El corazón de Lisboa ha quedado desgarrado tras el trágico accidente del Elevador de la Gloria, una de sus postales más reconocibles y frecuentadas. Lo que debía ser un viaje breve y pintoresco entre la Baixa y el Barrio Alto se convirtió, en cuestión de segundos, en una escena de horror. La ciudad ha decretado tres días de luto; el país, uno. Pero la conmoción no se mide en plazos ni en cifras: se mide en la magnitud de la pregunta que aún nadie sabe responder. ¿Cómo ha podido volver a ocurrir?
Una postal rota en mil pedazos
Lisboa, esa ciudad que seduce a sus visitantes con cuestas empedradas y fados melancólicos, se ha despertado esta vez con el estruendo del metal retorcido. El Elevador de la Gloria, uno de los iconos más fotografiados por los turistas y atesorado por los lisboetas como un símbolo de su identidad urbana, ha descarrilado dejando un reguero de muerte, dolor y desconcierto.
Eran las 18:00 horas cuando el sistema de frenos, según las primeras hipótesis, falló. Un cable suelto selló el destino de los pasajeros. El funicular colisionó contra un edificio con tal violencia que la estructura quedó reducida a escombros, sin que los ocupantes tuvieran oportunidad alguna de reaccionar. Quince personas han muerto. Dieciocho han resultado heridas, cinco de ellas de gravedad. Un menor y una ciudadana surcoreana figuran entre los heridos leves.
Y aunque el dolor no entiende de nacionalidades, la sombra de la responsabilidad recorre ahora las avenidas enmudecidas de la ciudad. ¿Se hicieron todas las inspecciones? ¿Fue suficiente el último mantenimiento? ¿Pudo evitarse? Las respuestas, de momento, se esconden bajo los cascotes.
La responsabilidad no se delega
Carris, la empresa gestora del servicio, ha asegurado que el Elevador cumplía con los protocolos de mantenimiento. Según su versión, las revisiones estructurales se realizaron en 2022 y los chequeos intermedios el pasado año. Una afirmación que, si bien puede ser técnicamente cierta, deja en evidencia una vez más el peligro de asumir que la rutina equivale a seguridad.
En una infraestructura de más de 140 años, declarada Monumento Nacional, la exigencia debería ser máxima. Pero Portugal, como tantos otros países europeos, ha normalizado desde hace años una peligrosa ecuación: la que convierte el turismo masivo en fuente de ingresos, mientras posterga inversiones estructurales bajo la excusa de la austeridad o el equilibrio fiscal.
Lisboa ha vivido en estos últimos años un crecimiento exponencial en su sector turístico, lo que ha tensionado su sistema de transporte y multiplicado el desgaste de instalaciones históricas, muchas de ellas no preparadas para sostener semejante presión. La Gloria, pensada para trayectos cortos y una afluencia modesta, se había transformado en una atracción de masas que arrastraba cada día cientos de cuerpos, sin que nadie pareciera preocuparse por sus entrañas mecánicas.
Ahora, cuando la tragedia ya ha arrasado la colina, es fácil apelar a las emociones. El presidente Marcelo Rebelo de Sousa ha mostrado su “profunda consternación”. El primer ministro Luís Montenegro ha garantizado la investigación. El alcalde Carlos Moedas ha llorado por las vidas perdidas. Pero convendría preguntarse si las condolencias no son más bien la expresión de una culpa mal disimulada.
Un modelo que fatiga, una ciudad que avisa
Lo que ha sucedido en Lisboa es el síntoma de un modelo urbano que prioriza el espectáculo al servicio. Mientras se construyen hoteles con vistas infinitas y se promocionan rutas “auténticas” en barrios donde ya no viven los vecinos, la infraestructura real se desmorona en silencio.
El Elevador de la Gloria es más que un accidente: es un espejo. Refleja la precariedad de un sistema donde el patrimonio se explota sin mimo, el riesgo se tolera hasta que se vuelve irreversible y las responsabilidades se diluyen entre empresas, ayuntamientos y gobiernos que se reparten la foto, pero no la culpa.
Ahora que Portugal llora a sus muertos, convendría que Europa entera —esa misma que presume de estándares y de sostenibilidad— se mire en ese espejo. Porque no hay belleza que justifique la negligencia, ni nostalgia que excuse la dejadez.