La administración Trump avala una supuesta reconstrucción de Gaza que consagra el despojo y sustituye el derecho internacional por contratos privados
En la Franja de Gaza, las bombas aún no han dejado de caer, pero los despachos ya redactan su futuro. Mientras la comunidad internacional asiste con inercia al derrumbe absoluto del territorio palestino, la administración Trump consolida un plan de reconstrucción que, lejos de atender las exigencias de justicia, transforma el horror en una oportunidad para la especulación. Gaza como terreno baldío para el nuevo orden económico: muros derruidos, familias destrozadas, infraestructuras hechas polvo… y una alfombra roja para fondos de inversión, promotores inmobiliarios y consorcios de poder global.
No se trata de una política de ayuda humanitaria. Se trata, directamente, de recolonizar la Franja bajo una lógica empresarial, sin contar con los palestinos, sin reparar el daño causado, sin reconocer siquiera su derecho a existir como pueblo soberano. Todo con el respaldo entusiasta de Donald Trump, que en su segundo mandato ha perfeccionado el arte de convertir las tragedias ajenas en activos geoestratégicos.
Reconstrucción sin justicia, el capitalismo como ocupante
El borrador del plan, filtrado por medios estadounidenses, es claro en sus prioridades: infraestructuras de “alto valor estratégico”, corredores comerciales y desarrollo turístico en áreas "liberadas". Ni una línea sobre los más de 40.000 muertos. Ninguna mención al desplazamiento masivo, al bloqueo humanitario o a la destrucción de hospitales y escuelas. Gaza aparece ya no como un territorio habitado, sino como un mapa de inversión.
Los principales actores no son diplomáticos ni agencias de la ONU, sino consultoras privadas, grupos financieros con sede en Nueva York o Dubái, y holdings energéticos dispuestos a instalarse en lo que antes fue una ciudad arrasada. En lugar de justicia transicional, se ofrece capital riesgo; en lugar de reconstrucción social, se plantea una “zona de oportunidad” para el libre mercado. Como si la limpieza étnica pudiera resolverse con parques empresariales.
Todo ello bajo el paraguas político del Gobierno israelí, la protección diplomática de Washington y el entusiasmo financiero de actores del Golfo, que ven en la Franja una nueva Dubái a erigir sobre cenizas. La doctrina es simple: donde hay sufrimiento, hay rentabilidad. Trump no ha inventado esa lógica, pero sí ha conseguido institucionalizarla en la política exterior de Estados Unidos.
De la ocupación militar al colonialismo financiero
Lo que hoy se fragua en Gaza no es solo una afrenta moral: es el precedente de una nueva forma de gobernar el mundo desde el autoritarismo del capital, sin mediaciones, sin legalidad internacional, sin soberanías. Una operación que desdibuja las fronteras entre la guerra y el negocio, entre la política y la propiedad privada.
Trump ya no necesita justificar esta deriva. En su segundo mandato, su administración ha normalizado un lenguaje en el que los palestinos no son ciudadanos con derechos, sino obstáculos logísticos en una estrategia regional de dominación. La eliminación del problema pasa por borrar del mapa todo rastro de comunidad organizada, sustituida por muros de hormigón, cámaras inteligentes y permisos laborales precarios.
La maquinaria de ocupación ha dejado paso a la maquinaria de gestión. Pero su objetivo no ha cambiado: mantener Gaza bajo control, sin palestinos que reclamen nada, sin cuerpos que molesten. El plan no contempla retorno, ni reparación, ni dignidad. Solo flujos de capital, vigilancia total y urbanismo extractivo. Y para ello, pocos aliados mejores que Trump y sus socios: políticos sin escrúpulos, banqueros sin bandera y mercenarios de la estabilidad.
Lo que se impone no es la paz, sino el silencio. El mismo que se construye a base de escombros, impunidad y cheques millonarios. Gaza no necesita inversores, necesita justicia, memoria y libertad. Y cada día que Trump y sus aliados avanzan en su cruzada, el precio a pagar por ese futuro se hace más alto. Para Palestina, pero también para quienes aún creemos que los derechos no se cotizan en bolsa.