Aznar cree que una amnistía del Gobierno Sánchez a los miles de encausados por el procés legitima la sedición y es una invitación a volver a declarar la independencia de Cataluña. “Marca el punto de no retorno hacia la destrucción de la Constitución”, asegura el expresidente. La arenga del Ser Supremo ha sido la orden directa para que el Partido Popular se movilice y saque a sus tropas a la calle. Hoy mismo, Cuca Gamarra ha anunciado una gran manifestación para el 23 de septiembre mientras que el Gobierno acusa a Aznar de golpista y sedicioso por llamar a un nuevo alzamiento nacional.
La amnistía se ha convertido en el nuevo montaje del PP para tratar de llegar al poder. La prodigiosa y formidable maquinaria del fango de la derecha de este país no descansa nunca, ya sea promoviendo policías patrióticas para espiar a la disidencia política, lanzando bulos de pucherazo o difundiendo campañas infames como el “Que te vote Txapote”. El mecanismo de la puesta en escena suele ser siempre el mismo: se acusa a los socialistas de querer romper España, se crea un ambiente de futuro apocalíptico y se moviliza a la masa crítica, toda esa gente de buena fe que acaba siendo manipulada por la retórica trumpista.
La amnistía, en el caso de que se acuerde, lo cual no está claro (hay muchas probabilidades de que Puigdemont rompa antes las negociaciones y vayamos a una repetición electoral), es una medida perfectamente constitucional, ya que no se prohíbe en nuestra Carta Magna. Aquí, la gran amnistía fue la que tumbó el Tribunal Constitucional en 2012, la amnistía fiscal del ministro Montoro para dar satisfacción a los ricos. Con aquella medida, el Gobierno Rajoy pretendía regularizar bienes no declarados y todo el dinero negro que las grandes fortunas tenían a buen recaudo en paraísos fiscales. La repatriación se permitió mediante el pago de un impuesto del diez por ciento sin sanción penal. Un módico precio para una inmensa vergüenza. Bajo el magnífico eufemismo de “regularización extraordinaria”, Montoro firmó lo que no era más que un perdón generalizado para todos aquellos millonarios que no habían cumplido con sus obligaciones con Hacienda e incluso los que habían cometido delitos de fraude fiscal. Se calcula que la medida permitió aflorar 40.000 millones de euros no declarados, aunque solo 1.700 fueron a parar finalmente a las arcas públicas. Personajes con cuentas pendientes con la Justicia como Rodrigo Rato, Luis Bárcenas, Jordi Pujol y otros se beneficiaron de la clemencia o absolución del Gobierno Rajoy.
De alguna manera, la amnistía fiscal de Montoro rompió más España que cien procesos de independencia. La fracturaba por la mitad por donde más duele: por el principio de igualdad, por el principio de cohesión social, por el principio de reparto de la riqueza, todos ellos establecidos en la Constitución española, esa misma que tanto dicen defender los prebostes del Partido Popular. Si una amnistía supone, etimológicamente y por definición, el olvido, el dúo Rajoy/Montoro decidió olvidar los fraudes y delitos de las grandes fortunas de este país. Un excelente ejercicio de amnesia cínica y controlada.
Hay numerosos casos de amnistía en la historia de España. En 1924 Primo de Rivera, con el auspicio de Alfonso XIII, firmó un perdón generalizado para los condenados por el desastre de Annual. En la Segunda República, Manuel Azaña decretó una amnistía para liberar a Lluís Companys. Y Franco la practicó con cierta frecuencia a lo largo de cuarenta años de dictadura.
La Ley de Amnistía de 1977 supuso la libertad para los presos políticos encarcelados durante el régimen franquista. La normativa no nació con el carácter de ley de punto final, aunque en la práctica lo fue. Se trataba de avanzar en el espíritu de concordia y de excarcelar a todos los que habían luchado contra Franco. Tras aquella ley salieron a la calle presos de GRAPO y ETA (concretamente 89), pero también supuso el borrón y cuenta nueva para los torturadores del régimen franquista y los sospechosos de crímenes de lesa humanidad, que terminaron beneficiándose de la medida (a última hora UCD colocó una cláusula para librar de cualquier proceso penal a los funcionarios del Estado con las manos manchadas de sangre). Ya nunca más se podrían enjuiciar los crímenes de la dictadura cometidos antes de 1977. Se impuso el dogma de la impunidad. Se decidió que el Estado podía mirar para otro lado por razones pragmáticas. De hecho, cerca de 18.000 reclusos, entre comunes y políticos, incluidos terroristas, se habían ido beneficiando de diferentes medidas penitenciarias, antes de la entrada en vigor de la ley, gracias al indulto real de noviembre de 1975. Curiosamente, el acuerdo entre todos los grupos parlamentarios fue casi unánime. Alianza Popular, cómo no, decidió abstenerse.
La Ley de Amnistía del 77 fue necesaria para liberar a nuestra joven democracia del lastre del pasado. Una cesión para conseguir un bien mayor. Hay momentos en que es preciso poner el contador o reloj otra vez a cero. Y este puede ser uno de ellos. El perdón a cientos de personas que tomaron parte en las manifestaciones y revueltas del procés se antoja casi una condición previa para empezar a reconducir el conflicto catalán. Como en 1977, el Estado puede adoptar esta medida de gracia para abandonar la vía de la represión policial y judicial y retomar la negociación política. O sea, aquello de desinflamar la cuestión catalana. Si Pedro Sánchez y Carles Puigdemont han llegado ya a un acuerdo sobre una nueva amnistía es algo que se desconoce a esta hora. Las negociaciones avanzan en secreto y puede ocurrir cualquier cosa. Pero montar una manifestación contra una medida de gracia que hasta ahora no existe, ya que todo está en el limbo, es una maniobra surrealista propia del habitual histerismo de nuestra derecha asilvestrada y montaraz, además de una grave irresponsabilidad del Partido Popular. Solo obedece al principio del“todo vale” y al intento del núcleo duro aznarista de torpedear cualquier intento de Sánchez de lograr los apoyos necesarios para ser investido presidente. Puro sabotaje político.