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La izquierda Ana Botella (y la derecha Pablo Iglesias)

03 de Marzo de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Ana Botella

Imaginemos que tenemos una pera, una manzana, una pera y una manzana. Imaginemos también que mostramos estos objetos a varias personas para que nos digan qué ven y determinar cuál es su sesgo ideológico. En un mundo en el que asumimos que existen diferentes ideologías diríamos que una persona liberal debiera ver dos peras y dos manzanas, es decir dos especies diferentes que pertenecen a jerarquías distintas y que en ningún caso debieran mezclarse porque cada una tiene una función natural (otra cosa es que la pera pase a ser manzana o viceversa, pero peras y manzanas nunca podrán ser iguales porque, de poner las condiciones para que lo sean, el totalitarismo se hará con ellas y acabarán convertidas en puré). Por el contrario, una persona de izquierdas, es decir, alguien dispuesto a buscar convergencias en una realidad siempre heterogénea, no verá peras o manzanas, sino fruta, y considerará necesario dotar a estas de mecanismos que les permitan mezclarse, existir en libertad y acordar reglas que eviten el abuso entre ellas pues todas son iguales en tanto que fruta.

Esta filosofía política de la fruta deriva su existencia, recordemos, de Ana Botella, quien en su día se opuso al matrimonio homosexual por considerar que este era tan antinatural e improductivo como juntar peras con manzanas. La hipótesis de este artículo es que el pensamiento Ana Botella -es decir, las peras con las peras, las manzanas con las manzanas-  ha colonizado los cerebros de la izquierda, mientras que el populismo laclauniano de la izquierda Pablo Iglesias -carente de contenido pero fuerte en decibelios- ha sido expropiado con enorme éxito por las derechas -que sí están dispuestas a darle un relleno ultra-liberal- como muestra el éxito de VOX en las elecciones de CyL o el motín popular a favor de Ayuso en la calle Génova.

La hegemonía del pensamiento Ciudadanos en la nueva izquierda española

Dos años después de la incorporación de Unidas Podemos al Gobierno comandado por la vieja izquierda otanista y liberal del PSOE, estamos en condiciones de afirmar que las políticas impulsadas por Iglesias, Díaz, Belarra o Garzón han funcionado como un auténtico caballo de Troya que ha ido naturalizando, por aquí y por allá, el sentido común político neoliberal de Ciudadanos. Para entender esta afirmación, que pudiera parecer una mera boutade cuando es una descripción realista e incluso mesurada de los hechos, basta con que reparemos en tres vectores que hacen de esta izquierda consorte una verdadera izquierda Ana Botella que es, al mismo tiempo, unaizquierda canovista, una izquierda Santo Padre y una izquierda disneylandia.

LA IZQUIERDA CANOVISTA. El canovismo, ese autoritarismo de estado propio de la Restauración borbónica consistente en que dos grandes partidos que aparentan ser diferentes se alternen de manera concertada en el poder, fue reclamado en su día como idóneo por Aznar y es en nuestros días puesto en práctica por la izquierda radical Ana Botella. El nuevo canovismo morado presenta como antinatural que la ciudadanía -las peras y las manzanas- se reestructure a su antojo y cree nuevas formas políticas, pues considera que la verdadera realidad política debe estar conformada únicamente por dos bloques electorales nacionales (es decir, el PP y el PSOE de siempre utilizando estratégicamente sus escisiones como vanguardia).

Esta concepción canovista-centralista de la política, que ya se explicitó en el trato que Unidas Podemos dio a las Mareas, ha encontrado en la reacción de Pablo Iglesias al éxito electoral de Soria Ya en las elecciones de CyL su expresión más concisa. Según Iglesias, “Soria Ya apunta una tendencia estatal muy clara. Las formaciones provinciales seguramente multiplicarán su presencia en el Parlamento a costa de los votos de la izquierda. Ya han dejado claro que no aplicarán cordones sanitarios a la ultraderecha. Saquen ustedes sus propias conclusiones”. Es decir, la nueva izquierda, al más puro estilo Ciudadanos, no solo no  concibe que haya movimientos políticos en defensa de lo común que unan a ciudadanos de distinta índole -peras y manzanas- en la defensa concreta de intereses concretos, sino que considera a estos movimientos nacidos desde abajo como cantonalismos totalitarios que ponen en riesgo el sagrado binarismo normativo izquierda/derecha que insufla de sentido a la patria.

LA IZQUIERDA SANTO PADRE. La izquierda Santo Padre es la izquierda consorte en su más genuina expresión, pues además de ser izquierda Ana Botella que se rinde a los designios del Vaticano (recordemos la cumbre Yolanda Diaz-Papa Francisco), es también la izquierda esposa del felipismo y de su noción responsable de la política. Esta apuesta por la realpolitik, que declara anatema todo intento de cambiar el status quo, se concretó en la reforma laboral recientemente aprobaba por UP que, como ha señalado Gessamí Forner, es un calco de la reforma laboral pactada en su día por el PSOE y Ciudadanos. Todo intento de cuestionar esta política neoliberal es atacada como potencialmente anti-democrática por el anabotellismo de izquierdas, como refleja el sermón lanzado por el intelectual morado Ignacio Sánchez Cuenca contra ERC por haber votado en contra. Según Sánchez Cuenca, este partido “parece pensar que sus demandas son más importantes (representando al 3,6% de los españoles) que el consenso de los agentes sociales” de manera que pone en riesgo “el pacto social.” Sin embargo, este pacto social, contrario a la ciudadanía, es el mismo que ha presentado medidas neoliberales como los ERTE como políticas de izquierdas, o que en su amor a la cronificación de la pobreza ha impulsado a bombo y platillo el ingreso mínimo vital, esa réplica macabra de las leyes de pobres que da por imposible impulsar políticas reales de redistribución.

LA IZQUIERDA DISNEYLANDIA. La izquierda disneylandia deriva todas sus coordenadas éticas de una adaptación de la moral neo-liberal progresista americana -especialmente la política de género butleriana- a la realidad del estado español. La denomino “izquierda disneylandia” porque transforma por completo, al igual que las películas de Disney o los cuentos infantiles seleccionados y comentados por Ana Botella, el sentido de la moral para convertirlo en un instrumento encubierto de alienación con una realidad discriminatoria. Estamos ante el vector de la nueva izquierda más destructivo para las mayorías sociales -y para las mujeres y colectivos LGTBIQ- pues sustituye de manera total las políticas de redistribución de la riqueza que se esperarían de un gobierno de izquierdas, por políticas de reconocimiento carentes de contenido que caracterizan a gobiernos ultra-liberales y que están en el ADN del capitalismo.

En este sentido, la izquierda disneylandia da por bueno el augurio de Fukuyama sobre el fin de la historia que aseguraba que en este nuevo mundo feliz las únicas luchas políticas que podría librar la izquierda serían luchas por el reconocimiento formal de derechos (que no por la consecución real de estos). Esta cosmovisión ultra-liberal de los derechos ciudadanos intenta borrar la resistencia de teóricas y activistas feministas y LGTBI como Fraser, Federici o Ebert a las políticas neoliberales de género propuestas por Judith Butler. Se intenta así ocultar que la política de reconocimiento impulsada por nuestra izquierda disneylandia es una forma de liberalismo sexual que, tal y como afirman Arruzza, Bhattacharya y Fraser en su Manifiesto por un feminismo para el 99%, impone una regulación capitalista (encubierta pero férrea) de la sexualidad y los mecanismos de reproducción social que va en contra, paradójicamente, de una verdadera libertad sexual y de género.

La historia de la primacía de las políticas de reconocimiento sobre las políticas de redistribución de la riqueza se retrotrae a la emergencia del mundo post-socialista a partir de 1989 y a la publicación en 1990 de Gender Trouble. Judith Butler emprendió en este ensayo una labor de deconstrucción del género que le llevó a asegurar que la heterosexualidad, base de la familia tradicional, es la estructura en base a la que el capitalismo se reproduce por lo que cualquier ataque a la racionalidad heterosexual -en forma de subjetividad queer, por ejemplo- participaría de la demolición del sistema capitalista. En esta visión post-socialista y neo-liberal de la realidad, los derechos de reconocimiento incluirían ya de por sí solos (de manera inefable, al modo de la mano invisible de Adam Smith, por eso hablamos de liberalismo sexual) los derechos de redistribución de la riqueza, de manera que una sociedad en donde prevaleciese los derechos LGTBI el capitalismo estaría herido de muerte.

Pero como ya predijo Nancy Fraser en Iustitia Interrupta (1997) ha acabado sucediendo exactamente lo contario, pues la concepción ahistórica del género y la sexualidad defendida por Butler no fue capaz de predecir, en su cerril antimaterialismo, que las relaciones de explotación basadas en el género y el sexo cambian con el sistema económico. Es decir, si antes el capitalismo extraía plusvalía de la familia tradicional (las mayores víctimas eran, con todo, los que eran despojados de sus familias) ahora lo extrae de sujetos en precario mediante una nueva regulación de la sexualidad. La teórica queer Holly Lewis advierte, en este sentido, de que ni la sexualidad ni la identidad por si mismas pueden ser una fuerza material capaz de desafiar al capitalismo si no van de la mano de una reforma profunda de los mecanismos de redistribución.

Si hay algo innegable en esta polémica es que la política de género de Judith Butler (todo un instrumento imperialista-colonialista) ha implantado en la sociedad una manera neo-liberal de pensar por la que los únicos derechos que se consideran posibles son los de reconocimiento y no los de redistribución de la riqueza. Esta sociedad de la identidad (que sustituye y hace imposible una sociedad de la igualdad, la única que puede asegurar derechos identitarios reales) conforma comunidades negativas prototípicas del mundo post 11-S en donde los culpables y el peligro a combatir son los conciudadanos, y no las condiciones estructurales que impiden llegar a tener independencia material y personal para llevar a cabo una vida en libertad. La política de izquierdas se convierte así en punitivismo social. Pero además, el puritanismo de esta política del reconocimiento está siendo usado como una nueva arma imperial atlantista, como muestra el pinkwashing del estado de Israel que, al mismo tiempo que se promueve como un país LGTBI, justifica sus políticas genocidas contra Palestina como una lucha contra la homofobia islámica.

El aspecto represivo neoliberal de esta política del reconocimiento se evidencia en las medidas tomadas por la nueva izquierda en España que, en lugar de utilizar el estado como un instrumento de redistribución de la riqueza, lo ha convertido en una máquina moralista de vigilancia y educación cohercitiva de la ciudadanía. Si el ministro Garzón determina qué juguetes debemos comprar o qué debemos comer, decretando mediante el Nutriscore que los cereales Kellogs son más sanos que el jamón ibérico, la ministra Belarra se propone reeducar a la salvaje ciudadanía mediante un curso obligatorio que debe pasar todo aquel que quiera tener un perro (los perros deben enfrentarse a un “test de sociabilidad”). La ministra Montero, por su parte, que parece no saber nada de políticas de conciliación reales, ni de proporcionar una seguridad material para que todos los ciudadanos que lo deseen puedan formar una familia, no tiene reparo en permitir que se presente la eliminación de la declaración conjunta del IRPF que beneficiaba a las familias más necesitadas como una política de igualdad que empuja, al estilo Thatcher, a las mujeres -vagas, amancebadas, irresponsables- a trabajar.

Estamos ante una política neo-liberal de izquierdas que legitima como natural no implantar políticas de redistribución y que, en su consagración de los derechos formales de reconocimiento como únicos derechos, convierte los derechos en fetiches que ocultan las causas reales de la desigualdad. No olvidemos que los derechos formales son la base de la barbarie capitalista que, en su raíz deshumanizadora, sigue siendo blanqueada hoy en día como un sistema ético. Por ejemplo, en contra de la servidumbre o la esclavitud, el derecho formal de ser asalariado y decidir libremente para quien trabajar, llevó en la Revolución Industrial a que incluso los niños tuviesen que trabajar 15 horas al día. Unidas Podemos se ha convertido así en el verdadero centro ideológico de la política española, el aljibe del que beben PSOE y PP para modernizar sus aspectos más clásicos por medio de un discurso que, presentado como radical, es un calco del capitalismo secular y centralista de Ciudadanos.

La hegemonía del populismo Pablo Iglesias en la derecha española (o el desastre inminente)

El liberalismo que impregna al grueso de la derecha española -una derecha afrancesada, con la excepción de reductos retro-nacionalistas como el carlismo- es una fuerza revolucionaria que cambia la realidad a su antojo haciendo que lo que antes era abyecto y criminal (la esclavitud, el feudalismo, la usura) ahora sea el summum de la legalidad y de la moral (el asalariado, la economía colaborativa, el interés compuesto). Esta lógica de extracción indiscriminada de riqueza convierte a los seres humanos en lo que Jason Moore ha denominado como una naturaleza barata que puede ser explotada hasta la extenuación sin ninguna consideración moral. Es por eso, que el escándalo del tráfico de mascarillas llevado a cabo por el hermano de Ayuso no debiera escandalizar a la derecha española, a no ser que esta haya renunciado a sus principios liberales y se haya convertido al socialismo. Tampoco se debiera escandalizar la izquierda, que no ha dicho ni mu ante la atroz rapacidad de los emporios farmacéuticos que han ido engordando sus arcas con vacunas experimentales mientras jugaban con nuestra salud.

El capitalismo siempre ha funcionado igual. Toda gran fortuna suele provenir de haber hecho negocio con una gran desgracia y de considerar que esa falta de humanidad es en realidad una señal de inteligencia y un motor de progreso para todos. En otras palabras, el escándalo Ayuso que ha dado lugar a una lucha fratricida en el PP es un momento populista Pablo Iglesias de la derecha española que busca radicalizar al electorado propio y ajeno para ampliar su base electoral mediante un esperpéntico pero efectivo renacimiento. Este populismo Pablo Iglesias, personalista y amigo de cuchilladas retransmitidas en directo, no tiene nada que ver con la manera berlanguiana que la derecha española tiene de ajustar cuentas, enviando individuos disfrazados de curas a amenazar con una pistola a la familia de Bárcenas, contratando espías para crear una Gestapillo o teniendo, simplemente, la ayuda del Señor que hace que mueran, uno tras otro, todos los que podían poner en problemas al PP por tal o cual caso de corrupción.

Esta derecha populista, que ya reconvirtió en su día las manifestaciones de indignados en auténticas mareas humanas encabezadas por obispos en defensa de la familia tradicional, ha aprendido de la nueva izquierda y ahora sale a la calle en pequeñas manifestaciones laicas que parecen una utopía valleinclanesca de los comunes para reclamar justicia interna en su partido. Este populismo Pablo Iglesias de la derecha no se reduce, sin embargo, a las manifestaciones espontáneas y a los escraches, sino que se refleja con gran verosimilitud en las políticas impulsadas por VOX, totalmente vacías de contenido. La extrema-derecha española, en este sentido, no tiene el componente social que sí tienen extremas derechas como la polaca, la cual implantó con éxito un estipendio mensual de 500 zloty que cada familia recibe por cada uno de sus hijos hasta que estos cumplan dieciocho años (esta medida ha sido tan exitosa, que ningún partido de la oposición se atrevería a cuestionarla). Es como si el populismo Pablo Iglesias le hiciese comprender a la extrema-derecha española que no es necesario implantar medidas de redistribución de la riqueza, por simbólicas que sean, para apelar al pueblo.

Llegados a este punto se confunde gravemente quien piense que no se pueden equiparar las políticas de la nueva izquierda con las de la derecha. El fracaso del anabotellismo de izquierdas es estrepitoso, pues no solo ha renunciado en la práctica a adoptar políticas redistributivas -aunque fuesen de un leve carácter socialdemócrata- que atajen los múltiples procesos de expropiación de la riqueza que padecemos, sino que ha adoptado la ética capitalista como propia. Es normal que a alguien de la derecha neo-liberal le parezca correcto que el hermano de Ayuso cobre miles o cientos de miles de euros de un contrato adjudicado a dedo, pero no debiera ser normal para nadie de izquierdas que UP, Mas Madrid o Barcelona en Comú den privilegios a familiares, que tengamos sagas como las hermanas Pardo de Vera manejando nuestros destinos entre acusaciones de corrupción o que se justifique, por recurrir al argumentario de la derecha, que Monedero cobre 425.000 euros por un trabajo universitario (así es como se pagan esos trabajos, dijo Pablo Iglesias, a quien este profesor universitario le pide que le encuentre uno similar, aunque solo le paguen 425 euros).

Hay que tener claro que, puestos a competir, el populismo de derechas siempre va a ganar al populismo de izquierdas, entre otras cosas, porque suele cumplir lo que promete  (acabar con la sociedad en el caso de Thatcher, neoliberalizar Madrid en el de Ayuso). Las mismas estrategias populistas que parecen hipócritas en la izquierda acaban por ser descodificadas como auténticas si provienen de la derecha, pues cumplen una misión regeneradora que hace que partidos como el PP salgan reforzados y acaben pareciendo más éticos después de escenificar corruptas disensiones como la reciente. Que nadie se engañe. Lejos de estar en crisis, las derechas españolas, ahora que han interiorizado los aspectos más populistas de la nueva izquierda, están preparadas para hacerse con la hegemonía política del estado español de una manera aún más férrea. El secreto consiste en seguir la lógica capitalista que transforma lo criminal en legal, lo abyecto en deseable, lo injusto en justo. Por eso han escogido a Feijóo, que no era amigo del narcotraficante Marcial Dorado por confundir el orballo de la ría de Arousa con la cocaína, sino porque como todo mafioso de estado sabe que si delinques a cara descubierta nadie te puede acusar de ser un delincuente.

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