Venezuela, historia de un triste culebrón

El país, sumido en la pobreza pese a ser uno de los más ricos del mundo, vive entre el drama del populismo y el imperialismo yanqui

11 de Enero de 2025
Actualizado el 13 de enero
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Una manifestante enarbola una bandera de Venezuela.
Una manifestante enarbola una bandera de Venezuela.

En los últimos años, la política de Venezuela se ha convertido en un triste y dramático culebrón como aquellos que inundaron las pantallas de nuestras televisiones a finales del pasado siglo. Dictadores bananeros, infidelidades y traiciones, golpistas y espías, líderes de opereta que se autoproclaman presidentes, exiliados crepusculares, caudillos en chándal, oportunistas que tratan de sacar tajada del gallinero y un sinfín de ingredientes de aquellas telenovelas de antaño dan alimento diario a la prensa internacional. El país potencialmente más rico de América Latina, el que tiene una de las llaves del petróleo mundial y recursos naturales para situarse como una potencia de primer orden, se mueve entre el drama de la miseria de millones de ciudadanos (muchos de ellos en el exilio económico y político) y la comedia de horror de una dictadura putrefacta, la fundada por Hugo Chávez (1999-2013) continuada después por Nicolás Maduro (2013 hasta nuestros días).

Y en medio de esa convulsión, España, metida de lleno en ese extraño culebrón que no parece tener un final. El pasado 12 de septiembre, el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Jorge Rodríguez, anunciaba la ruptura de todo tipo de relaciones diplomáticas y comerciales con nuestro país. La airada declaración de Rodríguez era la respuesta inmediata a la proposición no de ley (PNL) instada por el grupo parlamentario popular en el Congreso de los Diputados, una moción con la que las derechas españolas instaban al Gobierno de Pedro Sánchez a reconocer al candidato opositor Edmundo González Urrutia como nuevo presidente de Venezuela tras las fallidas (y probablemente fraudulentas) elecciones del 28 de julio. El régimen chavista consideró la iniciativa como una “declaración de guerra”, de facto, contra los venezolanos, y estalló la peor crisis que se recuerda.

El abrupto corte de relaciones entre ambos países fue el final a semanas de tensión en las que la comunidad internacional había redoblado la presión contra el régimen de Nicolás Maduro, bajo sospecha por haber impulsado unos comicios manipulados para perpetuarse en el poder. Tras los rumores de pucherazo, la mayoría de los países de la Unión Europea exigieron la entrega de las actas con el fin de verificar la limpieza del proceso y determinar con claridad quién había sido el vencedor en las urnas. Esa es, hasta la fecha, la posición oficial del Gobierno español: mantener la cautela y la prudencia mientras las polémicas listas de recuento de votos no salgan a la luz pública, algo que, hoy por hoy, todavía no ha ocurrido, ya que Maduro sigue guardándolas celosamente sin darlas a conocer.

La escalada verbal del Gobierno bolivariano llegó a su punto álgido cuando PP y Vox, con la cobertura inestimable del PNV (que apoyó la moción), decidieron reconocer a González Urrutia como legítimo presidente de Venezuela. “Que se vayan de aquí todos los representantes de la delegación del Gobierno del Reino de España y todos los consulados y todos los cónsules (...) Este es el atropello más brutal del reino de España contra Venezuela desde los tiempos en que luchamos por nuestra independencia”, proclamó un enojado Rodríguez.

Pocos días después, el régimen de Maduro movía ficha e informaba de la detención de dos ciudadanos españoles –a los que identificó como agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI)–, por su presunta implicación en una supuesta operación secreta para llevar a cabo diversos “actos terroristas”, entre ellos el asesinato del propio presidente Maduro. Los arrestados eran Andrés Martínez Adasme, de 32 años, y José María Basoa Valdovinos, de 35, dos vecinos de Bilbao que supuestamente se encontraban “de turismo” cuando desaparecieron en Venezuela, o al menos eso declararon sus familiares. El Gobierno Sánchez, por boca de su ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, ha desmentido que los detenidos sean espías al servicio del Gobierno español y el titular del departamento sigue reclamando, sin conseguirlo, la puesta en libertad de ambos para que puedan “regresar con sus familias, que es donde deben estar”. A día de hoy, la exigencia aún no ha sido atendida, y los secuestrados continúan en paradero desconocido, incomunicados y sin unas mínimas garantías legales de defensa. Ya se sabe que cuando un tirano está convencido de que alguien quiere matarlo, la represión contra todo sospechoso (tenga o no algo que ver con el intento de magnicido) suele ser implacable. En el momento de redactarse este artículo, las complejas relaciones entre España y Venezuela seguían en un punto de máxima tensión y cualquier cosa podía ocurrir.

Un país en bancarrota

El actor principal del culebrón venezolano es, sin duda, Nicolás Maduro. El actual hombre fuerte del país no tiene demasiado que ver con Chávez, por mucho que sea su heredero político, pero es evidente que ha continuado con la obra del padre del chavismo. Maduro carece del liderazgo del comandante en jefe, y también de la prudencia con la que se manejaba el patriarca. Con su eterno chándal algo cutre, su bigotito del siglo pasado y sus bailes de invitado a una boda que no sabe parar tras una noche de merengue, practica una suerte de política populista que paradójicamente poco tiene que envidiar al trumpismo conservador yanqui. Cuando habla estalla una guerra, como en aquella ocasión en que apoyó sin ambages a Arnaldo Otegi, exportavoz de Herri Batasuna (en la actualidad Bildu), haciendo frente común con él en contra del Estado español. “Con la llegada de Nicolás Maduro al poder las cosas comenzaron a cambiar”, asegura Carlos Malamud, analista del Real Instituto Elcano. No es que Chávez no dirigiera abundantes dardos dialécticos contra España, de lo que queda testimonio en muchos de sus Aló presidente, sino que sabía dosificar sus mensajes y tenía siempre claros los límites que no se debían traspasar a fin de evitar incidentes diplomáticos innecesarios. “La mayor parte de los principales problemas de la agenda bilateral, como la difícil presencia de las empresas españolas en Venezuela, la protección a la colonia española y sus bienes o el amparo otorgado a los refugiados de ETA, ya estaban presentes en aquellos años”.

Venezuela es un país al borde de la bancarrota, a la que ha llegado por los errores del régimen bolivariano. Desde 2007 empezaron a detectarse síntomas de colapso hasta que el 2 de junio de 2010 Chávez declaró la “guerra económica” a sus adversarios. Desde entonces, la crisis no ha hecho sino agravarse, más aún si cabe bajo el gobierno de Nicolás Maduro. Numerosos factores están detrás del fracaso de este enésimo intento frustrado de movimiento revolucionario en Latinoamérica, pero sin duda uno de los más importantes tiene que ver con la caída de los precios del petróleo registrada a principios de 2015, tras un desplome en la producción de crudo por la disminución de la demanda mundial y la falta de modernización e inversión en un sector estratégico. El derrumbe del modelo energético ha supuesto una crisis aún mayor en el resto de eslabones de la cadena. Hoy, la mitad de la población venezolana (censada en un total de 28,4 millones de personas) se encuentra en riesgo de pobreza y el salario mínimo mensual se sitúa en 128 dólares per cápita (el poder adquisitivo se ha convertido en un drama y a menudo saltan las alarmas de emergencia humanitaria). Algunos datos resultan demoledores, según los informes de la ONU, como que tanto mujeres como hombres se ven obligados a dedicar hasta diez horas de su tiempo en las colas del hambre para comprar comida; que entre 6 y 9 millones de personas sufren desnutrición; y que han reaparecido enfermedades hasta hoy controladas, entre ellas afecciones fácilmente evitables con la administración de vacunas como el sarampión y la difteria.

Paradójicamente, pese a ser el país de los precios regulados en los alimentos más básicos (leche, pan, pollo, arroz, aceite, harina y mantequilla), en Venezuela escasea todo e impera el contrabando y las redes organizadas. Falta papel higiénico, jabón y medicamentos (sobre todo para tratar el cáncer). Tomar una taza de café no está al alcance de cualquiera e, irónicamente, en el país del petróleo a menudo resulta imposible llenar el depósito del coche. Desde hace años, la escasez de gasolina es un mal enquistado que la pandemia agravó en 2020. Incluso en la capital, Caracas, normalmente bien abastecida, resulta complicado repostar. Otra extraña paradoja es que, pese a que hablamos del lugar de Latinoamérica donde la falsa revolución marxista debería haber calado más profundamente entre la gente, la Iglesia católica está exenta de pagar el Impuesto sobre la Renta y rige una legislación restrictiva en materia de anticonceptivos (que aumenta el índice de enfermedades de transmisión sexual) y de aborto (se ha disparado la mortalidad materna, sobre todo entre las adolescentes víctimas de embarazos no deseados). A día de hoy, se desconoce cuál es la situación real de la salud de los venezolanos, ya que el Gobierno no publica datos sobre la derruida Sanidad pública.

Expropiaciones ilegales, endeudamiento público (la deuda externa ha llegado a alcanzar el 327,7 por ciento del PIB), escasez de productos básicos y medicinas, hiperinflación, contracción del consumo, tasa de paro que en tiempos de pandemia llegó a moverse entre el 35 y el 40 por ciento y emigración masiva de buena parte de la población (sobre todo de los más jóvenes) son preocupantes réplicas del terremoto económico que sacude el país. La intervención de la banca, a través de la política monetaria del Banco Central de Venezuela, no ha ayudado a remontar el vuelo, y solo ha servido para congelar préstamos y créditos, un hecho que provoca sufrimiento en las clases más humildes de la sociedad. La moneda nacional, el bolívar, cada vez vale menos, al tiempo que se prohíbe el cambio de divisa. Mientras tanto, la productividad y competitividad caen hasta niveles tercermundistas (Venezuela ocupa el puesto 71 en el ranking de países según su PIB nominal). Pese a la incipiente recuperación de 2022 tras la pandemia (se ha observado un crecimiento económico del 18 por ciento), esta ola positiva no está siendo suficiente para sacar a la nación de la pobreza.

La corrupción que no cesa

A este panorama sombrío viene a sumarse la corrupción política y funcionarial (el fraude fiscal de las grandes fortunas campa a sus anchas), el autoritarismo y la violación de derechos humanos. Como dato curioso, el “caso de los narcosobrinos”. En 2017, Efraín Antonio Campo Flores y Francisco Flores de Freitas, sobrinos de Cilia Flores, esposa del presidente Nicolás Maduro, fueron sentenciados por un tribunal de Nueva York a 18 años de cárcel tras intentar introducir 800 kilos de cocaína en los Estados Unidos.​ Ambos fueron declarados culpables por haber promovido el narcotráfico a gran escala para “ayudar a su familia a mantenerse en el poder”. El Gobierno estadounidense liberó a ambos personajes en octubre de 2022 en el contexto de un intercambio de prisioneros acordado entre Washington y Caracas.

La corrupción no cesa y sus efectos se dejan sentir en todo el mundo. En 2016 Estados Unidos también detuvo a un alto ejecutivo venezolano acusado de sobornos en PDVSA, la empresa nacional de petróleo bajo la órbita del chavismo. Las autoridades investigaron el pago de sumas millonarias a empleados de la compañía con el fin de asegurar contratos importantes en el sector energético.​ Un año más tarde, el caso saltó a Portugal y también a España, donde la Audiencia Nacional abrió una macrocausa contra decenas de personas, entre ellas notorios jerarcas del régimen de Chávez y Maduro por supuestas operaciones irregulares para saquear la multinacional y blanquear dinero negro.

Hoy Maduro dirige el país con mano de hierro, la libertad de expresión corre serio peligro, los medios de comunicación contrarios al régimen sufren censura o son cerrados sin previo aviso y la Justicia se encuentra mediatizada por el poder omnímodo del dictador. Los reportajes de la CNN son debidamente mutilados antes de su emisión para que el Gobierno no salga demasiado mal parado, decenas de cadenas de radio han sido clausuradas, y lo último: Maduro ha declarado la guerra a WhatsApp, exigiendo a sus ciudadanos que no usen esa aplicación que, según el líder supremo, sirve para el robo de la base de datos del Estado y favorece el espionaje gringo contra Venezuela. En un país con una prensa amordazada, la población se ve obligada a informarse a través de las redes sociales, auténtica pesadilla para el Gobierno, de ahí que el ministerio competente haya bloqueado servidores y reducido la velocidad de acceso a Internet, limitando ese servicio y consumando el apagón informativo. Cualquier opinión contraria a la filosofía chavista puede terminar con la detención de quien la profiere. 

Como ejemplo de lo distópica que puede ser la vida en el país caribeño, cabe recordar que Maduro ha sancionado una Ley contra el Odio, que establece penas de cárcel de 10 a 20 años a quienes participen en protestas callejeras, manifestaciones contra el Gobierno, y críticas antibolivarianas. No son pocos los políticos opositores, periodistas e incluso sacerdotes y directores de oenegés que han probado el yugo de la censura y la cárcel. ¿Dónde está la Administración de Justicia? Sencillamente en manos del hombre del chándal, que extiende sus tentáculos por todos los poderes estatales. La instauración del “carné de la patria”, otra monstruosidad que atenta contra los derechos fundamentales, permite que el Estado sepa en todo momento quiénes son afectos al régimen y quiénes disidentes, lo cual influye decisivamente en las políticas de distribución de alimentos: a los primeros les llegan las ayudas, a los segundos, excluidos de las listas de las cajas CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), no. La sombra del autócrata es alargada en un país donde rige el Estado de excepción y aumenta el proceso de militarización de las instituciones públicas.

Por si fuera poco, las sanciones internacionales las pagan, como casi siempre, no las élites, sino el pueblo llano que no llega a final de mes. Pese a los esfuerzos y medidas a la desesperada, Maduro no logra reducir el déficit generado por la caída de los ingresos del petróleo y se limita a negar la crisis y a reprimir a la oposición, tics propios de regímenes autoritarios. Son muchos los expertos financieros que creen que la ruina del país es consecuencia directa de las políticas populistas y prácticas corruptas que comenzaron con la Revolución bolivariana –ya durante la presidencia de Chávez–, y que se han perpetuado con Maduro.

Michelle Bachelet, en un informe de 2019 publicado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), alertó de que la crisis social y económica en Venezuela se estaba agravando de forma preocupante. El documento, que habla de “miedo y control social”, se basó en 558 entrevistas con víctimas y testigos de violaciones de derechos humanos y en 159 reuniones con actores estatales. Sobre el aparato de seguridad del Estado chavista, encargado de la represión, el informe Bachelet asegura que unidades policiales como “la GNB [Guardia Nacional Bolivariana] y la PNB [Policía Nacional Bolivariana] han aplicado un uso excesivo de la fuerza en manifestaciones”; que “el Ejército y el CICPC [Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas] son presuntamente responsables de ejecuciones extrajudiciales”; y que “el SEBIN [el servicio de inteligencia venezolano] ha sido responsable de detenciones arbitrarias, maltratos y torturas”. A día de hoy sigue habiendo grupos de civiles armados que apoyan la actividad parapolicial, de modo que el terror no se conoce en su auténtica dimensión. En 2018 el número de muertes registradas en las eufemísticamente denominadas “operaciones de seguridad” ascendía a 5.287, según datos del propio Gobierno. Así no extraña que miles de migrantes venezolanos tengan que salir del país cada año, independientemente de si poseen ahorros o carecen de dinero para subsistir. Muchos incluso se aventuran a emprender largas travesías a pie para tratar de cruzar las fronteras de los países limítrofes en condiciones climáticas hostiles, sin comida ni agua. Ese es el país real de Nicolás Maduro.

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