Bajo el lema de “orden y castigo”, Donald Trump deja cadáveres en el Caribe y una advertencia al mundo: la política exterior de Estados Unidos vuelve a ser una cuestión de fuerza, no de derecho.
Donald Trump confirma lo que muchos temían: la diplomacia queda de nuevo relegada al baúl de los pusilánimes, mientras el músculo militar se impone como brújula de gobierno. Esta vez, el escenario ha sido el mar Caribe, donde una operación militar —presentada como una acción quirúrgica contra el narcotráfico— ha dejado once muertos a bordo de una embarcación procedente de Venezuela. Ningún tribunal, ninguna investigación, ninguna prueba: solo una orden presidencial, una explosión grabada en vídeo y el aplauso de los halcones.
Trump no ha dudado en calificar a los fallecidos como “terroristas”, en el tono monocorde de quien hace años convirtió en rutina el lenguaje del odio. La operación, llevada a cabo por el Mando Sur de EE.UU., ha sido vendida como una advertencia al crimen organizado, pero su trasfondo remite a otras décadas, a otras guerras, a otros presidentes que también confundieron justicia con venganza.
Una doctrina sin ley
Trump ha afirmado que el ataque fue dirigido contra integrantes del Tren de Aragua, un grupo que Washington considera organización terrorista. La embarcación, según la versión oficial, transportaba “grandes cantidades de droga”, aunque no se ha presentado ninguna prueba verificable. Tampoco se conocen los nombres de las víctimas, ni si hubo intentos de abordaje, ni por qué se optó por eliminar a sangre y fuego a todos sus ocupantes en lugar de detenerlos y someterlos a un proceso legal. En su lugar, el presidente difundió un vídeo del bombardeo en Truth Social, acompañado de una frase con sabor a reality show: “Que esto sirva de aviso”.
No es la primera vez que Trump confunde el uso de la fuerza con la exhibición del poder, pero sí es la primera en su nuevo mandato que autoriza una operación letal sin supervisión judicial, sin debate parlamentario y sin respaldo internacional. Un precedente peligroso que normaliza la idea de que la muerte preventiva es una herramienta legítima del Estado.
Con esta acción, Trump consolida una doctrina unilateral que prescinde de la legalidad internacional y de los tratados multilaterales, y que se apoya en narrativas de miedo y control absolutista del enemigo externo. Todo ello mientras la oposición interna es deslegitimada como antipatriótica y la prensa crítica, desacreditada como enemiga del pueblo.
Maduro, el pretexto perfecto
Que la embarcación procediera de Venezuela no es anecdótico. En su retorno a la presidencia, Trump ha reactivado su hostilidad hacia el Gobierno de Nicolás Maduro, convirtiéndolo en enemigo útil para justificar maniobras militares, sanciones renovadas y gestos de fuerza orientados a un electorado que aplaude el lenguaje simple del castigo.
Pero la política exterior no debería ser un campo de pruebas para las frustraciones domésticas ni un circo de campaña permanente. La decisión de matar sin juicio, sin contexto y sin derecho internacional es, más que una estrategia de seguridad, un espectáculo de impunidad con consecuencias incalculables.
Trump busca legitimar su poder a través de operaciones mediáticas de alto impacto. El bombardeo del Caribe no es solo una acción militar; es una señal a sus bases, una provocación calculada al resto del mundo y un desprecio absoluto por el derecho a la vida y el debido proceso.
El precio de la testosterona geopolítica
Más allá de las fronteras estadounidenses, la acción genera alarma en organismos internacionales, defensores de derechos humanos y Gobiernos latinoamericanos. Con la misma arrogancia que ya desplegó durante su primer mandato, Trump reaviva la lógica de las “zonas de influencia” y el uso del Ejército como policía global. La violencia preventiva y la lógica del exterminio vuelven a colarse en los despachos como si fueran herramientas de Estado.
La operación también revive los ecos de un imperialismo de otro siglo, donde los cuerpos que caen no importan tanto como la narrativa que se construye sobre ellos. Y, como suele suceder, los muertos siempre tienen el mismo perfil: nacidos lejos, pobres, sin voz, y ahora también etiquetados como “terroristas” antes de que sus familias puedan siquiera reclamar sus restos.
Esta deriva bélica, que mezcla autoritarismo, populismo y racismo estructural, no debería ser vista como un exceso de un líder errático, sino como la consolidación de un modelo de poder violento, machista y antidemocrático que necesita enemigos para sobrevivir.
La historia nos ha enseñado que los regímenes que gobiernan desde el miedo y la fuerza no solo destruyen a los otros: acaban por devorar las libertades de quienes los aplauden. En este nuevo mandato, Donald Trump no ha tardado en recordarnos que su política exterior no busca la paz, sino la obediencia.
Frente a la impunidad con que se ejecutan estas operaciones, cabe preguntarse cuántas más serán necesarias para que la comunidad internacional deje de mirar a otro lado. Porque cuando un presidente convierte la muerte en mensaje político, el silencio cómplice es también una forma de violencia.