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Gaza: Colonialismo en el siglo XXI

Boaventura de Sousa Santos
Boaventura de Sousa Santos
Sociólogo. Profesor catedrático jubilado de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.)
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análisis

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Traducción de Bryan Vargas Reyes

Hoy en día es casi consensuado en las ciencias sociales que el colonialismo no terminó con la independencia política de las colonias europeas que tuvo lugar entre principios del siglo XIX y finales del siglo XX. El colonialismo continuó en muchas otras formas, ya que la independencia política (soberanía) estaba muy condicionada por las dependencias económicas y financieras, los contratos desiguales, los privilegios otorgados a las empresas de las antiguas potencias colonizadoras, la expulsión de campesinos para dar paso a megaproyectos de desarrollo, además de la continuidad de las relaciones sociales basadas en el principio colonial de la inferioridad étnico-racial del otro, de las cuales el colonialismo interno y el racismo son las expresiones más obvias.


La inferiorización y demonización del otro a través del racismo es una constante de la civilización occidental (tal vez de otras), como lo fueron durante siglos el antisemitismo y el antigitanismo, y como lo es hoy la islamofobia. Pero incluso el colonialismo histórico no ha desaparecido del todo. Los dos casos más cercanos a Europa son el pueblo saharaui, sometido al colonialismo de Marruecos, y el pueblo palestino, sometido al colonialismo de Israel. Me centro en esto último debido a la forma extrema de limpieza étnica que está tomando.


La gran mayoría de los israelíes experimentan con naturalidad el apartheid de la sociedad en la que viven. En los meses previos al 7 de octubre, hubo una gran agitación política en Israel causada por la reforma judicial propuesta por Netanyahu, que muchos israelíes vieron como un ataque brutal a la democracia. Lo que estaba en juego era «el futuro de Israel», una decisión existencial entre un Estado laico y democrático o un Estado teocrático y autoritario sin separación de poderes. En medio de tanta agitación política, ninguna de las partes, independientemente de su posición política, hizo referencia alguna a los palestinos, a la situación en Cisjordania o en la Franja de Gaza. Y si alguno de los manifestantes lo hacía, era retirado inmediatamente. En el mismo período, muchos palestinos que viven en Israel y, son, por lo tanto, ciudadanos israelíes, fueron constantemente blanco de bandas de delincuentes que los golpearon y robaron con impunidad. Por otro lado, los palestinos morían todos los días en ambas zonas, y la arbitrariedad contra ellos forman parte de la vida cotidiana. Nada de esto entró en la agenda política de los demócratas israelíes que luchan contra el autoritarismo fascista de Netanyahu. Es decir, la ocupación de Palestina no era un problema político; el sometimiento de los palestinos era un hecho, y ni siquiera era un tema para los programas de los partidos en tiempos electorales. Lo mismo ocurría en la época del colonialismo, el histórico, cuando los esclavos o los colonizados, en general, no se daban a conocer por su resistencia activa.

Esta ausencia es la clave de todo lo que ha estado sucediendo, no desde el 7 de octubre de 2023, sino desde el 9 de noviembre de 1917, cuando el Imperio Británico prometió a los judíos un hogar nacional en Palestina, donde ya vivía una pequeña minoría de judíos. Se reconocieron los derechos de la gran mayoría de los palestinos árabes y cristianos, pero desde el inicio se les negaron los principios «universales» que Estados Unidos proponía al final de la Primera Guerra Mundial: el derecho a la autodeterminación y el derecho a la democracia. Obviamente, estos derechos estaban siendo negados en todo el mundo colonial, básicamente por las mismas razones. Si hubiera autodeterminación y elecciones, el colonialismo terminaría inmediatamente. Treinta años después, la situación se repite y se agrava.

En el mismo año en que se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), los nuevos derechos universales volvieron a ser negados a Palestina y a todo el mundo colonizado. Lo que es aún más grave es el hecho de que en ese año se cometieron los dos ataques más graves (además de los que ya existían) contra estos principios. Se institucionaliza el sistema del Apartheid en Sudáfrica y se crea el Estado de Israel, que promete reconocer a Alemania Occidental como un país civilizado (después de las atrocidades nazis) si podía conquistar la mayor cantidad de territorio palestino posible. Entonces comenzó la Nakba, la gran catástrofe del pueblo palestino, su expulsión masiva del territorio que había habitado durante más de 2000 años: 750.000 palestinos expulsados de sus hogares, 530 aldeas arrasadas hasta los cimientos, desiertos creados donde antes había jardines, miles de muertos. De esta manera, se consolidó el carácter
colonial del Estado de Israel:
ocupar la mayor cantidad de territorio posible y desalojar a los «extraños». Y así es como Israel se ha comportado hasta el día de hoy, no sólo desobedeciendo las resoluciones de la ONU sobre los dos Estados, sino finalmente declarándose a sí mismo como un Estado judío, donde solo hay ciudadanía plena para los judíos.

Palestina es, por lo tanto, una de las situaciones restantes del colonialismo histórico. La guerra que se está librando es, por parte de los israelíes, una guerra colonial, y por parte de los palestinos, una guerra de liberación anticolonial. Más que ningún otro país europeo, los portugueses deberían entenderlo bien, ya que hace sólo cincuenta años vivían la misma situación. En una guerra, los actos terroristas se cometen siempre que la población civil es atacada intencionadamente, ya sea por combatientes anticoloniales o por Estados (en este último caso hablamos de terrorismo de Estado). Este fue el caso en la guerra de Argelia, en las guerras de Guinea-Bissau, Angola y Mozambique. Hace sólo cincuenta años, en 1973, Amílcar Cabral (Guinea-Bissau y Islas de Cabo Verde) (hasta su muerte), Agostinho Neto (Angola), Jonas Savimbi (Angola), Holden Roberto (Angola) y Samora Machel (Mozambique) eran terroristas, y así abundantemente retratados en la prensa portuguesa. Un año después, eran héroes de la liberación anticolonial, y como tales celebrados en sus países y en Portugal. ¿Por qué no hay héroes de la liberación de Palestina y solo hay terroristas? Porque el colonialismo sigue subyugando a Palestina.

La transformación de los terroristas en héroes no suele ser tan rápida como la del colonialismo portugués. Baste recordar el caso de Nelson Mandela quien, a pesar de que el apartheid terminó en 1994 y en esa fecha fue elegido presidente de la república de Sudáfrica, solo fue eliminado de la lista de terroristas de Estados Unidos en… 2008.
Entendiendo la situación en Palestina como una situación colonial, es comprensible de esta manera porque hay un doble rasero en la evaluación de los actos de guerra. El Norte global está formado por los países colonizadores europeos y sus colonias que fueron totalmente dominados por la supremacía de los colonos blancos (EE.UU., Canadá, Australia y Nueva Zelanda). Su memoria histórica es colonialista, de ocupación territorial y exterminio de quienes se le oponen. Lo que Israel está haciendo es lo que Estados Unidos ha hecho. Los europeos rechazados (puritanos o criminales) fueron a ocupar territorios fuera de Europa y, una vez allí, limpiaron étnicamente a quienes se oponían a su ocupación. En este contexto, es comprensible (pero no perdonable) que el Norte global imagine al Estado de Israel actuando en defensa propia. Así es como el Norte global devastó a las poblaciones nativas. Al apoyar a Israel, el Norte global está legitimando su historia.


El relativo anacronismo del colonialismo histórico de Israel hace que la línea abisal sea particularmente chocante, ya que hace distinciones aparentemente absurdas sobre un magma global e inerte de escombros y cadáveres inocentes, muchos de ellos niños. Ya hemos visto que la legítima defensa nunca se justifica contra personas inocentes, poblaciones civiles, especialmente niños, y menos aún cuando se ejerce como castigo colectivo indiscriminado en su violencia asesina. Nada impide que se active la línea abisal, distinguiendo la violencia buena de la mala, distinguiendo la muerte de los que mueren de la muerte de los asesinados. De este lado de la línea abisal, hablamos de «nosotros», mientras que, del otro lado, hablamos de «ellos». Por un lado, los plenamente humanos, por el otro, los subhumanos.

Es por eso por lo que a los jóvenes israelíes que fueron salvajemente asesinados mientras asistían a la rave del Universo Paralelo no les pareció raro que estuvieran celebrando «amor y armonía» a dos kilómetros de la red que delimita la prisión al aire libre más grande del mundo donde están secuestradas más de dos millones de personas. Ni siquiera los miembros de uno de los kibutzim que fueron atacados sabían que quienes los atacaron eran jóvenes de la tercera generación de palestinos que vivían en la aldea que fue robada a sus antepasados (una de las 530 aldeas) y destruida para construir ese kibutz.

La línea abisal no nos permite ver dos brutalidades, dos terrores, aunque la sangre derramada sea del mismo color. Ahí radica la ceguera estructural de los vencedores de la historia. Para ellos, siempre será demasiado tarde para ver lo que está a la vista. El único consuelo para los palestinos es saber que todo colonialismo está llegando a su fin. Su tragedia es que el fin del colonialismo siempre depende de las alianzas internacionales, y éstas se han retrasado en su caso. Los palestinos son árabes que han sido separados del mundo árabe. Al aceptar la solución final contra los palestinos como un golpe colonial menor, el mundo árabe se está cortando la carne a sí mismo. Si la tragedia del pueblo palestino no forma parte del problema árabe, no habrá solución a muchos otros problemas a los que se enfrenta el mundo árabe.

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