar la ofensa” contra los cristianos. ¿Era necesario provocar al mundo ultra? A fin de cuentas, unas Olimpíadas se organizan para unir a los habitantes del planeta con independencia de su credo o religión, no para enfrentarlos todavía más. Ya puestos, ¿por qué no disfrazar al ayatolá Jamenei de la Pantoja de Puerto Rico, dando argumentos al gran choque de civilizaciones entre Oriente y Occidente del que nos advirtió Huntington? Francia siempre ha sido avanzadilla de la vanguardia y de la defensa de los derechos humanos, de la libertad en todas sus expresiones artísticas. La sátira debe estar siempre presente como parte irrenunciable de la cultura occidental, pero es evidente que ni era el momento, ni era el lugar. Para la denuncia política y social ya está el cine de autor francés, siempre tan eficaz.
Pero los desaguisados no quedaron en ese momento errático, sino que se han ido sucediendo a medida que avanzaban los juegos. Hace unas horas, Simone Biles se caía de la barra de equilibrio y fallaba en la pista, según ella, a causa del ruido excesivo que se registra a diario en el pabellón. Al final, la niña diosa de la gimnasia se quedó sin oro en ambas disciplinas. “Es el aparato más estresante [la barra de equilibrio]. Solemos tener música de fondo, y lo hacemos mejor así porque es como estar entrenando”, explicó. Y a renglón seguido, furiosa, arremetió contra los organizadores: “Aquí podías escuchar hasta los clics de las cámaras de fotos y los tonos de llamada al móvil. Tratas de mantenerte en tu zona, pero te animan y los susurros son más fuertes. Deberían callarse, son muy ruidosos. Fue raro e incómodo”, añadió. Biles aseguró que la organización no hizo ni caso a sus quejas. “Pedimos tener música, pero no. Ninguna de nosotras la disfrutó”. Otro fiasco organizativo a la vista.
Es sabido que los parisinos tienen fama de ruidosos, pero que la reina de los juegos se nos venga abajo del trono del Olimpo por unos cotillas mal educados que no saben comportarse quedará para la historia de la infamia. Alguien tendría que tomar buena nota de cara al futuro. Los teléfonos móviles deberían quedar fuera de las gradas, deslumbran y desconcentran a los atletas, induciéndoles a cometer errores de principiante. Pero vivimos en la era del selfi y a nadie le importa que una deportista de época que lleva cuatro años sudando sangre para consumar el triple mortal perfecto termine rodando por los suelos porque unos idiotas de la posmodernidad cibernética no saben respetar su trabajo. En cuanto a la cháchara del público y performances varias en las gradas como disfrazarse de payaso, de torero o de Estatua de la Libertad con rizos rubios, ese carnaval debería prohibirse también. El espectáculo está dentro de la pista, no fuera. A la cancha se va a ver a las grandes estrellas, no a hacer el tonto.
El drama de Biles viene a sumarse a otro escándalo, este todavía más grave: el de los participantes que han contraído enfermedades después de que les obliguen a nadar en el Sena más contaminado de la historia. Claire Michel, triatleta de Bélgica, y otros, han terminado en el hospital por tragar agua sucia con la bacteria escherichia coli y todo porque a un lumbreras de la horterez se le ocurrió zambullir a los olímpicos en un río que ya no es el romántico y cristalino caudal al que cantó Baudelaire, ni el edénico parnaso simbolista, sino una charca infecta llena de mosquitos y parásitos. ¿A nadie en la organización se le ocurrió un escenario más peligroso? ¿A nadie en el gabinete de propaganda de Macron se le pasó por la cabeza que bañar a los nadadores en el Sena era tanto como condenarlos a las flores del mal de la dolorosa cagalera? Pues por lo visto no.
Todo ello por no entrar a valorar cómo está siendo la realización televisiva de las diferentes pruebas y competiciones. Produce estupor comprobar cómo en pleno siglo XXI, con la tecnología digital ya consolidada y la inteligencia artificial a los mandos de las diferentes retransmisiones para que todo salga perfecto, los cortes de emisión y fallos de los cámaras están siendo constantes y diarios. Es el caso del waterpolo, un deporte donde España apunta a medalla en ambas categorías, mujeres y hombres. Así, mientras Maica García hacía el sexto gol para derrotar a Estados Unidos en un partido histórico, el espectador se lo perdió porque el cámara estaba en Babia. Afloraba la chapuza y la incompetencia de unos técnicos que no habían visto un solo partido en toda su vida. Una pifia que provocó la amarga y comprensible queja del exinternacional español y actual comentarista en RTVE Dani Ballart: “¡El realizador no es malo no, es lo siguiente!”.
Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor y estos días de olimpismo en vena se está demostrando. A menudo suele decirse que la edad digital es mejor que los tiempos analógicos. No necesariamente. Donde no llega la tecnología llega la imaginación. Entre Barcelona 92 y París 2024 han pasado 32 años, más de tres décadas en las que supuestamente el ser humano debería haber mejorado en su capacidad organizativa e innovadora. Pero por lo visto hemos ido a peor y en una vibrante semifinal de fútbol entre España y Marruecos los jugadores no solo han tenido que regatear a los contrarios, sino a las bandadas de palomas que pululaban por el Vélodrome de Marsella. Muy típico y bucólico lo de los pajaritos por la campiña francesa, pero poco profesional.
La gesta épica de nuestro Rebollo clavando la flecha de fuego en el pebetero con la llama olímpica (un truco óptico, un fraude al público si se quiere, algo tan español pero que aún se recuerda con nostalgia y agrado como la hazaña más real), aún no ha sido superada. Como tampoco se ha mejorado el fiestón de rumbas con LosManolos, ni aquel dueto maravilloso, la enorme Caballé con el añorado Freddie Mercury. Lamentablemente, en este caso no podemos decir aquello de “siempre nos quedará París”, sino más bien “siempre nos quedará Barcelona”.