El tarifón de la luz ha congelado los bolsillos de los españoles. Justo cuando cae la nevada del siglo, el precio por megavatio hora alcanza precios históricos, batiendo todos los récords, y las grandes compañías energéticas hacen caja a costa del sufrimiento de aquellos que no pueden soportar semejante atropello. Al drama de la pandemia y los efectos devastadores de la colérica Filomena en todo el país se une ahora la desfachatez del gran lobby hidroeléctrico, una auténtica mafia que se comporta como un clan de pistoleros del Far West dispuesto a saquear los pocos ahorros que le quedan al pueblo llano. Y, un año más, la pobreza energética, ese maldito concepto, hace mella en las capas más humildes de la población: jubilados y pensionistas, dependientes, parados, familias con escasos recursos que atraviesan por una penosa situación a causa de la crisis provocada por el coronavirus y que se ven obligadas a apagar la estufa, a envolverse en una manta de cuadros y a sobrevivir en un infierno helado.
¿Pero qué está pasando para que cada vez que le damos al interruptor de la luz la soga se estreche un poco más alrededor de nuestros cuellos? ¿Cuáles son los factores técnicos, sociales y políticos que nos han conducido a esta situación ante la pasividad de la Administración? Para entender el problema, primero tenemos que deconstruir la factura de la luz. Ahí está el meollo de la cuestión. Alrededor del 35 por ciento de lo que cobran las eléctricas corresponde a los gastos del mercado libre, es decir, el precio que las empresas tienen que pagar en el comercio mayorista por la electricidad. Nos movemos en una economía capitalista, de modo que esto es la ley del más fuerte, oferta y demanda, o como dijo aquel: es el mercado amigo. Entendido que el negocio funciona así, sigamos desglosando la temida “dolorosa” que nos llega cada mes de forma inexorable. Otro 25 por ciento del recibo corresponde a los impuestos que el consumidor debe pagar, que no son pocos y que por supuesto gravan más fuertemente a las rentas más bajas, que proporcionalmente disponen de menos recursos para hacer frente al coste de la luz. El Gobierno podría reducir el IVA, aliviando la carga a los ciudadanos, pero no está por la labor después de que la ministra portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, haya dicho que esa medida no está en la línea “con lo que se marca desde Europa”. Acabáramos. Finalmente, el 40 por ciento restante de la factura es lo que abonamos por los “costes regulados”, es decir gastos como el transporte, la distribución, los incentivos a las renovables o la amortización del déficit de tarifa. Más retórica para engordar el abuso.
Sin duda, la parte que más daño nos está haciendo y que provoca que se dispare la factura, o sea el tarifazo, es la correspondiente al libre mercado. Como el precio que cobran las empresas productoras de energía se ha encarecido notablemente y ha repercutido en las distribuidoras, al final quien paga el pato es el consumidor. El mercado no tiene alma ni humanidad, y vaya usted a contarle a los gerifaltes de una multinacional francesa o americana que un señor vestido con el mono azul de operario se ha presentado en nuestra casa a primera hora de la mañana para darle el tirón al cable de marras, cortándonos el suministro y ejecutando a toda una familia mediante el procedimiento de la horca energética. La implacable ley del mercado internacional y sus estertores y convulsiones bursátiles nos afectan en nuestra vida cotidiana mayormente porque la ola de frío está afectando a Europa y países del hemisferio norte (entre ellos España) y la demanda de gas se ha disparado. A mayor demanda, mayor precio y los buques “metaneros” hacen el agosto en enero. Si a esto añadimos que el 50 por ciento del gas que consume nuestro país procede de Argelia y que a mediados de la semana pasada este país nos recortó el suministro por un problema en una de sus plantas del que no se conocen más detalles, entenderemos por qué el precio de la energía en el mercado español es todavía más disparatado. Solo un ejemplo: si el gas holandés está sobre los 20 euros, en España hemos llegado a sobrepasar los 51 euros por megavatio-hora. Una auténtica barbaridad.
La tormenta perfecta viene a completarse con otros dos factores. El primero es que cuanto más frío hace más consumimos (de nuevo la ley fatal de a mayor demanda mayor precio) y el segundo es que los derechos o tasas por emisión de CO2 encarecen la factura. Luchar contra el cambio climático es necesario, esencial, pero también caro, y las empresas productoras que aún se abastecen de combustibles fósiles pagan impuestos en función de las emisiones generadas, otro factor que recae sobre el eslabón más débil, o sea el sufrido lector de esta columna.
Ante este panorama solo nos queda rezar o instar a nuestro Gobierno a que intervenga cuanto antes, lo cual no será fácil, ya que cada vez que un Consejo de Ministros ha tratado de regular el zoco de ladrones se ha topado con los poderes fácticos de siempre: la fuerza de las grandes multinacionales, la patronal, la banca y las derechas políticas reaccionarias que torpedean cualquier intervencionismo estatal bajo el argumento de que ya vienen los comunistas a destruir la sagrada economía de libre mercado. De modo que estamos en manos de los piratas del Caribe energético y poco o nada podemos hacer, más que quejarnos cuando recibimos el temido facturón.
Lo peor de todo es que el problema, lejos de unir a las izquierdas frente al gansterismo ultraliberal, está fracturando aún más al Gobierno rojo (cada vez más anaranjado) después de que Unidas Podemos haya exigido a su socio de coalición, el PSOE, que impulse ya la reforma del actual mercado eléctrico, una mala herencia de José María Aznar donde los precios finales de la electricidad tienen más que ver con la especulación pura y dura que con los costes reales en la generación de la energía. Para competir contra ese oligopolio siniestro, contra esos bandidos que se llenan las alforjas con nuestro dinero, habría que crear una empresa nacional o recuperar para lo público fábricas como Endesa, hoy malvendida al capital extranjero (actualmente es propiedad en un 70 por ciento de la eléctrica italiana Enel, cuyo principal accionista es a su vez el Estado italiano e inversores privados). O sea, una nacionalización del sector aunque sea parcial. Solo así garantizaríamos competencia a la baja, un suministro mínimo a toda la población y el final de los abusos y la vergüenza de la “pobreza energética”. Ahora a ver quién es el guapo que le pone ese cascabel al gato antes de que el trumpista Abascal dé un golpe de Estado para derrocar a esos bolcheviques que sueñan con la igualdad energética.