La CIA y los servicios de inteligencia de Moscú se reúnen en secreto en algún lugar de Ankara, en una inédita cumbre de espías, para evitar un conflicto nuclear y explorar un camino a la paz en Ucrania. El presidente Zelenski se pasea victorioso por Jersón tras la liberación de la ciudad, desde donde ha enviado un mensaje conciliador para una nueva fase del conflicto: “La destructiva guerra de Rusia debe y puede ser parada”. En ese tímido ambiente de distensión y deshielo se reúne estos días el G20, el club de países más poderosos del mundo convocados esta vez en Bali, Indonesia. De ese casino donde los amos de la Tierra juegan a la ruleta (rusa, nunca mejor dicho) con el futuro de la humanidad, no suele salir nada bueno. Los líderes de cada estado acuden a la cita de mala gana, como quien es invitado a un molesto bautizo, comen, beben, elaboran un bonito comunicado para niños de parvulario, se hacen la foto de rigor y con las mismas se vuelven para casa sin resolver los asuntos acuciantes como el cambio climático, la pobreza en el mundo, la inmigración, el terrorismo, el peligro de la energía atómica, las pandemias y en general la nefasta situación económica de un planeta hacinado, esquilmado y enfermo que acaba de superar la barrera de los ocho mil millones de habitantes. El G20 es una patraña, un sainetillo muy bien representado, una pamema. Y también una siniestra hermandad de los mayores mafiosos que haya conocido este siglo, esa patulea que mueve los hilos del poder global sin escuchar a los ciudadanos y a nuestros niños ecologistas que se pegan con cola a un Goya o un Warhol en protesta contra el calentamiento global.
Definitivamente estamos en manos de la mala gente que va apestando la Tierra, como decía nuestro admirado Machado, somos rehenes de los cuatro listos de traje y corbata (más algún que otro tronado) que conforman eso que se ha dado en llamar el establishment mundial, o sea las élites, las estirpes, la casta que impone su ley en la aldea global. Desde su creación en 1999, el G20 no ha logrado ninguno de los objetivos que deberían haber alejado al ser humano de las doce de la noche, la hora fatídica marcada en rojo por el reloj del Fin del Mundo para la autodestrucción del sapiens. Sin embargo, y pese a que las cosas siguen igual que siempre y mil millones de personas malviven con menos de un euro al día, las compañías petrolíferas ganan más dinero que nunca, la industria armamentística se forra igualmente, los gobiernos dictatoriales y fanáticos se apuntalan a la sombra del club de los ricos y los paraísos fiscales florecen con vigor. Este año, además, ni siquiera Vladímir Putin, el sanguinario paranoico del KGB, ha acudido a la cumbre. El hombre anda con el miedo metido en el cuerpo tras la arrolladora ofensiva ucraniana sobre Jersón y sus asesores le han aconsejado que no pise Bali bajo ningún concepto, no vaya a ser que la CIA le eche el guante y lo envíe a un Guantánamo para rusos, o a un nuevo Núremberg por sus genocidios contra el pueblo ucraniano. Por lo demás, todo es de una rutina macabra que pone los pelos de punta al ciudadano de bien con independencia de su nacionalidad. Joe Biden tiene bastante con no dormirse en las tediosas conferencias con traductor simultáneo y con encontrar la puerta de salida del escenario; el ambiguo Xi Jinping solo firma lo que no le haga daño a su fiel aliado ruso y advierte de que Taiwán le pertenece; Charles Michel escenifica la inoperancia e intrascendencia de la vieja Europa, reducida a una planta comercial de Estados Unidos; y Pedro Sánchez a sus cosas: a culminar una brillante carrera política que debe llevarlo algún día a la presidencia de la Unión Europea.
En el G20 cada cual va a lo suyo, cada papel se redacta con sumo cuidado para no irritar a ningún socio (ni siquiera han sido capaces de consensuar una declaración de condena contra Putin por su pornográfico uso de la energía y los cereales como armas de guerra) y el objetivo final se reduce a lo de siempre, a salvar el chiringuito para seguir adelante con el gran negocio del siglo, que no es otro que el capitalismo esclavizante y globalizador. Sin duda, lo más parecido a una cumbre del G20 es una de esas reuniones en algún hotelazo de Miami donde los rollizos capos de la mafia, en bermudas y con el puro en la boca, acuerdan el reparto del botín entre las diferentes delegaciones, casas de juego, cárteles de la droga, sindicatos de camioneros y macroprostíbulos.
Nada se puede esperar de la cumbre de Bali, más allá de que Biden haya garantizado que no habrá un retorno a la Guerra Fría. Los países integrantes probablemente acuerden un tibio tirón de orejas al régimen dictatorial de Moscú (más de media docena de socios ha frenado una dura condena para no enfadar al amigo loco del maletín nuclear) y poco más. Así las cosas, la declaración final quedará en una especie de letra propia de una canción pacifista del movimiento jipi, un etéreo y místico himno a la paloma blanca de la paz y a la fraternidad de los pueblos entre un coro de alegres bailarinas balinesas. Cinco minutos después de que se dé a conocer el comunicado, el ministro Lavrov telefoneará al jefe del Kremlin para ponerle al tanto de que todo está en orden y los drones iraníes volverán a caer sobre Kiev, o sobre la central nuclear de Zaporiyia, o sobre una columna de inocentes refugiados. Eso sí, los canapés de la cumbre exquisitos.