En una maniobra que revive lo peor de su anterior mandato, Donald Trump ha firmado una nueva orden ejecutiva que prohíbe la entrada a ciudadanos de 12 países, la mayoría con poblaciones musulmanas, africanas o caribeñas. El argumento: prevenir riesgos a la seguridad nacional tras un ataque aislado ocurrido en suelo estadounidense. Las críticas no se han hecho esperar ante lo que muchos califican como una medida xenófoba, oportunista y electoralista.
Nueva cruzada migratoria
El decreto, anunciado este miércoles por la Casa Blanca y con entrada en vigor el próximo 9 de junio, prohíbe totalmente la entrada de ciudadanos procedentes de Afganistán, Myanmar, Chad, Congo, Guinea Ecuatorial, Eritrea, Haití, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen. La lista incluye naciones azotadas por la guerra, la pobreza extrema o regímenes autoritarios, lo que agrava el perfil discriminatorio de la medida.
Además, se aplicarán restricciones parciales a personas provenientes de otros siete países: Burundi, Cuba, Laos, Sierra Leona, Togo, Turkmenistán y Venezuela. La administración Trump justifica esta acción en “deficiencias en los sistemas de verificación de antecedentes” y en una supuesta falta de cooperación internacional en el intercambio de información.
En palabras del portavoz presidencial, Abigail Jackson, “Trump está cumpliendo su promesa de proteger a los estadounidenses”. Una retórica que evoca los postulados más duros del nacionalismo populista que marcó su primer mandato.
El fantasma del veto musulmán regresa
No es la primera vez que Trump utiliza la política migratoria como herramienta de división interna y agitación externa. Durante su mandato entre 2017 y 2021, impuso un veto similar a países de mayoría musulmana, que fue duramente cuestionado por organizaciones de derechos humanos y, finalmente, validado por el Tribunal Supremo en 2018. Su sucesor, Joe Biden, lo derogó en cuanto asumió la presidencia, tildándolo de “una mancha en nuestra conciencia nacional”.
El detonante alegado por el magnate republicano para esta nueva ola de restricciones fue un ataque aislado en Colorado, protagonizado por un ciudadano egipcio que utilizó un lanzallamas contra una manifestación. Un hecho grave, sí, pero que difícilmente justifica la exclusión masiva y preventiva de millones de personas inocentes.
El propio texto oficial admite excepciones: podrán entrar residentes legales, titulares de visas válidas y quienes demuestren que su ingreso responde a “intereses nacionales”. Sin embargo, estas salvedades no logran disimular el espíritu arbitrario y estigmatizante de la medida.
Más que una política pública con base racional, esta orden ejecutiva parece un gesto de campaña, una llamada al electorado más duro de Trump de cara a las presidenciales de noviembre. Convertir la inmigración en un enemigo común es una estrategia vieja, efectiva y profundamente irresponsable. En vez de abordar con sensatez los desafíos globales de movilidad humana, el expresidente opta por la vía del castigo colectivo y la propaganda.
El mundo observa, una vez más, cómo Estados Unidos se aleja del modelo de país abierto y plural sobre el que se edificó su relato democrático. Y lo hace de la mano de un líder que parece más empeñado en reescribir su legado autoritario que en garantizar una seguridad genuina para sus ciudadanos.