Ayuso y Almeida están vendiendo, a bombo y platillo, la Fórmula I a celebrar en Madrid en 2026. Ambos se mostraron exultantes, pletóricos, y ya han empezado la habitual campaña de propaganda para ensordecer a los madrileños con el tubo de escape de la mentira. Anuncian grandes oportunidades de empleo, de negocio, de prosperidad, además de un puntazo para la imagen exterior de la región. Sin embargo, más allá del confeti y la fanfarria, todo apunta a que nos encontramos ante el mismo pollino que ya vendió Francisco Camps en su día, cuando Valencia se adjudicó el Gran Premio de Europa por cuatro años, entre 2008 y 2012. Entonces el hombre que acabó ante un tribunal por el caso de los trajes (y que fue absuelto, no se me olvide poner que salió absuelto), también prometió que el evento colocaría a Valencia “en el mapa del mundo”. Nada más lejos. El bluf fue histórico y solo quedó un facturón que ha lastrado a los valencianos durante diez años.
Hoy, de aquellas locas carreras frente al Mediterráneo levantino queda más bien poco. Valencia no está en el mapa del mundo, tal como pronosticó Camps. Puede que lo esté por otras cosas como sus excelentes playas, por su paella y las Fallas, pero eso ya ocurría en tiempos de Blasco Ibáñez. La Fórmula I pasó con más pena que gloria, sin aportar nada nuevo ni bueno. Y lo que es peor, lo que ha quedado de todo aquel fasto resulta desolador. Un barrio marítimo degradado y reducido a la condición de poblado chabolista marginal, deudas y una humareda de pleitos y escándalos. Las cifras hablan por sí solas. La construcción del circuito costó cien millones a las arcas del Estado; Canal 9 (la cadena pública hoy extinta tras su crack) pagó 40 millones por los derechos televisivos; la empresa organizadora cerró con pérdidas de 44 millones de vellón; y el pago del canon de la Generalitatpor las cuatro temporadas se elevó a la friolera de 111 kilillos de nada. En total, la fiesta costó 230 millones, que se terminaron de pagar el pasado verano, una década después. Y eso que prometieron al ciudadano que todo saldría a coste cero.
Durante los años previos al evento, los políticos del PP contaron a la gente todo tipo de milongas y cuentos de hadas, como que los yates atracarían por decenas en el puerto de Valencia; que las grandes fortunas del planeta se dejarían caer por el futurista edificio de Chipperfield para asistir a la carrera; y que el maná de la riqueza se derramaría por todas partes, convirtiendo en rico a cada padre de familia. Sin embargo, los valencianos quedaron a cuadros, como el banderón que da por terminada cada carrera, cuando el contrato finalizó y se hizo balance del proyecto. Los barcos no habían atracado masivamente, tal como se esperaba (en realidad, el atraco se lo dieron a los contribuyentes de a pie que pagaron el fiasco); ningún gran magnate se dejó el parné en grandes inversiones para la ciudad (todo lo más se pagó unos cuantos martinis gratis para las camareras); y los vecinos (sobre todo los del degradado barrio del Cabanyal) siguieron siendo pobres como ratas. Allí, la carrera interesante no estaba en los monoplazas de las diferentes escuderías, sino en la que hicieron algunos expertos en el pelotazo fácil. Basta con darse una vuelta por el circuito urbano abandonado por el que ya solo ruedan los arbustos secos de las películas del Oeste para entender que aquello fue una falla faraónica plena de derroche y despilfarro a la que algunos metieron fuego como si no hubiera un mañana. Aquella Valencia del quiero y no puedo quedó muy lejos de ser el glamuroso Mónaco prometido por Camps y Rita Barberá que, eso sí, consiguieron lo que buscaban: darse una vueltecita en el Ferrari de Fernando Alonso y hacer mucha propaganda electoral.
Hoy los cantos de sirena de los grandes eventos organizados por el Partido Popular vuelven otra vez de la mano de los mismos perros con diferentes collares (Almeida hace las veces de Camps, Ayuso de Rita). Siempre es lo mismo, allá donde gobierna el PP se construye una pirámide de falso cartón piedra. En eso consiste el programa neoliberal derechoso: en vender mucho humo para todos, aunque al final solo fumen unos pocos. La fulgurante presentación que hicieron ayer los dos prebostes madrileños huele al mismo neumático recauchutado del fallido proyecto valenciano, o sea, al mismo cuerno quemado de antaño. El alcalde y la presidenta aportaron las cifras del cuento de la lechera automovilística, pero ni siquiera se pusieron de acuerdo en el señuelo. Mientras que para el edil caerán del cielo unos 500 millones de euros, Ayuso cifró los beneficios en 450 millones. Mientras la lideresa habla de la creación de 10.000 puestos de trabajo, la Cámara de Comercio los sitúa en 8.200. Es tal el tamaño del montaje que ni siquiera se han atrevido a compartir con la oposición el dosier del proyecto. Y no lo hacen sencillamente porque dejar por escrito algo tan difuso y aleatorio como el posible impacto económico de la F1 es un ejercicio poco menos que arriesgado. ¿Que ese fin de semana de Gran Premio se reactivará la economía de Villa y Corte? Por supuesto. Pero será el chocolate del loro. Que no espere ningún autónomo hacerse rico con esto. En todo caso, las tascas ayusistas venderán más vino y más torrezos ese domingo. Los hoteles se pondrán a reventar de turistas. Y los taxistas harán algo más de caja. El problema es que, al día siguiente, cuando se desmantelen las gradas de un evento que pondrá patas arriba la ciudad e incrementará la boina de contaminación unos cuantos puntos más, los pacientes de la Sanidad pública seguirán recibiendo una asistencia médica nefasta, los barrios pobres seguirán siendo pobres y solo se habrán llenado los bolsillos los conseguidores y comisionistas siempre bien situados en la pole position. Economía ultraliberal a calzón quitado revestida con el mono rojo de piloto ferrarista tan seductor como engañoso.
Curiosamente, el destino quiso que la histórica presentación se produjera ayer, justo cuando la serie Heidi que nos ilusionó en nuestra infancia cumplía 50 años. Los cuentos de ayer y de hoy. Fantasías animadas a todo color. Mucho nos tememos que este tocomocho de los cochecitos por Madrid es más de lo mismo: mucho ruido y pocas nueces.