En un nuevo episodio de la despiadada política migratoria promovida por Donald Trump, el fiscal general de Florida ha instado a la población a denunciar a sus exparejas migrantes en situación irregular. Una medida tan grotesca como representativa de una administración que ha hecho de la crueldad un principio rector. Lo que comenzó como una supuesta defensa del “interés nacional” ha derivado en una caza de brujas sin precedentes, dirigida especialmente contra los más vulnerables.
Florida se ha convertido en el laboratorio del trumpismo más descarnado. El fiscal general del estado, James Uthmeier, ha alcanzado un nuevo hito en la infamia institucional al animar públicamente a los ciudadanos a denunciar a sus exparejas para facilitar su deportación. El mensaje, difundido por redes sociales y respaldado por el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), no sólo despierta escalofríos por su contenido, sino por el eco entusiasta que ha encontrado en las estructuras oficiales. La frase “de abusador doméstico a perdedor deportado” no es una consigna callejera; es la voz del aparato estatal bajo el trumpismo.
La delación como política pública
La lógica que subyace a este mensaje no es otra que la instrumentalización del dolor personal y las rencillas íntimas con fines políticos. Lejos de proteger a las víctimas, una coartada recurrente, la medida abre la puerta al uso del sistema migratorio como herramienta de venganza emocional, y convierte a cualquier inmigrante en blanco fácil de represalias privadas.
Esta escalada de hostilidad institucional encuentra su clímax en el centro de detención “Alligator Alcatraz”, otro nombre que parece salido de una mala distopía y no de una democracia moderna. El complejo, abierto con pompa por Uthmeier, ya ha alojado a cerca de mil migrantes. Poco se sabe sobre sus condiciones. Mucho se teme.
Niños, blanco de deportación exprés. Pero si hay una línea que nunca debería cruzarse, es la que protege a los menores. Trump, sin embargo, ha decidido pisotearla con decisión. Según ha revelado la CNN, el Gobierno ha comenzado a ofrecer a niños migrantes no acompañados la “opción” de salir voluntariamente del país. Una decisión que, a todas luces, ningún menor tiene capacidad real de tomar. Si aceptan, son entregados a ICE. Si no, pasan a HHS después de 72 horas.
Expertos en derechos de la infancia han calificado esta práctica de “manipulación emocional” y “abuso de poder”. No es para menos. Bajo la apariencia de eficiencia burocrática, se esconde la voluntad deliberada de acelerar expulsiones a toda costa, incluso a costa de la niñez y el sentido común.
La justicia, único dique ante el atropello
Afortunadamente, los tribunales comienzan a poner freno a este despropósito. Esta misma semana, un juez federal ha obligado a restituir un programa que ofrecía asistencia legal a personas con discapacidades mentales durante sus audiencias de deportación. Su eliminación, como tantas otras medidas de la era Trump, se hizo sin justificación ni humanidad. Era más cómodo expulsar que garantizar justicia.
A esto se suma un fallo demoledor desde California, que anula la orden ejecutiva de Trump para eliminar la ciudadanía por nacimiento. Una aberración jurídica, contraria a la Enmienda 14 de la Constitución, que buscaba privar de derechos fundamentales a miles de niños nacidos en territorio estadounidense. La decisión del tribunal no sólo corrige un atropello legal: reivindica el principio de igualdad sobre el que se sustenta cualquier república democrática.
Del cinismo a la ignominia
La política migratoria de Trump ha dejado de ser una cuestión administrativa para convertirse en un símbolo de exclusión, arbitrariedad y deshumanización. No se trata de “ley y orden”. Se trata de miedo y castigo. Se castiga la pobreza, se castiga el origen, se castiga la desesperación. Y ahora, se castiga incluso haber sido pareja de alguien.
En la historia de Estados Unidos quedará registrada esta etapa como una de las más oscuras en la gestión de los derechos humanos. Y en la memoria de los afectados, quedará el dolor de haber sido tratados no como personas, sino como amenazas a exterminar.