Santos Cerdán y Jordi Turull se encierran en un local privado del PSOE frente al Congreso de los Diputados, a cal y canto, para decidir el futuro de este país. La entrevista llega en el momento más tenso, cuando el partido de Carles Puigdemont vuelve a exigir un referéndum de autodeterminación que Sánchez no puede conceder y después de una semana convulsa tras la polémica creada por la cesión de las competencias de inmigración a Cataluña. Si no se produce la consulta popular, si Moncloa se niega en redondo al referéndum, “colorín colorado” a los acuerdos de legislatura, ha dicho Turull. Y puede que no estemos tan cerca del final de un capítulo que para el presidente del Gobierno empezó siendo un cuento de hadas (con investidura) y que con el paso de las semanas se ha terminado convirtiendo en un relato de terror que ni Edgar Allan Poe.
Si hubiera que escoger una historia del gran escritor de Boston para bautizar la relación tormentosa entre Sánchez y Puigdemont, esa sería sin duda el poema El Cuervo, que narra la visita de un pájaro parlante a la casa de un amante afligido a punto de caer en la locura por la pérdida reciente de un amor. El inquietante pajarraco se posa en el busto de Palas Atenea y no deja de susurrarle constantemente al protagonista, como ave de mal agüero que es, el famoso Nevermore, nevermore (nunca más, para el que no sepa inglés). De modo que, al final, el hombre termina cayendo en la cuenta de que jamás se librará de esa sombra negra con pico y plumas tan misteriosa como amenazante. Y así es como queda el fallido enamorado: solo y triste para siempre. Lógicamente, el cuervo sería el expresident de la Generalitat; el hombre atormentado, cómo no, Pedro Sánchez.
Simbolismos literarios aparte, Santos Cerdán le ha dicho a los periodistas que hoy no se va a hablar de referéndum en la importante reunión de Madrid. Sin embargo, no hace falta ser un avezado analista político para entender que PSOE y Junts han entrado en una fase crítica de la negociación en la que, si no se pone encima de la mesa ese as de bastos, no tiene ningún sentido seguir reuniéndose. ¿De qué van a debatir el hombre fuerte de Ferraz y el emisario de Puigdemont? ¿De la crisis del Barça, del traspaso de las Rodalies que ya se ha pactado con Esquerra, de las competencias sobre inmigración que Sánchez no puede darle a los soberanistas porque están blindadas en la Constitución como materia exclusiva del Estado central? No tiene ningún sentido.
Cerdán y Turull no han quedado en un despacho de la carrera de San Jerónimo solo para verse las caras. El tiempo del vodevil y el paripé ya ha pasado. La amnistía está firmada (aunque hoy los letrados del Congreso hayan advertido de que esa ley puede rozar la inconstitucionaliad) y todo está más que hablado. Queda la madre de todas las batallas desde que comenzó el procés, el naipe para el póker de ases, el meollo de la cuestión que lleva siglos enquistado como una negra maldición para este país. El famoso referéndum. Y Sánchez empieza a sentir el vértigo mareante ante el abismo de la historia abriéndose a sus pies. Toda la turbulenta relación del presidente del Gobierno con Puigdemont termina ahora en una estación sin salida, una estación termini. Ya no hay tiempo para más requiebros, evasivas o trucos; ni para más promesas difusas o inconcretas a futuro; ni para más contratos en blanco o papel mojado solo para ganar un día más.
El último teatrillo ha sido ese acuerdo para el traspaso de las competencias en materia de inmigración a la Generalitat. ¿Qué se firmó allí? Ni ellos mismos lo saben. Se le pregunta a Turull y dice que todo, hasta el control de las fronteras en manos de los Mossos d’Esquadra (de ser así sería un suicidio de Sánchez, no se puede ceder a un partido que quiere romper un Estado el dominio sobre buena parte del territorio de ese Estado). Se interroga a cualquier ministro del Gobierno y responde que no se ha cedido en nada, que solo se han dado unas cuantas oficinas para descentralizar y descongestionar la saturada oficina de extranjería, lo cual no es poco si tenemos en cuenta que hablamos de un partido xenófobo que, al igual que propone Vox, pretende echar a los extranjeros reincidentes de una patada en el culo. Todo es una inmensa broma, una burla a la inteligencia de la ciudadanía.
Lo que hemos visto todos estos meses no ha sido más que un juego de la gallinita ciega. Un tahúr habilidoso como Sánchez prometiéndole el oro y el moro a un paciente empeñista de votos y escaños que ha sabido esperar el momento para hacer el agosto en enero. Un presidente hipotecado por la aritmética parlamentaria y un Puigdemont apuntando las facturas en su libreta de Waterloo. Al primero se le acaban los ardides y artimañas. Para el segundo la fiesta no ha hecho más que comenzar. El exhonorable sabe que ha llegado su momento y por eso muestra su lado más voraz, codicioso e insaciable (cada día reclama una cosa distinta y en cualquier momento pide el Museo del Prado para Barcelona, la Liga de fútbol para el equipo de su pueblo o la Moncloa envuelta en un lazo rojo. Sánchez sabía que esto pasaría más pronto que tarde. ¿Qué se podía esperar de un antisistema que está en política para volar el Estado por los aires hasta lograr la ansiada República catalana?
Durante un tiempo, el premier socialista ha jugado a la ficción de que se podía confiar en un Junts bajado del monte, cuerdo otra vez y dispuesto a desempeñar el rol sumiso de la antigua Convergencia, aquel partido pactista que se lo tragaba todo sin escrúpulos a cambio de unas pesetes, unas transferencias y algo de corruptela para el clan. Por desgracia para todos, el partido de Puigdemont es una cosa muy distinta a aquello que conocimos en su día. Están más cerca del rupturismo conspiranoico de Trump que del pragmatismo interesado de Jordi Pujol, el hombre muleta del bipartidismo. Ha llegado la hora de la verdad para Sánchez, ese atormentado personaje de Poe que se lamenta de su soledad y su triste destino. La fina cuerda de la legislatura está muy tensa. Y puede romperse en cualquier momento.