El BCE predica independencia, pero calla ante la desigualdad estructural

Christine Lagarde ensalza el papel de la inmigración en la recuperación económica de la eurozona, al tiempo que defiende el blindaje tecnocrático del Banco Central Europeo frente a cualquier control político

25 de Agosto de 2025
Actualizado a la 13:16h
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El BCE predica independencia, pero calla ante la desigualdad estructural

Desde Jackson Hole, la presidenta del BCE reivindica la autonomía de los bancos centrales y el valor de la mano de obra extranjera como motor del crecimiento laboral en Europa. Sin embargo, su discurso evita abordar las tensiones sociales, la precariedad y las contradicciones democráticas que subyacen al modelo económico que protege. Un mensaje con trampa, en un momento donde la legitimidad del poder económico no elegido está en cuestión.

Un alegato de independencia sospechoso

Christine Lagarde ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: vestirse de neutralidad institucional mientras defiende una arquitectura económica profundamente ideológica. Durante su intervención en el simposio de Jackson Hole, la presidenta del BCE aprovechó para glosar las virtudes del crecimiento económico post-pandemia en la eurozona, apuntando que sin la inmigración, países como Alemania y España no habrían logrado sostener sus niveles de PIB.

Según sus palabras, los trabajadores extranjeros contribuyeron a la mitad del crecimiento del empleo europeo en los últimos tres años, y fueron clave para que la subida de tipos de interés —una receta ortodoxa contra la inflación— no terminara destruyendo empleo como anticipaban los manuales económicos tradicionales.

Pero en esa celebración hay una omisión significativa: la calidad del empleo generado, el aumento de la desigualdad y la precarización estructural que siguen afectando —de forma especialmente cruel— a esos mismos colectivos migrantes. Lagarde habla de crecimiento agregado, pero calla sobre la redistribución de ese crecimiento. Habla de resistencia del mercado laboral, pero no menciona la erosión del poder adquisitivo de los salarios, ni los límites reales que millones de trabajadores enfrentan para llegar a fin de mes.

Y es que el tecnocratismo del BCE ha convertido la macroeconomía en un asunto blindado al debate público, donde los ciudadanos pueden votar gobiernos, pero no las políticas monetarias que rigen su día a día. Por eso, cuando Lagarde afirma que “la independencia de cualquier banco central tiene una importancia crucial”, lo que está haciendo en realidad es recordar que el poder económico no se toca, ni se discute, ni se somete a control democrático.

Cuando lo técnico se vuelve ideológico

En un tono diplomático pero inequívoco, la presidenta del BCE también respondió indirectamente al clima político en Estados Unidos, donde Donald Trump ha intensificado sus presiones sobre la Reserva Federal. Lagarde defendió el modelo europeo, al tiempo que advirtió que la independencia de los bancos centrales es vital para evitar la “disrupción e inestabilidad”.

Pero, ¿acaso no vivimos ya en una disrupción permanente? ¿No es el BCE uno de los arquitectos de una Europa cada vez más desigual, donde las políticas de ajuste, las condiciones a los fondos y las prioridades de inversión han sido determinadas por burócratas no electos con sede en Fráncfort?

El discurso sobre la independencia esconde una resistencia feroz al control ciudadano, al escrutinio parlamentario, a la posibilidad de que la economía esté al servicio de un proyecto colectivo y no al dictado de los mercados financieros. Y mientras tanto, se reivindica una pretendida neutralidad que no es otra cosa que una cobertura ideológica para seguir aplicando el mismo recetario neoliberal de siempre.

Lagarde también habló de cambio climático, aunque solo en términos de riesgo financiero. Y mencionó los fondos rusos congelados, sin comprometerse a nada. En definitiva, una agenda cuidadosamente medida para no incomodar a los grandes actores del capital, mientras se disfraza de sensibilidad social y conciencia ecológica.

Christine Lagarde no comparece como una voz técnica, sino como una dirigente política con un programa claro: sostener el statu quo de una Europa mercantilizada, con una democracia limitada al perímetro de lo que no incomoda a los mercados. Aplaude la aportación de los migrantes, pero omite los derechos que se les niegan. Defiende la estabilidad monetaria, pero olvida las vidas inestables que deja tras de sí. Reivindica la independencia del BCE, pero lo hace precisamente porque sabe que la verdadera independencia —la de los pueblos— puede poner en cuestión su poder.

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