Algunas cuestiones sociales, psicológicas y de salud pública sobre la turismofobia

El turismo indiscriminado y sin control puede provocar en los vecinos que lo sufren problemas de ansiedad y estrés, además de enfermedades cardíacas y, en algunos casos graves, hasta depresión

21 de Octubre de 2024
Actualizado a las 12:53h
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Pancarta del sindicato de inquilinas de Madrid en la manifestación por el derecho de la vivienda | Foto: Agustín Millán
Pancarta del sindicato de inquilinas de Madrid en la manifestación por el derecho de la vivienda | Foto: Agustín Millán

¿Hemos tocado fondo con la turismofobia? ¿Estamos a las puertas de un gran conflicto social por la falta de regulación y el abandono del Estado de derecho, que ha terminado desertando del problema y abandonando a los vecinos a su suerte? El informe Turismofobia: presencia, impacto y percepción del concepto a través de los medios de comunicación, de Antonia Pérez-García y Lito García Abad, de la Universidad de A Coruña, asegura que en algunos supuestos existe un “proceso de colonización” a través del turismo que puede llegar a provocar diversos impactos socioculturales. En el caso concreto de Barcelona, podríamos afirmar que se hallaría a caballo entre la etapa de “irritación” –cuando se ha llegado a un nivel de saturación tal que el turismo se ve más como un problema que como un beneficio–, y la etapa de “antagonismo” –donde los niveles de tolerancia se han superado–. Las dos últimas fases del ciclo forman parte del fenómeno de la turismofobia, ya que en ellas se experimenta rechazo debido a las consecuencias que trae consigo el exceso de visitantes a un lugar. De alguna forma, el vecino se siente colonizado, invadido en su espacio vital, en su propio hogar, y ese sentimiento de amenaza que no le deja dormir tranquilo le acaba ocasionando una animadversión casi enfermiza ante el intruso amenazante.

La turismofobia (rechazo al turista) es una reacción negativa ante la llegada masiva de forasteros, sobre todo ante aquellos que muestran comportamientos incívicos, abusivos o gamberros. Hasta ahora no estaba recogida en el manual clínico de psicología, pero, a la vista de las manifestaciones populares que se convocan casi a diario, es de prever que los expertos tendrán que prestarle cada vez más atención. Como toda fobia, supone una aversión exagerada a alguien o a algo. Podría decirse que una cierta dosis de turismofobia sería normal cuando alguien pone en marcha un mecanismo de defensa ante un fenómeno externo que le perturba o que no le está dejando vivir en paz y con tranquilidad. Pero ya no sería tan normal si el sentimiento se exacerba hasta tal punto que desata conductas irracionales o agresivas. Es el caso, por ejemplo, de la “madrileñofobia”, un subgénero de la turismofobia que lleva a quien la padece a odiar concretamente a los madrileños. En sus peores versiones, podría decirse que estamos ante un probable síntoma de xenofobia y, por qué no decirlo, ante un vestigio ancestral, quizá grabado en el inconsciente colectivo, de aquellas guerras entre viejas tribus de la Península Ibérica.

La turismofobia tiene que ver con factores de todo tipo, culturales, políticos, sociales, socioeconómicos y hasta religiosos. De entrada, puede surgir cuando la persona que vive en un lugar determinado se siente amenazada por la figura del extraño, el forastero, el que llega de fuera. El miedo al otro, al que viene de lejos, al que habla diferente, viste diferente y tiene una forma de entender la vida diferente, provoca recelo en el autóctono. Siempre fue así. Un turismo masificado puede generar en el vecino un sentimiento de desarraigo en su propia casa, de falta de intimidad, de confusión, frustración y descontento, que le lleva a rebelarse. Además, se ponen en riesgo reglas elementales de la demografía: a mayor cantidad de gente en un área determinada, a mayor concentración humana o densidad poblacional, mayor competencia por los recursos y mayor posibilidad de conflicto.

Por si fuera poco, la turismofobia podría tener algo que ver con la nostalgia, con el recuerdo de un tiempo y un espacio que ya no es. Tenemos tendencia a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor y a recordar nuestra infancia y niñez con ternura. Ello puede llevarnos a repudiar las transformaciones, los cambios radicales en la fisonomía de un barrio o ciudad, en definitiva, un rechazo a la “era posmoderna”, con sus globalizaciones y revoluciones sociales de todo tipo. Se agudiza la sensación de que el turista es una especie de profanador de territorio sagrado, un animal carroñero sin sensibilidad alguna que no respeta el espacio geográfico visitado, esa playa o esa montaña que para el autóctono forma parte intrínseca y esencial de su biografía, de sus recuerdos y de su propio ser. Con el turista llega también alguien a quien no se conoce y al que se suele ver como una amenaza para la identidad cultural, el patrimonio físico o inmaterial y hasta el estilo de vida de una comunidad.

Por si fuera poco, el turismo globalizador genera desigualdad, ya que como parte esencial de la economía capitalista de libre mercado en sociedades de consumo posindustrializadas, es profundamente injusto. La riqueza no fluye por igual en todas partes. El río revuelto da ganancias a unos pescadores, a otros no. Hay quien tiene la suerte de enriquecerse con ese piso turístico, con ese bazar de venta de souvenirs o ese chiringuito a pie de playa, mientras que otros no resultan tan afortunados. El maná que cae del cielo cada verano no alimenta a todos por igual. Surgen las rencillas entre los miembros de la comunidad, el recelo y resentimiento, los agravios y las envidias. Más conflicto social. Al mismo tiempo, la turismofobia es dañina para la democracia. Quienes la padecen se sienten abandonados por sus políticos, a los que por momentos parece no importarles el problema; ninguneados por las altas esferas; ignorados en las decisiones que se toman en los resortes del poder pese a que esas decisiones les afectan a ellos, directamente, en sus vidas cotidianas. Si las instituciones públicas no dan una respuesta rápida al fenómeno, los ciudadanos terminarán haciendo la guerra por su cuenta. La rabia y la impotencia germinarán en más caldo de cultivo fácil para los nuevos populismos emergentes. Por tanto, las autoridades competentes deben entender que la participación ciudadana resulta fundamental a la hora de resolver un problema que nos atañe a todos.

Por último, no olvidemos que los trastornos ocasionados por un turismo insolidario y de mala educación pueden acabar afectando a la salud de los autóctonos y residentes en forma de insomnio y falta de descanso nocturno por el ruido; ansiedad y estrés debido al hacinamiento y la superpoblación; enfermedades cardíacas y en algunos casos graves hasta depresión y suicidios. Estamos sentando las bases de una vida de mala calidad. En los próximos años, el turismo masificado se puede convertir en un gran problema no solo social y político, también de salud pública. Por fortuna, no todos los turistas son unos egoístas insolidarios que no respetan al prójimo ni la cultura del lugar que visitan. La mayor parte son cordiales, amables, afectuosos e interesados en aprender y acumular experiencias y conocimientos. Unos y otros, visitantes y visitados, tendrán que aprender a convivir en armonía en un mundo interconectado. Los primeros porque, hoy por hoy, para bien o para mal, el turismo sigue siendo la base de nuestra economía nacional, de modo que van a seguir llegando forasteros durante mucho tiempo y mientras este país no sepa vivir de la industria del chip. Los segundos porque hoy estamos aquí, en nuestra casa, pero mañana también nosotros nos lanzaremos a la trepidante aventura del viaje de placer. A fin de cuentas, ¿quién no ha sido turista al menos una vez en su vida?

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