Familias que compran seres humanos inician una guerra contra el Gobierno

La presión de colectivos que buscan legitimar la gestación subrogada choca con una realidad ética ineludible: el cuerpo de la mujer no es, ni debe ser nunca, una mercancía negociable al servicio del deseo ajeno

25 de Abril de 2025
Actualizado a las 10:29h
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Familias que compran seres humanos inician una guerra contra el Gobierno

Frente a las acusaciones de “violencia institucional” vertidas por asociaciones como Son Nuestros Hijos, el Gobierno español mantiene su negativa a registrar automáticamente a menores nacidos por gestación subrogada en el extranjero. Más allá de la retórica emocional, el fondo del debate exige una reflexión profunda: ni la infancia ni el cuerpo de las mujeres pueden estar al servicio de un mercado impulsado por el deseo individual de tener hijos.

La gestación subrogada no es un acto de altruismo ni una mera técnica de reproducción asistida. Es, en la práctica, un contrato donde una mujer pone su cuerpo al servicio de un encargo ajeno, frecuentemente a cambio de una compensación económica. Por esta razón, está expresamente prohibida en el ordenamiento jurídico español: porque convierte el cuerpo de la mujer en un instrumento de uso temporal, prescindible y disponible para quien pueda pagar.

El reciente anuncio del Gobierno, a través de la ministra de Igualdad, de endurecer los criterios para inscribir a menores nacidos por esta vía en el extranjero, no sólo es legalmente coherente: es éticamente necesario. Frente a ello, asociaciones como Son Nuestros Hijos han iniciado una ofensiva política y mediática para deslegitimar esta posición, llegando incluso a calificarla de “violencia institucional” y a presentar denuncias ante la Unión Europea.

Pero lo que estos colectivos eluden en su discurso es la premisa fundamental: el cuerpo de la mujer no es un recurso a disposición de los demás, ni siquiera cuando media su consentimiento. En un sistema desigual, ese consentimiento suele estar condicionado por la necesidad, y esa es precisamente la raíz de la injusticia estructural que sustenta la gestación subrogada.

La defensa de los derechos del menor, argumento reiterado por quienes impulsan esta práctica, no puede desvincularse de las condiciones en las que ese menor ha sido concebido y gestado. Legalizar o facilitar esta inscripción implica asumir como legítimo un sistema basado en la explotación reproductiva, que invisibiliza a las mujeres gestantes y les niega cualquier forma de agencia más allá del contrato.

Ser padre o madre no es un derecho que se pueda ejercer a cualquier precio. Es una elección que debe respetar límites fundamentales, y uno de ellos es la integridad física y moral del cuerpo femenino. Permitir la gestación subrogada, aunque se maquille como "reproducción solidaria", es abrir la puerta a una forma contemporánea de servidumbre reproductiva.

Resulta especialmente preocupante que quienes promueven esta práctica no cuestionen el hecho de que solo quienes disponen de recursos económicos suficientes pueden acceder a ella, creando así una nueva forma de privilegio biopolítico: tener hijos no por capacidad reproductiva, sino por poder adquisitivo.

Los Estados tienen la obligación de proteger a los menores, sí, pero también a las mujeres. Y en este caso, proteger significa no legitimar una práctica que convierte el embarazo en un servicio y el parto en una entrega contractual. Esa cosificación del cuerpo femenino no es compatible con los valores de una sociedad que se proclama feminista y garantista. La verdadera violencia institucional no reside en la negativa a inscribir automáticamente a estos menores, sino en permitir que se perpetúe un sistema que hace del cuerpo de la mujer un objeto de comercio y de la maternidad una función externalizable.

El cuerpo de la mujer no es un espacio de alquiler ni un bien intercambiable, por más que se intente disfrazar de libertad o de amor parental. Su dignidad no está sujeta a contrato, a precio ni a voluntad ajena. Y esa es una línea que, en un Estado de derecho, no se puede ni se debe cruzar.

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