En España siempre ha habido incendios durante el verano. Hace algunas décadas se mezclaban los intereses económicos con la destrucción de grandes parajes. Sin embargo, la virulencia de los que se llevan produciendo en los últimos años va más allá de lo que pudiera ocurrir en el pasado.
Durante el verano de 2025, España ha sufrido una intensa oleada de incendios forestales. El país ha visto cómo el fuego arrasaba 39.155 hectáreas hasta el 3 de agosto, un 9 % más que el mismo periodo del año anterior, aunque aún por debajo del promedio de la última década. Sin embargo, el volumen y la virulencia de los fuegos superan ya lo habitual; el Servicio Europeo Copernicus alertó la semana pasada de que España y gran parte de Europa se enfrentan a un riesgo extremo debido a la combinación de temperaturas elevadas, baja humedad y fuertes vientos.
La ciencia confirma que una parte considerable del calor extremo que ha marcado este verano no es meramente circunstancial: España ha vivido más de 60 días con temperaturas extremas en los últimos 12 meses, frente a solo 18 si no existiera el cambio climático. Ese calor adicional, generado por el aumento de gases de efecto invernadero, aumenta la probabilidad e intensidad de incendios, aunque no provoca igniciones de forma directa.
Según la AEMET, el calor extremo deseca la vegetación, convirtiéndola en combustible inflamable. Este efecto se agrava cuando se suma a la abundante biomasa acumulada (por lluvias anteriores o abandono rural) y vientos fuertes
Incendios “de sexta generación” que desafían los límites
La ONG WWF ha identificado un preocupante patrón: los incendios forestales actuales no solo son más numerosos, sino también más potentes y veloces. Estas “sexta generación” de incendios generan pirocúmulos (torres de fuego capaces de alterar la atmósfera) y superan la capacidad de respuesta tradicional. El caso del incendio en Torrefeta (Lleida), que se propagó rápidamente bajo vientos de hasta 125 km/h y creó un pirocúmulo de 14.000 metros de altura, es una demostración aterradora de cómo el clima extremo favorece incendios de proporciones inéditas.
España enfrenta un escenario climático cada vez más seco y cálido, a pesar de las lluvias de la pasada primavera. Desde 1950, el territorio con clima árido se ha duplicado, mientras que las olas de calor se prolongan en promedio 3 días más por cada década, intensificándose 0,27 °C cada diez años. La combinación de sequías extendidas, vegetación reseca y altas temperaturas genera una tormenta perfecta para incendios, revelando la influencia directa del cambio climático.
Urge prevención estructural
Aunque se han logrado reducir los incendios en número (-35 % entre 2015 y 2024), la superficie quemada solo descendió un 5 %, indicando una mayor intensidad de los fuegos. Expertos coinciden en que confiar en héroes de última hora no es viable; el modelo actual, centrado en la extinción, debe dar paso a una estrategia basada en prevención, gestión territorial activa y resiliencia.
Existe un vínculo causal entre el cambio climático y el aumento de incendios extremos: más calor extremo que convierte la vegetación en combustible, olas de calor más frecuentes y largas, que provocan más incendios, sequías prolongadas que hacen el fuego más virulento, e incendios más agresivos y difíciles de controlar, con efectos incluso sobre la atmósfera local.
Pero este vínculo no implica que el cambio climático sea el único culpable. La ignición suele tener origen humano, y la mala gestión del territorio, el abandono rural y la falta de prevención estructural son igualmente determinantes.
El verano de 2025 en España ha evidenciado con crudeza cómo el cambio climático actúa como un acelerador del riesgo de incendios forestales. El país ya vive un escenario donde el clima extremo, debilitado por décadas de políticas preventivas insuficientes y abandono rural, alimenta fuegos cada vez más letales. Reconocer esta causalidad no es un ejercicio académico, sino una urgencia para cambiar de modelo: hay que pasar de apagar incendios a impedirlos.