El pasado 28 de julio todo el mundo estaba atento a las cruciales elecciones que se iban a celebrar en Venezuela y lo hacía con una mirada de esperanza, de que está vez el cambio estaba a la vuelta de la esquina y también con una cierta certeza de que ya no había vuelta atrás. Sin embargo, los tozudos hechos y la cruda realidad iban por otro camino y los peores presagios, ya anunciados por varios representantes cualificados del régimen, se cumplieron. Tanto el máximo líder bolivariano, Nicolás Maduro, como su ahora recién nombrado ministro del Interior, Diosdado Cabello, ya habían anunciado que nunca entregarían el poder y que se quedarían por “doscientos años más”, en palabras de este último. Los peores augurios se cumplieron y millones de venezolanos vieron con amargura truncadas sus ansias de cambio y libertad.
Una vez cerradas las mesas electorales, en apenas unas horas, sin presentar actas de las mesas electorales y sin mostrar un escrutinio creíble de lo que habían votado realmente los venezolanos, Maduro se presentó eufórico y anunció su rotunda victoria frente al candidato opositor, Edmundo González. El mundo se quedó atónito, perplejo ante el anuncio y una buena parte de la comunidad internacional dudó de que los resultados presentados por el oficialismo se ajustarán a lo que realmente habían expresado los venezolanos en las urnas.
Solamente los regímenes más desautorizados del mundo, como Cuba, Nicaragua, Siria, Irán, Buielorrusia y, cómo no, la Rusia de Putin, han reconocido los resultados y a Maduro como presidente de Venezuela. Sin embargo, la Unión Europea (UE), la Organización de los Estados Americanos (OEA), los Estados Unidos y las mismas Naciones Unidas, que concluyeron que las elecciones en Venezuela no cumplieron las medidas “de integridad y transparencia”, no han reconocido todavía estos resultados y siguen demandando la entrega de las actas electorales que confirmarían la victoria del régimen. Hasta ahora no ha habido respuesta ni seguramente la habrá.
Lejos de aplacar su ira y buscar una salida negociada y consensuada con la oposición, tal como le solicitaban los presidentes de Brasil y Colombia, Luiz Ignacio Lula y Gustavo Petro, respectivamente, Maduro se mostró como un líder implacable, señalando a sus adversarios como “fanáticos fascistas” a exterminar y profiriendo un discurso cargado de odio y violencia contra la oposición democrática, a la que ha reprimido brutalmente, incluso deteniendo menores y apaleando mujeres -sin que aquí nadie entre nuestras prominentes feministas haya dicho nada de nada-.
Maduro, que permanentemente ha desdeñado el diálogo con sus contradictores y usa la violencia para legitimarse políticamente, siempre se ha movido en el terreno práctico y teórico -aunque nunca haya leído un libro- de lo que el filósofo Carl Schmitt explícita en su obra El concepto de lo político, es decir la idea amigo-enemigo que explica el mundo de la política, de su política más concretamente. Para el filósofo de cabecera de Hitler y simpatizante del nazismo, enemigo no será cualquier competidor o adversario en el ámbito privado, sólo es enemigo quien se enfrenta en el ámbito público, como ocurre con todos los opositores del régimen venezolano; cuando existe la posibilidad de una lucha, de una guerra, y por consiguiente de matar al otro. La identificación del enemigo es, según Schmitt, consustancial a la política y así es inevitable pretender destruirle. Es desde esa óptica, y no desde otra, desde donde debemos entender al régimen venezolano desde sus orígenes.
La estrategia adoptada por Maduro desde la larga noche del 28 al 29 de julio se sustentaba en esa idea y eso explica la estrategia adoptada desde esas horas fatídicas. Como recordaba el diario El País en uno de sus editoriales, “Maduro eligió la estrategia del atrincheramiento, que no es nueva y le dio buenos resultados en otras ocasiones, aunque no ha hecho sino agravar el conflicto político venezolano. Desoyó, en la práctica, todo intento de mediación, también el que plantearon tres presidentes de izquierdas: el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el colombiano Gustavo Petro y, en menor medida, el mexicano Andrés Manuel López Obrador. Mientras tanto, cunde el miedo en las filas opositoras, sus simpatizantes prefieren no reunirse y cada vez hay más dudas ante la oportunidad de salir a manifestarse”.
Pese a todo, no cabe duda que al final Maduro es un problema para la izquierda, pese a los grotescos apoyos de una parte de una izquierda española que le apoya descaradamente, como es el caso de Juan Carlos Monedero, avala la “limpieza” del proceso electoral venezolano, como Podemos, o mira para otro lado, como el PSOE. La izquierda latinoamericana, con este giro autoritario y reaccionario que ahora trata de legitimar al régimen de Maduro, quedará desautorizada por años y su herencia como fuerza casi heroica de lucha contra las dictaduras en otros tiempos en favor de la democracia quedará reducida a una caricatura sin credibilidad. Por cierto, y el silencio del ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero, ¿a qué obedece?
Un régimen como el actual venezolano, basado en la represión, la extensión del terror a toda la sociedad para acallar toda forma de disidencia y la censura de todos los medios no afines, no tiene nada que ver con una democracia avanzada y tan solo ha sobrevivido estos veinticinco años porque, al igual que el nazismo, ha extendido la política del miedo a toda una sociedad atenazada y secuestrada por una cuadrilla de saqueadores y forajidos. Aparte de haber dejado sin expectativas a un país que antaño era de los más avanzados y abiertos de América Latina, donde mal que bien se celebraban elecciones cada cinco años que posibilitaban la alternancia política, el saqueo de todos los recursos del Estado, incluyendo a la petrolera PDVSA, ha sido la tónica dominante en estos años para mayor disfrute de la elite gobernante. Ocho millones de venezolanos huyendo del infierno en que se ha convertido su país, junto con los que ahora se están yendo tras el naufragio del 28 de julio, avalan el fracaso de una de las dictaduras más execrables de los últimos dos siglos en el continente.
Escenarios de evolución de la crisis
En vista de lo ocurrido durante todos estos años, en que el régimen y la oposición apenas negociaron y no se atisbó un verdadero acuerdo nacional entre las partes, los escenarios que se vislumbran no son muy halagüeños. Maduro, al colocar al frente de Interior a Cabello, ha optado por radicalizar al régimen e insistir en la represión de toda forma de disidencia política, tal como hemos visto en estos días con al menos 24 asesinados en las calles venezolanas y más de 2.000 detenidos. Las espadas siguen en alto y no hay muchas señales que induzcan al optimismo.
Estos son los previsibles escenarios hacia donde puede evolucionar la actual crisis venezolana:
1. La salida de Maduro de la escena política y el comienzo de una transición a la democracia. Es un escenario absolutamente improbable y que requeriría algún tipo de acción exterior, algo no creíble en estos momentos, y que todos los actores internacionales, incluidos los Estados Unidos y la UE, descartan. Maduro tiene el viento a su favor; cuenta con suficiente apoyo internacional y la obediencia sin fisuras de sus Fuerzas Armadas y cuerpos de seguridad para continuar por muchos años más.
2. Una crisis larga sin expectativas de acuerdo entre las partes y sin negociaciones a la vista de imprevisibles consecuencias. Este escenario, de facto y de hecho, es el que estamos viviendo en la actualidad, con un supuesto presidente electo viviendo en la clandestinidad y escondido con el mayor referente de la oposición, María Corina Machado, en las catacumbas de Caracas. Sin propuestas por parte del régimen, más que el uso de la fuerza y la persecución de la oposición, la situación puede estancarse años y todo tiene un aire de déjà vu como el vivido hace unos años con el autoproclamado presidente Juan Guaidó.
3. La consolidación del régimen de Maduro por otros cinco años e incluso más tiempo. Este escenario, por desgracia para los que abrigaban algunas esperanzas de cambio antes del 28 de julio, es el más previsible dada la posición de fuerza del régimen, el silencio de la mayor parte de las potencias regionales, como Brasil, México y Colombia, que no se arriesgarán más allá de las condenas retóricas a Maduro, y el más que seguro enfriamiento de las protestas opositoras, como ya tantas veces ha pasado en la historia reciente de Venezuela. Luego, como aspecto fundamental, hay que concluir que la unidad de la Fuerzas Armadas en torno a Maduro es total, ya que hay una conexión clara en muchos negocios entre el régimen y altos mandos militares, y que no ha habido ni una sola fisura en sus filas como muestra de esa adhesión al régimen desde que el autorreelegido presidente se considerase como tal el 29 de julio.