Elon Musk: ¿hombre o marciano?

El consejero de Donald Trump ha fabricado un personaje de sí mismo propio de novela de ciencia ficción o cómic

31 de Marzo de 2025
Actualizado a las 11:55h
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Elon Musk con la motosierra de Javier Milei.
Elon Musk con la motosierra de Javier Milei.

Durante años, Elon Musk donó fondos (alrededor de 800.000 dólares) a las campañas de los dos grandes partidos norteamericanos, el demócrata y el republicano. Queda demostrado que su auténtica ideología es el dinero. Su primera aportación fueron 2.000 dólares a la campaña de reelección de George W. Bush; más adelante, 100.000 para la de Barack Obama; y 5.000 al senador republicano por Florida Marco Rubio. Todo lo que ha tocado Musk en el mundo de la política ha terminado por despedir un fuerte olor a corrupción, como cuando SpaceX contrató al anterior líder republicano en el Senado Trent Lott para representar a la compañía en diferentes proyectos. Representantes del pueblo a sueldo y en nómina del potentado más rico del planeta.

Aquellas prácticas, que no tenían otro fin más que el de estar a buenas con el poder, fuese cual fuese su color político, le granjearon algunos problemas. Así, informes sobre las cuentas del Gobierno federal revelan que, desde 2002, la empresa aeroespacial de Musk gastó más de 4 millones de dólares en transferencias a grupos de presión del Congreso de Estados Unidos. Prebendas cósmicas que nunca han sido investigadas. Por si fuera poco, el dueño de Tesla ha sido acusado de una presunta estafa piramidal en el caso de las criptomonedas Dogecoin. Al parecer, infló artificialmente el precio de la divisa y más tarde permitió que su valor se desplomara, causando graves pérdidas a los inversores. Otro escándalo para su currículum, como el que le persigue tras ser implicado en un litigio por acoso y represalias contra trabajadoras de SpaceX.

Poco queda ya de aquel hombre que una vez llegó a definirse a sí mismo como políticamente ecléctico, moderado, partidario de la renta básica universal y defensor de la democracia real y participativa. “Estoy en algún lugar del medio, progresista en lo social y conservador en lo fiscal. Realmente soy un socialista. El socialismo verdadero busca el mayor bien para todos” aseguró Musk. En aquellos tiempos, aún pensaba que Trump no era “el tipo adecuado” para gobernar la nación más poderosa de la Tierra. “Parece que su carácter no refleja bien a Estados Unidos”, declaró sobre quien hoy es su jefe. Incluso, en 2017, protestó contra la decisión de la primera Administración Trump de sacar al país de los acuerdos de París sobre calentamiento global: “El cambio climático es real. Abandonar no es bueno para nosotros ni para el mundo”. Obviamente, aún no se había dejado comprar por “el ogro naranja” o “gorila macho alfa”, tal como ha definido al presidente estadounidense el eurodiputado del PP Esteban González Pons. Hoy Elon es el consultor o consejero favorito de la Casa Blanca y simpatiza con el partido neonazi alemán, aunque él lo haya negado públicamente.

En el aspecto religioso, nadie sabe muy bien dónde se sitúa EM. Podría pensarse que para asociarse con tipos como Trump hay que ser un creacionista convencido de que todo, el universo, la vida y el ser humano, fue diseñado por un plan divino. Por Dios. No es así. Musk ha sabido moverse en el espinoso terreno religioso sin caer en fábulas bíblicas y sin declararse abiertamente ateo, lo que hubiese sido contraproducente cuando se trabaja para un fanático religioso como el presidente americano, que cree tener una misión divina o mesiánica que cumplir. Así que ha sido hábil a la hora de construirse una religión personal con alienígenas y robots en lugar de dioses y espíritus muy del gusto de los tiempos ultratecnológicos que vivimos. “Puede haber argumentos a favor de que estemos dentro de una simulación virtual. Como cuando estás jugando un juego de aventuras y ves las estrellas en el fondo, pero no puedes llegar allí. Si no es una simulación, entonces quizá estemos dentro de un laboratorio y hay alguna civilización extraterrestre que, por curiosidad, está viendo cómo nos desarrollamos, como el moho en una placa de Petri”. 

De modo que para Elon todos podemos formar parte de un programa informático o algo mucho peor: somos cobayas que están siendo analizadas y vigiladas por seres con una inteligencia artificial superior. Toda esta paranoia propia de una mala serie de Netflix le lleva a negar la realidad tal como la conocemos, lo que explicaría su negacionismo radical de tantas cosas. Así, compadrea con quienes se ríen del cambio climático; niega la memoria histórica (“olviden la culpa del nazismo”, ha dicho a los alemanes); y negaría la esfericidad de la Tierra, como un terraplanista más, de no ser porque ha sido uno de los pocos privilegiados que ha podido contemplar esa azulada redondez planetaria con sus propios ojos y desde el espacio. Donde sí se revela como un ultraconservador de manual es en asuntos de reproducción y familia. Tiene doce hijos, una opción personal con la que, según él, trata de evitar el brusco descenso de la natalidad y la pérdida de población, grandes amenazas para nuestra civilización. Conmovedor ese altruismo reproductivo en beneficio de la tribu propio de un hombre de la prehistoria.

Hoy día, Elon Musk ha dejado de ser un simple empresario para convertirse en celebrity, influencer o icono pop. Ha aparecido en series como Los Simpson y The Big Bang Theory, en la película ¿Por qué él? (protagonizada por James Franco y Bryan Cranston), en South Park y en innumerables programas de televisión. Incluso ha compuesto ripios musicales con un rap de producción propia. Pero por encima de todo sigue siendo uno de esos niñatos inmaduros, irreverentes y malcriados de Silicon Valley, un cachondo mental que se permite incluir huevos de Pascua (funciones sorpresa a modo de broma) en los programas informáticos de sus vehículos Tesla. Cada cosa que fabrica es un homenaje a su mundo de cómic, cada creación lleva el sello de la cultura pop de la que ha bebido, cada vez que sale a escena en un acto público monta el espectáculo, bien bailando en plan egipcio, bien arrojando la americana al aire o poniendo una de esas caras tan suyas: morritos apretados y frívolos, pestañeando y mirando fijamente a cámara mientras apunta con el dedo índice al público. Bien pensado, puede que no sea más que otro showman aterrizado en la política para seguir forrándose.

Pero quizá lo más interesante sea tratar de entrar en la mente del hombre que se ha propuesto convertir a los humanos en una especie interestelar. ¿Es solo un iluminado que juega a ser Dios con sus chips prodigiosos y sus cables retorcidos? ¿Es un ser maquiavélico y sin escrúpulos capaz de todo para conservar su fortuna inmensa? Según Walter Isaacson, su biógrafo, “Elon tiene múltiples personalidades. A veces es divertido, a veces entra en modo demonio”. En cuanto a lo de estar poseído por entidades malignas no lo dice solo su hagiógrafo de cabecera. El propio Musk ha confesado públicamente, en alguna que otra entrevista, que tiene esos “demonios” en la cabeza desde que pensó en quitarse la vida con 12 años.

Recientemente se ha sabido que sufre el Síndrome de Asperger, un trastorno que padece desde la infancia. ¿Ha sido ese problema mental el que lo ha convertido en un genio, tal como dicen sus admiradores tratando de compararlo con el Einstein de nuestro tiempo? No necesariamente, hay personas con síndromes del espectro autista que son superdotadas y otras que no lo son. Lo que sí parece confirmado es que Musk no soporta que no se le dé la razón y que bien podría encajar en el perfil de ciclotímico, ya que tan pronto se muestra eufórico como cae en depresión, en sentimientos negativos de crisis existencialista, quizá por influjo de sus lecturas juveniles de libros de filosofía alemana (se dice que leía a Schopenhauer además de a Nietzsche). “¿Todo es inútil? ¿Por qué no simplemente suicidarse? ¿Por qué existir?”, le preguntó a un entrevistador que le interrogó sobre su niñez. En cualquier caso, que alguien con semejante “tormenta salvaje” bullendo en su interior (una expresión literal dicha por él mismo) esté al mando del futuro de la civilización no resulta precisamente tranquilizador. Si no se quiere a sí mismo, ¿cómo va a querer al ser humano al que piensa catapultar a los confines del universo? “Miren, sé que a veces digo o posteo cosas extrañas en Internet, pero así es simplemente cómo funciona mi cerebro. A quien se haya sentido ofendido, solo quiero decirle que reinventé los automóviles eléctricos y estoy enviando gente a Marte en un cohete. ¿Pensaban que iba a ser un tipo normal y relajado?”, bromeó en un monólogo del popular programa Saturday Night Live.

Según sus detractores más corrosivos, Elon Musk no es humano, sino un androide, un ente fabricado por alguna de sus múltiples empresas o starups. Y sustentan esa tesis en el aspecto algo plastificado de su cara. Sin duda, estamos ante una exageración o caricatura del personaje amado y odiado a partes iguales. Lo normal es que su rostro sea así porque ya no es ningún chaval –ha superado el medio siglo, la vejez se ceba con el rico como con cualquier otro mortal– y también, quizá, por el abuso del bótox. Ya se sabe que la última moda entre los millonarios de Estados Unidos es el antiaging. Los Musk, Bezos, Page y muchos otros se han lanzado a una disparatada carrera para invertir en la búsqueda del elixir de la eterna juventud. Y no escatiman en gastos. Cada vez son más las grandes fortunas que financian proyectos científicos para alargar la vida en un intento infructuoso por apropiarse del tiempo, lo único que no puede comprar un hombre acaudalado. Entre los oligarcas de hoy cunde el miedo a la muerte y darían todo su dineral a aquel médico o biólogo que les entregara el secreto de la inmortalidad. Y aquí la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿para qué quieren ser eternos, para seguir amasando montañas de dólares mientras millones de personas hambrientas sufren porque no tienen nada que llevarse a la boca? Qué inmortalidad tan aburrida como indecente.

La “tecnocasta” terminará con este planeta más pronto que tarde. Trump dará la orden y Musk apretará el botón como un buen chico que obedece la voz de su amo. Lo último que leerá nuestra especie, al final de su convulsa aventura desde las pinturas rupestres hasta los hologramas láser, será uno de sus estúpidos tuits en X. Pero para cuando llegue el Apocalipsis, la élite de este ciberfascismo posmoderno que nos ha tocado vivir ya tendrá preparada una nave espacial, un arca secreta exclusiva para los cuatro ricos que gobiernan este enloquecido mundo, como dice Yolanda Díaz alertando del plan B de las clases dominantes. En No mires arriba, la divertida y demoledora película de Adam McKay sobre las negligencias de los políticos y millonarios que niegan la existencia de un meteorito a punto de chocar contra la Tierra –metáfora perfecta de los negacionistas del cambio climático que con su indolencia nos conducen al desastre–, solo un reducido grupo de egoístas adinerados se salva del cataclismo, condenando al resto de la humanidad a una muerte segura. El problema es que cuando la pandilla de tecnobros recorre el universo y por fin logra aterrizar en un planeta lejano, dispuesta a fundar una nueva estirpe, aparecen unos monstruos como feroces dinosaurios y se los comen de un bocado. Qué épico y hermoso final sería para Trump, Elon y su banda.

 

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