El Gobierno saca pecho con los datos del desempleo en España. Casi 50.000 personas menos en la cola del paro, 20,4 millones de cotizantes y la mitad de los contratos firmados indefinidos son, sin duda, cifras como para alegrarse. No solo se mejora en cantidad de empleo creado, sino en calidad del mismo, con lo cual, poco a poco vamos dejando atrás los tiempos del esclavismo laboral que impuso Mariano Rajoy con aquellos contratos por horas, minijobs y salarios tercermundistas. Sin embargo, las estadísticas del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social siguen arrojando una realidad terrible: 2.862.260 millones de españoles continúan en el dique seco. La cifra más alta de paro de la Unión Europea y una de las más elevadas de la OCDE junto a Costa Rica. Un país avanzado no puede consentir esa situación lacerante que provoca grandes bolsas de desigualdad y pobreza (aumentadas por los estragos de la inflación), además de una desafección cada vez mayor del pueblo hacia la democracia.
Pero hoy tocaba un poco de autobombo y propaganda y el ministro Escrivá, aunque es consciente de que los buenos datos son estacionales, coyunturales, no ha perdido la oportunidad para hacerlo. “Estamos hablando del mejor marzo de toda la historia”, asegura el titular de Seguridad Social, para quien el plan de recuperación y los fondos europeos están empezando a surtir efecto en el mercado laboral, lo cual ha creado un buen “clima de confianza” en el mundo empresarial. Lo que no dice el señor ministro es que la Semana Santa está a las puertas, ejerciendo su habitual influjo estimulante en la economía, y que este sigue siendo un país de camareros y albañiles. Al contrario, trata de convencernos de que el paro ha bajado en los sectores técnicos, científicos y artísticos. ¿Ha cambiado de la noche a la mañana, sin que nos enteremos, el anquilosado modelo productivo nacional basado en el turismo de sol y playa, la terracita y el chiringuito? ¿Están desapareciendo los profesionales de aquella España del eterno desarrollismo tardofranquista para reconvertirse de repente en informáticos, astronautas, físicos cuánticos y directores de cine aspirantes al Oscar de Hollywood? No creemos. Más bien Escrivá es un optimista patológico.
Al ministro ya lo vamos conociendo y hay que creerle la mitad de lo que dice. No se trata de que esté tratando de engañarnos (no tenemos por qué dudar de su buena fe), sino de que es un hombre que lo ve todo con un positivismo, filosófico y psicológico, exagerado. Un entusiasmo vitalista que no tienen los españoles aterrorizados por el atraco diario en el supermercado. Escrivá jura y perjura que no se aumentará la edad de jubilación más allá de los 67 años, pero si vemos lo que está pasando en Francia con el macronismo que tanto le gusta a Feijóo, las barricadas y el cóctel molotov, la huelga general, la furia callejera y la quema de Ayuntamientos, el panorama no es nada halagüeño. Y cuando el ministro pone la mano en el fuego por unas pensiones garantizadas hasta el año 2060, cuando lo cierto es que nadie, ni siquiera los economistas más avezados, saben qué va a ocurrir la semana que viene, está haciendo otro grave ejercicio de imprudencia temeraria. De aquí a cuarenta años todos calvos y él ya no estará entre los vivos para rendir cuentas si llega esa fecha mítica y las pensiones son una reliquia del pasado, un fósil del viejo Estado de bienestar camino de la extinción.
Indudablemente, la reforma Escrivá va por el buen camino, pone el foco en el aumento de las cotizaciones y los ingresos para sostener el sistema y cuenta con el aval de los sindicatos y Bruselas. No es poco y tenemos que felicitarnos de que el tema no se haya abordado desde una perspectiva ultraliberal. Sin embargo, cualquier boomer medianamente informado sabe que se trata de vivir al día, de modo que su pensión no está garantizada, ya que la hucha puede vaciarse en cualquier momento como ya ocurrió en anteriores crisis, cuando Rajoy la exprimió a conciencia para pagar el rescate de los bancos.
El futuro ya no es lo que era, como decía Paul Valéry, entre otras cosas porque, tal como escribió Benedetti, no es una página en blanco sino una fe de erratas en la que todo acaba saliendo mal. No podemos confiar en el optimismo obsesivo y eufórico de Escrivá en el futuro que a él se le antoja esplendoroso pero que a los pobres mortales les infunde miedo y pánico. Ya vamos teniendo una edad y nos han dado demasiados gatos por liebres. Lo que vaya a ocurrir no podemos preverlo. Solo el destino sabe qué va a ser de nosotros cuando nos hagamos vejetes y nos jubilemos, aunque al paso que vamos mucho nos tememos que nada bueno. Lo que sí podemos exigirle a Escrivá, más allá de que lea el porvenir en los posos del café o en su bola de cristal, como un animoso pitoniso, es que pelee por las cosas del presente. Y ahí hay mucha tarea por hacer. El despido improcedente, un suponer. Zapatero y Rajoy nos robaron aquella indemnización de 45 días por año trabajado, gran conquista de la democracia, y la rebajaron a 33. Una de las mayores estafas a la clase obrera en la historia de este país que PSOE, PP y Ciudadanos han decidido perpetuar tras votar en contra de recuperar ese derecho, tal como pedían Podemos y Esquerra. En España sigue siendo demasiado barato despedir a un trabajador, dice Yolanda Díaz, que sin duda está dándole vueltas a la cosa para retomar aquellos míticos 45 días e incluirlos en el nuevo programa electoral de Sumar, visto que Sánchez no la deja ir más allá en su reforma laboral. Hoy, cuando le han preguntado al ministro si está dispuesto a abrir ese melón, ha sido rotundo y tajante: “No”. Toca ser socialista pero no demasiado, no se vayan a enfadar la patronal y el Íbex. Así que menos jugar a adivino con las pensiones del siglo que viene y más izquierda real ahora.