Pedro Sánchez ha dado la orden de pasar al ataque en el debate de investidura de Feijóo. La elección como portavoz socialista de Óscar Puente, un boina verde aguerrido y palabrón del nuevo PSOE, no fue improvisada. El propio Puente reconoció ayer que el plan venía gestándose desde hace más de un mes, aunque la decisión final se tomó la pasada semana. ¿Qué pretendía Sánchez con este movimiento? Varias cosas. En primer lugar, obviamente, descolocar al candidato del PP. El líder popular trataba de plantear un debate sereno y sosegado poniéndose en plan estadista que viene con la carpeta repleta de pactos de Estado y reformas para el país. Un contrasentido teniendo en cuenta que el mandamás de Génova se ha pasado la legislatura haciendo oposición destructiva, corrosiva, basada en el bloqueo constante, no solo para Moncloa sino para las instituciones democráticas.
Al negarse a debatir con el candidato conservador, Sánchez situó la batalla política en otras coordenadas. Fue como ponerle delante un implacable espejo que no iba a tener piedad de él. Puente trajo al gallego de nuevo a la realidad, lo bajo de los falsos altares, de su mundo paralelo en el que había estado viviendo desde que se hizo cargo de las riendas del partido. Le puso los pies en la tierra y le recordó que ni tenía los votos para la investidura ni iba a ser presidente del Gobierno. Fue una cruel bofetada. Sobre todo teniendo en cuenta que el revés venía de un alcalde como el de Valladolid que, pese a haber ganado las elecciones, fue desalojado del poder por los pactos y componendas de la derecha. La propia presencia de Puente en la tribuna de oradores de las Cortes era la demostración palpable de que en democracia no gana quien obtiene más votos, sino quien reúne los apoyos necesarios para gobernar. Fue con esa clase práctica de Derecho Constitucional, con ese baño de realidad, como Feijóo terminó de entender de una vez por todas que no le asiste ningún derecho divino a ser presidente del Gobierno de España por el simple hecho de haber sacado un puñado de escaños más que el PSOE. De modo que su argumento esquemático y endeble sobre la lista más votada se derrumbaba como un castillo de naipes.
Cuando el portavoz socialista subió al estrado y, dirigiéndose a Feijóo y fulminándolo con la mirada, le soltó aquello de “de ganador a ganador”, no había mucho más que decir. Fue, además de una lección, un vacile, un severo correctivo a la petulancia del que ya se veía en Moncloa, un chorreo en toda regla. Sánchez se la tenía guardada al PP por tantas burradas como ha tenido que soportar y Puente hizo las veces de fiel ejecutor de la vendetta. Ya se sabe que el capo nunca se mancha las manos.
Pero hay más claves interesantes. Negándose a debatir con su adversario, el presidente del Gobierno se reservó para el momento verdaderamente importante. Por utilizar un símil futbolístico (no nos gusta, pero nos viene al pelo) fue como si la estrella del equipo se quedara en el banquillo en un partido intrascendente para no lesionarse y estar al cien por cien en la final de la Champions. Feijóo planteó su investidura fallida no solo como un acto de exaltación a mayor gloria de sí mismo y para reforzar su posición ante los suyos, sino para tenderle una trampa a Sánchez. El dirigente popular iba con una sola y obsesiva idea en la cabeza: que el premier socialista confesara que ya tiene apalabrada la amnistía con Carles Puigdemont y el mundo independentista. Más allá de ese objetivo claro y concreto –censurar al jefe del Ejecutivo–, la sesión parlamentaria que se vive esta semana en el Congreso de los Diputados servirá para poco más. Entrar en un cuerpo a cuerpo con Feijóo, en una refriega inútil, solo beneficiaba al candidato conservador. Hubiese desgastado a Sánchez y le habría restado el efecto sorpresa, que se reserva para el día que, fracasado el intento del dirigente popular, dé el paso adelante, reciba el encargo del rey de formar Gobierno y presente su programa de investidura. Ese será el momento de ajustar cuentas con Feijóo. Así que tocaba pasar palabra y esperar con paciencia a que llegara su hora.
Finalmente, la intervención de Puente ha sido todo un chute de adrenalina para la militancia, para un PSOE que trata de presentarse como el partido de las bases, del pueblo, no de los jerarcas de la Transición como Felipe y Guerra. Su elección fue cosa de Pedro Sánchez, ese Houdini experto en sacar conejos de la chistera y de marcarse trucos espectaculares como golpes de efecto. Una de sus apuestas arriesgadas a todo o nada. Poco tuvieron que ver los asesores; el aparato no tomó parte en nada. “No le dimos más vueltas. El discurso lo he escrito yo, no hay más pluma que la mía”, confesaba ayer el propio exalcalde de Valladolid. Para lo que pretendía el Gobierno, su alegato demoledor resultó más que eficaz y consiguió lo que se esperaba. Los puristas del parlamentarismo se quejan ahora del tono belicoso empleado por el portavoz socialista pero, ¿acaso no hace ya mucho tiempo que el Partido Popular tomó la decisión de imponer en la política española ese tono crispante, trumpista, faltón y exaltado? La intervención de Puente fue una reacción lógica al tan injusto como intolerable “Que te vote Txapote”. Los socialistas, que acarician la reedición del Gobierno de coalición, pusieron pie en pared contra esa “gente que da lecciones sin estar en condiciones de dar ninguna”, tal como dijo el flamante nuevo portavoz socialista con permiso de Patxi López. Feijóo salió noqueado de su fiesta de cumpleaños. Misión cumplida.