Antaño era el demonio quien arruinaba las cosechas, sometiendo a la población a los rigores de la pertinaz sequía, la sed y el hambre. Hoy es el peligroso separatista catalán el responsable de todos los males de la nación. Se trata de una versión actualizada de ese pensamiento mágico, religioso, mítico, tan español. El patriota ultra necesita enemigos para justificar su razón de existir.
Desde hace siglos, nuestros pueblos de la España seca se llenan de solemnes procesiones y rogativas rumbo a la ermita local para pedirle a la Virgen y a todo el panteón bíblico que libre al pueblo de los espíritus malignos culpables de la sequía. Cuenta la tradición que en Torrejoncillo (Cáceres) le pedían agua a San Pedro poniéndole una sardina en la boca y, si no llovía pasados tres días, la furia popular terminaba con la imagen del santo en una charca en medio de insultos e imprecaciones. Ese tipo de rituales y cultos heterodoxos se repiten en otras localidades extremeñas como Alía y Santiago del Campo (con San Marcos); en Garbayuela (con San Blas); y con San Bernabé en Jaráiz de la Vera. Esa España nuestra.
La derecha política y mediática ha encontrado en el independentista con rabo y cuernos el gran chivo expiatorio sobre el que volcar la furia popular por la sequía. Según el mundo ultrapatriótico, Puigdemont, Junqueras, Aragonès y compañía son los nuevos demonios que asfixian los campos, cierran el grifo de los hogares y condenan a Cataluña al tercermundismo. Los grandes responsables de que los catalanes estén pasando sed, en fin. “¿Ven, ven ustedes? Tanto pedir la independencia, tanto odiar a España, y ahora vienen llorando para que los rescatemos de la ruina. Al enemigo ni agua, que se apañen ellos solitos”, repiten como un mantra machacón los tertulianos e informativos de la caverna.
La sequía agravada por el cambio climático es el principal problema que tiene planteado, hoy por hoy, este país. Los científicos, expertos y grupos ecologistas llevan décadas alertando de que esto iba a ocurrir y reclamando una respuesta inmediata, drásticos planes de ahorro, depuración de las aguas, persecución policial de aquellos que esquilman y contaminan los acuíferos, desaladoras, transformación de las cosechas de regadío en secano y cierre de unos cuantos campos de golf para ricos turistas (este periódico acaba de publicar que un solo hoyo requiere de la friolera de 100.00 litros diarios para su mantenimiento). Nada de eso se ha hecho. Han sido demasiados años de desidia y negligencia, sin que ningún gobierno, ni de la Administración central ni regional, se haya tomado en serio la cuestión. Lejos de sentarse a buscar soluciones, unos y otros (mayormente la derecha), han jugado frívola e irresponsablemente, con fines electorales, con el problema de la sequía. Y ahora que no truena, se acuerdan de la Virgen.
No seremos nosotros quienes defiendan la gestión política del independentismo catalán en los últimos años. Es cierto que los impulsores del separatismo unilateral se han dedicado al bizantino debate sobre el derecho a la autodeterminación, a impulsar revolucionarios procesos de independencia y a fomentar el odio antiespañol (el Espanya ens roba que se repitió hasta la saciedad en los peores días del 1-O), mientras hacían grave dejación de funciones de la política cotidiana y el país se les iba al garete. Una utópica obsesión se les metió entre ceja y ceja: hacer épica e historia con mayúsculas cada mañana mientras la gente veía cómo vivía cada vez peor. Desde el 2017, Cataluña no ha hecho más que perder puestos en el ranking de regiones más avanzadas y prósperas de Europa. Las grandes empresas y bancos se han largado de Cataluña en busca de ecosistemas más tranquilos, la Sanidad está hecha unos zorros, la escuela y la universidad pública se deterioran (mucho idioma catalán, pero poco conocimiento productivo, generándose bolsas de fracaso escolar) y la corrupción del tres per cent ha campado a sus anchas. Algún que otro iluminado indepe llegó a confesar que el objetivo único era la consecución de la República a toda costa –aunque fuese por la vía eslovena con algunos muertos–, y que el pueblo catalán estaba dispuesto a “comer piedras”, si era menester, hasta conseguir liberarse del yugo español.
Hoy no solo asumen con resignación que esas “piedras” han llegado para sustituir al jugoso pan tumaca, al sabroso calçot y a la imperial butifarra, sino que ni siquiera tienen agua para beber porque todos estaban hechizados con el procés y nadie se detuvo a comprobar que, mientras la fiebre soberanista crecía, los niveles de los pantanos y embalses bajaban de forma alarmante. Es innegable, por tanto, que el independentismo, con su irracional y ciega ensoñación, es responsable de que la sombra de la ruina emerja amenazante sobre las torres de la Sagrada Familia. Son responsables de no haber planificado una política hídrica. Son responsables de haber descuidado los estragos del cambio climático. Son responsables de negligencia grave. Como lo son los socialistas de Montilla y Maragall, que también gobernaron en su día y tampoco se tomaron en serio el tema. Todo lo cual nos lleva a la siguiente pregunta: ¿y qué pasa en Andalucía, en Castilla, en Murcia? Porque allí no hay independentistas y los campos se secan igualmente, las cosechas se arruinan y mucha gente vive angustiada, con la garrafa de plástico en la mano, pendiente del reloj y del paso del camión cisterna.
En las últimas horas se ha sabido que Pedro Sánchez se propone enviar unos cuantos barcos con agua potable desde la desaladora de Sagunto al puerto de Barcelona. Una medida solidaria que nos vertebra como país y como sociedad. La desertización se extiende por toda la cuenca mediterránea, pero esto no es más que el principio de un fenómeno irreversible y generalizado del que nadie está a salvo. Hoy es Cataluña, mañana será el ficticio paraíso madrileño de Isabel Díaz Ayuso el que se cueza en el miasma de calor, bochorno y tierra yerma. La lideresa no está tomando ni una sola medida, más allá de sacar a pasear a San Isidro Labrador, el santo zahorí, pocero y taumatúrgico que dio un fuerte golpe a una roca, con una vara, haciendo manar el agua para los madrileños.
Sin un gran pacto nacional en política hídrica en el que participen todos los actores afectados, sin dejar al margen la demagogia barata (esa a la que es tan aficionada IDA), iremos a peor. Pero un pacto real y sincero, no como el que reclama el barón andaluz Moreno Bonilla, que mientras se disfraza de ecologista deseca el humedal de Doñana. Es hora de afrontar el drama con valentía y rigor. De nada servirá convocar a la masa exaltada y enardecida frente a Ferraz para arrearle al pelele de Sánchez y de “Puigdemonio”. Que se pongan a trabajar ya todas las administraciones, que para eso pagamos impuestos. Duro trabajo, recursos humanos y materiales, imaginación, más expertos en la materia y menos políticos y mucha solidaridad interregional es lo que hace falta para abordar el gravísimo problema al que nos enfrentamos. Los buques de Sánchez salen de Sagunto camino de Barcelona. Antes enviábamos barcos repletos de piolines; hoy mandamos barcos llenos de agua. Aunque solo sea por eso, vamos mejorando.