En un proceso traumático y complejo como es el final de la violencia terrorista, las víctimas son las piezas más vulnerables, las que suelen llevar a cabo más renuncias y sacrificios. Su presencia, directamente o a través de las asociaciones que las representan en los foros políticos y académicos nacionales e internacionales, resulta imprescindible para la construcción de un relato lo más ajustado posible a la verdad. En España funcionan varias organizaciones que defienden los derechos de las víctimas y que pelean para mantener vivo el recuerdo de sus seres queridos. La mayoría de los afectados siguen moviéndose entre la tristeza y la rabia mientras tratan de seguir adelante con sus vidas. No se consideran héroes por la libertad, ni tampoco mártires. Solo personas que tuvieron la desgracia de que los terroristas pusieran en ellas la diana. Ya se sabe que ETA impuso la “socialización del sufrimiento”: todo el mundo podía ser víctima, intencionadamente o por casualidad, con tal de que Euskadi pudiera alcanzar la independencia.
La organización terrorista asesinó al padre de Ángel Altuna en septiembre de 1980. Ahora colabora en la recuperación de la convivencia en Euskadi contando su testimonio a estudiantes de 16 años. Casi la misma edad que tenía él cuando la banda le cambió la vida para siempre. “Mi padre era policía nacional. A partir de ahí, yo me hice adulto abruptamente, injustamente, violentamente”, cuenta a los alumnos de la clase. “Se trata de que ellos vean una dimensión desconocida, como es afrontar situaciones absolutamente extremas, injustas y dolorosas, como tuvimos que hacerlo todas las víctimas con una respuesta cabal, responsable y democrática, que es desde la no venganza”, asegura en un programa de TVE. Enseñar la verdad en las escuelas, mediante testimonios de quienes han padecido el zarpazo terrorista, se antoja fundamental para construir un relato veraz. Y no basta con contar solo el final de ETA, es preciso abordar su deslegitimación, diseccionar sus métodos salvajes, denunciar su macabro proyecto totalitario, su genocidio planificado a largo plazo de más de cuatro décadas.
Paqui Hernández, viuda del inspector Eduardo Puelles, aporta un testimonio desgarrador: “Yo sigo pensando por qué, para qué. Tengo que seguir con esto. Destrozaron una familia, nada más. Ni les he perdonado ni les voy a perdonar. Jamás. A mí me han destrozado la vida. Me lo han quitado todo. Ellos pueden ver a sus familiares, yo llevo años sin ver a mi marido”. Sobre la posibilidad real de que la memoria histórica reciente de Euskadi termine siendo borrada algún día, asegura: “Cada uno lleva su vida y tendemos a olvidar lo que no nos interesa. Sí, nos olvidan, pero a mí no me pueden pedir que olvide”.
Begoña Pereira, exconcejal del PP en Guipúzcoa obligada a vivir con escolta durante años, reconoce que “han sido momentos duros, ha sido un malvivir. Algunos dicen, pero bueno, ahora vivimos muy bien, esto ya no es lo que era... No, señores, no nos confundamos, aquí sigue habiendo gente que es muy muy de marcarte. Y es algo que te duele, porque ya hemos quedado marcados de por vida”. Su guardaespaldas, Rosa Amor, simboliza otro lado de la historia a menudo oculto, el que vivieron otras víctimas, precisamente las que protegían a las personas amenazadas por ETA. Policías, guardias civiles, militares... Vidas rotas. “Olvidados, sin trabajo, sin recursos. Hubo compañeros que terminaron suicidándose”, explica Amor. La depresión, los trastornos psicológicos, los somníferos, la obsesión de seguir mirando bajo el coche cada mañana por si alguien ha colocado una bomba lapa... Una vida, en fin, de miedo y amargura por el rechazo de una buena parte de la sociedad vasca que los miraba con desprecio, con odio, arrinconándolos como bichos raros y dándoles la espalda. Hoy, aquel gueto –el de la casa cuartel o el barrio en que se recluía al txakurra (perro) o al maqueto (inmigrante español en el País Vasco)–, aquel atroz apartheid impuesto por ETA, también va camino de desaparecer, aunque lentamente. “Había bajado al garaje, y en el garaje escuché la explosión. Estuve ocho o nueve meses con antidepresivos. Ha sido un suplicio, todo era daño”, explica un policía que, años después, prefiere seguir ocultando su identidad.
Florencio Domínguez, director del Centro Memorial Víctimas del Terrorismo, aboga por un “reconocimiento de la ilegitimidad histórica del terrorismo por parte de quienes lo practicaron y quienes lo apoyaron”. Pero ese gran salto adelante no termina de producirse. Es evidente que, aunque las heridas van cerrando poco a poco, todavía supuran. El dolor de las víctimas queda perfectamente reflejado en Maixabel, la emocionante historia de la viuda de Juan María Jáuregui, el político socialista asesinado por ETA en una cafetería de Tolosa en el año 2000. Once años después del crimen, Maixabel Lasa consiente en participar en un programa de reinserción de presos etarras, un doloroso cara a cara con los integrantes del comando que acabaron a sangre fría con la vida de su marido. La película de Icíar Bollaín nos revuelve en lo más profundo de nuestro ser ante la pregunta de si tendríamos el valor de sentarnos con quienes nos arrebataron al ser más querido. El film no se recrea en el atentado, ni en las tensiones políticas de la época, ni siquiera se esfuerza por indagar en un momento de la historia de este país, aunque es cierto que la directora no se olvida de captar el crispado ambiente social de la época. Estamos en realidad ante un relato humano sobre el perdón y la culpa, sobre la reconciliación y la convivencia en paz, sobre los límites de los sentimientos.
Vencer y perdonar, es vencer dos veces, decía Calderón. Pero en este caso da la sensación de que no hay victoria de ningún tipo, solo devastación, dolor y negros recuerdos. El remordimiento, la culpa y el rencor. La cinta de Bollaín viene a decirnos que quizá el perdón no sea suficiente para superar el trauma de los atentados, de los años del plomo y la sangre, del millar de víctimas que dejó el terror de ETA, tan ciego como absurdo. ¿Basta con que el preso reconozca sinceramente el daño causado y recompense de alguna manera a las víctimas? Esa pregunta sigue latente, y sin respuesta, en las entrañas mismas de la sociedad vasca.
Maixabelsuena en nuestras conciencias mientras algunos políticos de la derecha española siguen resucitando a ETA, que ya no existe pero que parece más viva que nunca. Por momentos, PP y Vox dan la sensación de querer transmitir la idea de que solo hubo víctimas en su bando, mientras que las otras, las víctimas socialistas, hoy ya no cuentan. Es lo que ha ocurrido recientemente con el eslogan electoral “Que te vote Txapote”, una infamia ampliamente difundida por el PP para denigrar a Pedro Sánchez. El Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite) y la Fundación Fernando Buesa reclamaron a la clase política, y a la sociedad en general, que no se utilice esa deleznable consigna repetida hasta la saciedad en los últimos meses para cargar contra el presidente del Gobierno. Consideran “indigno y cruel” emplear el alias de Javier García Gaztelu, uno de los pistoleros más sanguinarios de ETA, como eslogan de campaña electoral. Sin embargo, a través de otro comunicado, un centenar de víctimas respaldó la hiriente alusión al asesino etarra. El documento fue suscrito, entre otros, por la expresidenta de la AVT, Ángeles Pedraza; el presidente de Dignidad y Justicia, Daniel Portero; y la familia Jiménez Becerril. También lo firmó Marimar Blanco, hermana del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, asesinado por Txapote hace ahora 26 años. “Respaldamos el lema porque entendemos que forma parte del derecho a la libertad de expresión del pueblo. El enunciado [...] tiene todo el sentido del mundo en este momento”, alegaba el comunicado. Por lo visto, algunos han conseguido lo que querían: dividir, polarizar a las víctimas en dos bloques irreconciliables. Otra mala noticia para la paz.
Tratar de manipular a las víctimas con fines partidistas, dividiéndolas en asesinados de primera y de segunda categoría (las hubo tanto de derechas como de izquierdas, Juan Mari Jáuregui era socialista, no lo olvidemos), resulta tan absurdo como desalmado y cruel. De ahí que el ejemplo de Maixabel Lasa, la mujer capaz de sentarse frente al asesino de su marido y mirarlo a la cara, es una bendición para este país cainita y feroz. Una rara avis. Sus palabras sobre el perdón y la reconciliación, algo tan cristiano que la derecha no ha interiorizado ni interiorizará jamás, pueden sonar enigmáticas en un mundo polarizado como el de hoy, pero son un ejemplo y un soplo de aire fresco por encima del enrarecido clima de mezquindad en el que algunos, sin un ápice de grandeza en sus venas, siguen instalados.
Mientras tanto, otra sombra se aleja en el tiempo: la del terrorismo de Estado. El funesto recuerdo de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), comandos parapoliciales que practicaron la guerra sucia contra ETA entre 1983 y 1987, también va quedando atrás. Los diferentes juicios contra políticos y funcionarios de la cúpula del Ministerio del Interior de Felipe González supusieron, sin duda, una victoria más de la democracia en su intento de derrotar a ETA, cuya lucha armada se quedó sin la coartada de la represión del supuesto Estado fascista español. Fuera de Euskadi se ha hecho autocrítica y justicia. Los altos cargos y funcionarios que organizaron la cal viva de Lasa y Zabala pagaron con cárcel. Los policías y guardias que practicaron torturas en sórdidos cuarteles como Intxaurrondo (véase el general Enrique Rodríguez Galindo) fueron procesados. Los sicarios Amedo y Domínguez pasaron de la cloaca a la celda. El Estado de derecho puso a cada cual en su lugar, salvo algún que otro “Señor X” que, bien es cierto, se fue de rositas de aquella siniestra planificación del terrorismo estatal institucionalizado. Se hizo la pertinente reflexión sobre hacia dónde conducía la guerra sucia. Hoy, nadie duda ya de que aquello fue terrorismo de Estado, una reflexión sincera que en ocasiones se echa en falta en Euskadi respecto a ETA.
La batalla por el relato. Revisionismo abertzale
Según el estudio Los derechos de las víctimas de ETA, elaborado por el Defensor del Pueblo, “desde que ETA anunciara el final de su actividad terrorista, en octubre de 2011, ha surgido en España un lógico interés por saber cómo debería narrarse la historia de la organización desde sus inicios hasta la más reciente actualidad”. La experiencia nos dice que aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. A través de los libros de texto de Bachillerato, las generaciones futuras pueden conocer que la democracia de la que hoy disfrutan está fundamentada en el sacrificio de otras personas que incluso se dejaron la vida por defender la convivencia y el Estado de derecho. “Por eso, se debe ser muy cuidadoso con lo que aprenden nuestros jóvenes sobre ETA y con las narraciones históricas que sus libros de texto reflejan sobre el terrorismo”, asegura el Defensor del Pueblo.
Si bien la violencia de ETA fue respaldada durante décadas por un amplio sector de la sociedad de Euskadi que justificaba políticamente las acciones de la banda y su “estrategia de tensión” en el marco del sempiterno conflicto con el Estado español, hoy la inmensa mayoría de la población la condena. ¿Ha madurado el pueblo vasco en estos últimos años en paz? Sin duda. La vida sin terrorismo, libre de miedos y ataduras, es mucho más plena y permite reflexionar con mayor libertad, analizar fríamente lo que ocurrió, enfocar el problema no solo desde un único punto de vista, generalmente politizado, sino también desde un prisma social, ético y humano. A ello han contribuido los numerosos trabajos académicos de escritores y ensayistas que se publican cada año.
Antonio Rivera, catedrático de la Universidad del País Vasco, ha analizado el fenómeno del final del terrorismo etarra. “Cuando ETA renunció a la lucha armada, se abrió un debate sobre la naturaleza de ese instante y sobre la de la historia anterior a él. Así, la cuestión remite a si estamos ante un simple final de ETA o ante un proceso de paz. Una u otra lectura supone posicionamientos muy distintos sobre qué fue ETA, cuál fue su naturaleza, qué defendió auténticamente, qué consecuencias ha tenido su actividad o si se trataba de una guerra o no”, asegura. Para este experto, quedan no pocas incógnitas por despejar como, además de la construcción del relato, la situación de las víctimas, el tratamiento penal de los presos y las medidas para evitar la repetición de lo ocurrido.
Es indudable que desde el Gobierno vasco se han alentado políticas tendentes a superar el llamado “conflicto” en el marco de un discurso ajustado a la verdad. Se han puesto en marcha medidas para restañar la dignidad de las víctimas, se han organizado cursos y exposiciones, en definitiva, se ha tratado de recuperar la memoria de lo ocurrido. Pero al mismo tiempo se ha reivindicado a “todas las víctimas de todas las violencias”, una declaración ciertamente ambigua que genera algo de confusión en la sociedad vasca. Al establecerse una línea continua histórica, cronológica, que va desde la Guerra Civil hasta nuestros días, pasando por la represión de la dictadura franquista, por el terrorismo de ETA y la guerra sucia del Estado español, se está difuminando o enmascarando al auténtico culpable y origen del mal de toda esta historia de sangre y terror: ETA. “Ese recorrido alienta las versiones tradicionales del conflicto vasco –sobre el que se soportó la acción de ETA– y la teoría de ‘los dos demonios’, una doble violencia, terrorista y contraterrorista, que tendría a la sociedad vasca como víctima inocente (e irresponsable)”, asegura Rivera. En ese discurso, el nacionalismo del PNV se ha sentido cómodo en su equidistancia, criticando los fanatismos abertzale y españolista y ofreciéndose como única alternativa para una Euskadi, si no independiente, al menos autónoma. Y así, en ese contexto minuciosamente diseñado, es como se repite el mantra de “una paz sin vencedores ni vencidos como condición para una paz justa”, cuando la realidad es que ETA, y solo ETA, fue la gran culpable del gigantesco desastre para todos.
En cierto modo, en esa “batalla por el relato” una de las cuestiones primordiales se centra en determinar cómo se redacta la historia que, según dicen algunos, siempre la terminan escribiendo los vencedores. Sin embargo, no parece que sea este el caso, ya que se están construyendo al menos dos relatos no complementarios y, por contra, sí bastante alternativos o irreconciliables. Uno para apaciguar a la izquierda abertzale en su proceso de rehabilitación democrática, otro para contentar a los constitucionalistas y no dañar demasiado a las víctimas.
Según un sondeo sobre la legitimación del terrorismo realizado por expertos de la Universidad de Deusto y respondido por jóvenes estudiantes en diciembre de 2020, la mayoría de los encuestados rechazó el uso de la violencia como herramienta política, aunque las generaciones más jóvenes, y quienes se identifican con una nacionalidad solo vasca, es decir, no española, “expresan menos contundencia y menos determinación a la hora de rechazar lo que fue ETA”. Pero hay otras señales que invitan a la prudencia respecto al éxito de un proceso de paz que se sigue antojando largo y complejo. Así, una encuesta realizada a estudiantes de la ESO de Navarra en 2021 revela que solo el 57 por ciento de los alumnos sabe determinar con exactitud qué fue y qué significó ETA, mientras que un porcentaje insignificante de apenas el 0,5 por ciento tiene alguna información sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Curiosamente, el atentado más conocido por los encuestados es el de Carrero Blanco, como si el franquismo fuese para los vascos un momento histórico mucho más importante, reciente y trascendental que el actual período democrático. De alguna manera, la imagen de Franco sigue estando fresca en el subconsciente colectivo.
El estudio también refleja que un 26 por ciento de los alumnos consideró que el uso de la violencia “puede estar justificado en algún caso para la obtención de fines políticos”; un 52 por ciento aseguró que no y un 22 por ciento no sabe o no contesta. El cuestionario, realizado por el Observatorio de la Realidad Social del Departamento de Derechos Sociales del Gobierno de Navarra, fue enviado a todos los centros educativos de Secundaria de la comunidad autónoma con un muestreo total de 28.355 alumnos de entre 11 y 16 años. Es decir, los estudiantes interrogados de más edad tenían siete años cuando ETA anunció su disolución en 2011.
Obviamente, los datos demuestran que se está produciendo una transformación en la mentalidad de la sociedad vasca que tiene mucho que ver con el paso del tiempo. Bildu ya no es visto como un agente siniestro al servicio de la cúpula etarra, sino como un partido más. Y esto en buena medida es así porque las nuevas generaciones, plenamente incorporadas al proceso electoral, ya no tienen conciencia de lo que fueron los años del plomo. Es cierto que han oído hablar a sus padres y hermanos de lo que fue aquello, del tiro en la nuca, del zulo y la kale borroka. Pero los relatos les quedan muy lejanos en el tiempo, los escuchan sin demasiada implicación emocional, casi como una tediosa clase de bachillerato impartida por un aburrido profesor. La sangre y la pólvora solo ejercen su poder terrorífico cuando se huelen de cerca. La violencia no se define, se sufre, se siente.
Bildu, con maquiavélica habilidad, todo hay que decirlo, ha conseguido colocar su versión –la de que no hubo buenos ni malos, solo circunstancias inevitables dentro de un secular proceso histórico–, entre un amplio sector de la sociedad vasca, una especie de revisionismo abertzale concebido para mitigar o atenuar el remordimiento colectivo, el sentimiento de culpabilidad tribal, la magnitud de las atrocidades que en nombre de la patria y la independencia se cometieron en aquellos días negros de la historia. Ese relato, repetido una y otra vez hasta la saciedad, ha sido como un masivo lavado de cerebro eficaz, limpio, aséptico.
Por fortuna, las nuevas generaciones ya no conviven con la imagen de un policía, un concejal o un trabajador cualquiera asesinado en plena calle por maqueto, txakurra, demócrata o enemigo españolista. Y en ese escenario novedoso prolifera un revisionismo batasuno, como también existe el revisionismo de la derecha española radical impulsado por una serie de escritores que han dado pábulo a las teorías más descabelladas. En plena campaña a las elecciones vascas, durante un coloquio pseudohistórico y a pocos días del 21A, Esperanza Aguirre se abrazaba al negacionismo de la historia oficial (establecida tras décadas de estudio y análisis no solo por los más eminentes historiadores españoles, sino también por brillantes hispanistas extranjeros como Hugh Thomas, Ian Gibson o Paul Preston) para culpar al PSOE del estallido de la Guerra Civil Española y situar el golpe de Estado que dio comienzo a la Guerra Civil no en 1936 (fecha del alzamiento militar del general Franco), sino en el 34, con la revolución obrera de Asturias.
Esos mismos días de campaña, PP y Vox impulsaron la mal llamada Ley de la Concordia en la Comunidad Valenciana. En ella se borra de un plumazo la verdad de los hechos; no se condena la dictadura; se equipara a las víctimas del terrorismo contemporáneo con las de la persecución ideológica y religiosa “durante el período histórico comprendido entre 1931 y nuestros días” (metiendo en el mismo saco la Segunda República y el franquismo); se mezcla, en un pastiche grotesco, la Guerra Civil con el terror etarra e islamista (como si tales fenómenos tuvieran algo que ver entre sí); se blanquea el fascismo, el millón de muertos, la represión genocida del Régimen dictatorial, el exilio; se disuelven los organismos públicos dedicados a recuperar la memoria histórica; se elimina toda subvención oficial a las asociaciones que exhuman los restos de los represaliados enterrados en fosas comunes, solares y cunetas; y lo peor de todo: se humilla a las víctimas y a sus familiares. Semejante patraña o burdo revisionismo, que no es avalado por ningún historiador riguroso y de prestigio, sino que es consecuencia de los bulos de la Escuela Falangista empeñada en blanquear la figura de Franco, no se diferencia demasiado de lo que hacen los dirigentes de Bildu a la hora de blanquear a ETA. Ya se sabe que los totalitarismos se tocan y emplean técnicas de propaganda muy similares. Ambos están obsesionados con enterrar la memoria bajo un manto de silencio para tapar sus crímenes horrendos.
En un mundo normal, la pregunta de si ETA fue una banda terrorista sería absurda, no necesitaría de respuesta alguna. El problema es que ya no estamos en el mundo de ayer, como diría el gran Stefan Zweig, sino en la era de la posverdad, donde cada cual amolda la historia y la reinterpreta según sus fobias, sus filias y sus intereses particulares. Otxandiano tuvo ante sí una magnífica oportunidad para posicionarse como un auténtico demócrata defensor de los derechos humanos, como un tipo decente que siente náuseas ante el asesinato y la mutilación. Era el momento ideal para colocar al partido todavía bajo sospecha en el marco ético de la democracia. Lamentablemente, no dio el paso decisivo. Mucho más claro y conciso fue el candidato del PNV Pradales, que calificó de “error y horror” la trayectoria de la banda terrorista ETA.
Sería interesante saber si Otxandiano, al igual que otros muchos jóvenes integrantes de la nueva izquierda abertzale –esa que pretende homologarse sin romper totalmente con el pasado–, carece del valor para condenar el terrorismo por puro cálculo electoral, porque aún le queda un poso de odio y rencor antiespañol en el cuerpo o porque (y esto sería más preocupante), aún le tiemblan las piernas cuando suena el teléfono, no vaya a ser que sea Pakito, Josu Ternera o Txapote dando las consignas pertinentes. Sin embargo, su sonrojante posición política no parece que haya pasado demasiada factura en las urnas a la coalición EH Bildu. Hay quien cree, como Eduardo Madina, que la condena explícita de la violencia y el espinoso asunto de ETA “ya no es una variable electoral” importante en el eje de la política vasca, en el sentido de que “no es un vector de movilización de voto ni en la defensa de su hipotético legado ni en la lucha a favor de la memoria de las víctimas del terrorismo”. El analista político, víctima de un atentado de la banda que le ocasionó la amputación de la pierna izquierda, lamenta que se niegue la historia reciente de España porque eso “no construye convivencia, sino la amenaza de un totalitarismo”.
De alguna forma, para bien o para mal, el partido que durante décadas fue el brazo político de ETA se ha integrado en el marco institucional. Ha votado a favor de medidas del Gobierno como el escudo social. Ha tratado de amoldarse a los nuevos tiempos, proyectando la apariencia de una formación moderna e impecable desde el punto de vista de la ideología de izquierdas, aunque deje mucho que desear respecto a su valoración de los derechos humanos, de la democracia y la decencia ética y moral. La tragedia de estas elecciones es que muchos vascos (quizá demasiados) han entendido que si el PP no condena la dictadura franquista es perfectamente lícito no condenar el terrorismo de ETA, de ahí que la coalición abertzale haya subido como la espuma. Negacionismo llama a negacionismo. Revisionismo bipolar. No es que el Partido Popular tenga la culpa de un fenómeno como la radicalización de la sociedad vasca a costa de la caída del languideciente PSOE –último bastión de la moderación–, pero sin duda su concepción revisionista de la historia da carta de naturaleza y vía libre para que el pueblo compre sin complejos el discurso blanqueante de ETA mantenido por Bildu.