Hace tiempo que en Rusia se ha desatado una epidemia de muertes súbitas. Funcionarios, espías y altos cargos que de repente caen por las escaleras, se precipitan por las ventanas o se les indigesta el café convenientemente aderezado con una cucharadita de polonio. La última víctima de esa plaga ha sido el fundador del Grupo Wagner, Yevgeni Prigozhin, a quien la prensa internacional ya da por muerto tras estrellarse el avión privado en el que viajaba al norte de Moscú.
Prigozhin, el conocido como cocinero de Putin, se había convertido en un hombre peligroso para el régimen desde que el pasado mes de junio decidió rebelarse contra el Ministerio de Justicia, dirigiendo sus tanques contra la capital del país. Aquello fue un intento de golpe de Estado en toda regla, aunque el Grupo Wagner frenó su avance en el último momento, cuando se encontraba a menos de trescientos kilómetros de tomar la capital. Prigozhin tuvo que reconocer que había dado la orden de repliegue para evitar un baño de sangre, o sea, una guerra civil entre rusos. Entonces Putin lanzó un discurso conciliador, llamó a la unidad frente al enemigo occidental y trató de aparentar que el episodio iba a quedar ahí, sin que se tomaran represalias contra los disidentes. Pero todo el mundo sabía que el hombre de los perritos calientes estaba sentenciado. Nadie desafía el poder de un dictador y sale indemne para contarlo. Y todo apunta a que así ha sido.
El mariscal de los mercenarios Wagner no ha durado ni dos meses después de su audaz paseíllo en tanque hacia Moscú para deponer al jefe. Prigozhin tenía los días contados, como también los tiene el general Surovikin, el segundo gran implicado en el golpe, que ha caído en desgracia y que precisamente ayer (oh casualidad) era destituido de todos sus cargos. Uno de los cabecillas despanzurrado entre los amasijos humeantes de un avión estrellado; otro defenestrado y enviado a algún lugar secreto quizá de Siberia (a esta hora nadie sabe lo que ha sido del tal Surovikin); y el fantasma de las purgas estalinistas campando a sus anchas y sembrando el terror entre los funcionarios en los pasillos de los ministerios (todo aquel que haya tenido contacto con los golpistas, ya sea político, soldado o espía, puede darse por liquidado). Así ocurren las cosas en la Rusia autoritaria y teocrática de Putin.
Las cosas suelen ser lo que parecen. Y aunque faltan datos que ayuden a esclarecer las causas reales del siniestro (probablemente nunca las sepamos, en Rusia no existe una policía ni un poder judicial independientes, la Justicia la imparte el propio Putin) todo apunta a que alguien en el Kremlin ha ordenado a un par de lacayos de confianza que acaben con el incómodo cocinero, que se le había subido a las barbas al dictador. En el KGB putinesco son maestros en el arte de hacer desaparecer personas y cuando el poder activa el protocolo del “que parezca un accidente”, a la manera de los mafiosos de El Padrino, no suelen dejar huella ni rastro. Putin los mata callando y nunca se mancha las manos. Putin habla bajito y con voz aguda, en plan hierático, modosito y sin pestañear, como hacía Franco, como han hecho todos los psicópatas de la historia que han firmado sentencias de muerte, ejecuciones rápidas y juicios sumarísimos. Sanjurjo y Mola también se cayeron del cielo cuando nadie lo esperaba, en medio de la Guerra Civil, y a día de hoy nadie sabe qué fue lo que pasó. Lo del avión accidentado de improviso es un clásico, un truco que siempre funciona, un método rápido y seguro que por lo visto siguen utilizando los tiranos de hoy.
A esta hora, todo son especulaciones y conjeturas sobre la muerte del chef que quiso dar el gran salto de los fogones al palacio imperial como zar de todas las Rusias. Más allá de rumores, no es posible determinar si Prigozhin ha sufrido un accidente o lo han “accidentado” de forma intencionada. En los medios de comunicación internacionales circulan teorías de todo tipo para explicar las causas del siniestro. Se habla de un misil que se cruzó inesperadamente en la trayectoria del aparato, pero nadie se atreve a conjeturar si el ataque fue perpetrado por los ucranianos o por los servicios secretos putinescos. Otras informaciones apuntan a un fallo en el motor o a un error humano (lo cual tampoco sería extraño, los pilotos rusos están acostumbrados a volar hasta arriba de vodka). Y en las redes sociales empieza a propagarse la teoría de que todo esto no es más que una farsa, un plan del propio Prigozhin para fingir su propia muerte, o sea, que el hombre se habría hecho un Paesa, nuestro más celebre espía que organizó su muerte en Tailandia simulando un paro cardíaco, falsificando su certificado de defunción, encargando treinta misas gregorianas y poniendo una esquela en el periódico para darle más realismo a la historia. En eso de que lo den por muerto a uno para quitarse de en medio no inventan nada los rusos.
La teoría del accidente no cuela, habría que decirle a Putin, y mucho menos después de que Prigozhin anunciara que sus mercenarios Wagner se volvían para África para seguir practicando el robo, el expolio a manos llenas y el genocidio en el avispero del Tercer Mundo (véase Níger, que estos días anda revuelto en una salsa de sangre en la que sin duda pretendía mojar el cocinero reconvertido en capitán general). Al Kremlin ya no le hacía gracia que su gastrónomo del crimen anduviera suelto por ahí removiendo el tomate de la guerra y catando los diamantes, petróleos y minerales raros de la pobre gente africana. Por eso, probablemente, le ha cortado las alas. Putin está escribiendo la historia de Rusia a golpe de espías, ejecutados y crímenes. Un novelón contemporáneo que ni John le Carré.