El peruanismo huachafería lo inunda todo entre valses, marineras, polcas y huaicos peruanos en la novela que pretender ser la despedida definitiva de la ficción literaria del arequipeño o characato universal Mario Vargas Llosa. Le dedico mi silencio (Alfaguara), lejos de ser un ejercicio de cursilería recalcitrante y naíf, es un artefacto novelesco inteligentísimo y perfectamente documentado, poblado de todos los parabienes que ha ido acumulando durante décadas en su arte este escritor universal, Premio Nobel de Literatura en 2010.
Resulta prácticamente imposible que cualquier escritor de prestigio que se precie de ser considerado así se despida de sus lectores con su gran obra universal definitiva, aunque haberlos haylos, por supuesto. Esta última novela del autor de obras maestras como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo no llega a ese marchamo pero cumple muy dignamente el papel de novela crepuscular. Porque, en definitiva, Vargas Llosa ha querido mirar a su país de origen y rendirle un sentido homenaje de despedida con guiños constantes de cariño y cercanía. Qué mejor que hacerlo entre bailes, música criolla autóctona y una historia embelesante, donde la trama de ficción engarza a la perfección con la parte ensayística y divulgativa del tema central, que no es otro que la música criolla como estandarte y elemento de unión de todo un país, Perú, atravesado en el transcurso de la trama de la novela por la violencia del terrorismo de Sendero Luminoso entre las décadas de los setenta y noventa del pasado siglo.
Lejos de ser un ejercicio de cursilería recalcitrante y naíf, es un artefacto novelesco inteligentísimo y perfectamente documentado, poblado de todos los parabienes que ha ido acumulando durante décadas
El encargado de hilvanar el armazón de la novela es Toño Azpilcueta, “un erudito en la música criolla –toda ella, la costeña, la serrana y hasta la amazónica– a la que había dedicado su vida”, en palabras del narrador de la novela, quien no duda en calificarlo como el mejor conocedor de la música peruana que existía en el país. Su gran obsesión es escribir un libro sobre un guitarrista misterioso y desconocido, Lalo Molfino, desaparecido prematuramente, que lo atrapó definitivamente después de verlo actuar durante un concierto. Ello le llevará a seguir las huellas que fue dejando durante su andadura mientras el terror de Sendero Luminoso acaparaba titulares en el día a día de un país, que seguía “jodido”, por si alguien se preguntaba a estas alturas si se había solucionado la duda del protagonista de Conversación en La Catedral.
Azpilcueta está convencido de que el poder de la música puede templar los ánimos y lograr la reconciliación y pacificación de todo un país, aunque para ello sea necesario hacer uso de la huachafería, “la mayor contribución del Perú a la cultura universal”, piensa el protagonista.
Vargas Llosa es el Vargas Llosa escritor de siempre en esta novela, un autor exquisito con la palabra, mago de la estructura narrativa, profuso en la aportación de información documental para armar adecuadamente el desarrollo argumental y, sobre todo, único en el perfilado de los protagonistas, que rápidamente adquieren en el lector la categoría de verídicos y cercanos.
El Nobel hispano-peruano se despide de la novela con un bello canto al poder del arte y la creación, y a la utopía de conformar identidades nacionales inquebrantables a través de la música. Siempre quedará la ilusión de que el Vargas Llosa autor se desdiga de su intención de despedida definitiva y guarde aún otra obra maestra en la guantera.
