La ofensiva israelí sobre la capital de Yemen ha dejado, por ahora, cuatro muertos y 67 heridos. Una represalia que se suma a una larga cadena de ataques ejecutados sin mandato internacional, en un contexto de creciente aislamiento diplomático. Mientras tanto, el primer ministro israelí sigue aferrado a un relato belicista que busca convertir cualquier acto de resistencia regional en justificación para más destrucción, más muertos, más devastación.
Netanyahu exporta su guerra, con la impunidad por bandera
La madrugada de este domingo, la aviación israelí bombardeó el Palacio Presidencial de Saná, en Yemen, dejando tras de sí un paisaje de muerte y escombros. Según confirmó el propio ministro de Defensa, Israel Katz, el ataque fue una “respuesta” a un misil con bomba de racimo lanzado desde territorio hutí, aunque dicho proyectil no causó víctimas en suelo israelí. La reacción, sin embargo, ha costado la vida a cuatro personas, ha dejado 67 heridos y ha destruido infraestructuras vitales para la población civil: dos centrales eléctricas, un depósito de combustible y parte de un complejo administrativo.
En un gesto que evidencia la deriva autoritaria del Gobierno de Benjamin Netanyahu, el primer ministro compareció en Tel Aviv con su habitual tono marcial: “Quien planee atacarnos, le atacaremos”, declaró. La frase resume la lógica del castigo colectivo que ha caracterizado las acciones militares de Israel en los últimos meses. Una política de agresión preventiva y venganza desproporcionada, sin distinción entre objetivos militares y civiles, sin importar las consecuencias humanitarias, sin pasar por ningún control internacional.
En un contexto de represión sistemática sobre Gaza —donde ya se habla de genocidio—, la expansión de las operaciones israelíes hacia Yemen representa una nueva fase en su campaña regional de devastación, impulsada por la narrativa de "autodefensa" que Netanyahu y su gabinete repiten como un mantra, incluso cuando los hechos dicen lo contrario.
Un ataque sin legitimidad que pone en riesgo la paz regional
El uso de bombas de racimo —prohibidas por el Derecho Internacional— como justificación para bombardear la capital de un país soberano abre un precedente peligroso. A pesar de que el ataque hutí del pasado viernes fue condenado por su gravedad, la represalia israelí no sólo ha sido desproporcionada, sino carente de aval jurídico internacional. Lo que se produjo en Yemen no fue una operación quirúrgica ni un golpe a una infraestructura militar, sino un castigo colectivo con impacto directo en la vida cotidiana de miles de personas.
Organizaciones humanitarias y el propio gobierno hutí han denunciado que los bombardeos afectaron a una central eléctrica que abastecía a hospitales y barrios residenciales, provocando un apagón generalizado y agravando una situación ya crítica. Yemen, devastado por años de guerra, crisis sanitaria y hambre estructural, no puede permitirse otro frente abierto. Pero Israel, con la complicidad silenciosa de sus aliados y sin que la comunidad internacional exija responsabilidades, actúa con una arrogancia que lo sitúa por encima del derecho y por fuera de toda ética.
La respuesta de Ansar Alá, el movimiento político-militar hutí, fue clara: “Estos brutales ataques no disuadirán al pueblo yemení de su apoyo a Gaza”. Y esa es precisamente la raíz del problema. Netanyahu no busca seguridad: busca silenciar la solidaridad árabe, aplastar la resistencia política y militar y aislar a Palestina en el tablero geoestratégico regional. Pero lo que está logrando es lo contrario: multiplicar los frentes de conflicto, deteriorar su imagen exterior y avivar un incendio que ya amenaza con extenderse por toda la región.
Lo que Israel está haciendo no es una campaña de defensa, sino una guerra de castigo desmedido y extraterritorial. Lo que Netanyahu pretende con cada bomba lanzada en Gaza o Saná es perpetuar un modelo de impunidad que se alimenta de la complicidad internacional y del silencio institucional. Mientras tanto, la población civil —en Yemen, en Palestina, en toda la región— sigue pagando con sus vidas una política que solo entiende la fuerza como respuesta.
Es hora de que Europa, Naciones Unidas y todos los organismos multilaterales abandonen la equidistancia y llamen a las cosas por su nombre: crímenes de guerra, agresión desproporcionada, violencia de Estado. La paz no vendrá de los misiles, sino de la justicia. Y la justicia no se construye sobre los escombros de un palacio presidencial, ni sobre los cuerpos de quienes jamás tuvieron nada que ver con esta guerra.