La extrema derecha se conjura contra Felipe VI (I)

20 de Enero de 2024
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Las recientes movilizaciones de grupos fascistas ante la sede de Ferraz, en contra de la amnistía, han venido a demostrar dos cosas: que los nostálgicos del régimen anterior están dispuestos a acabar con todo rastro de socialismo en España y que Felipe VI no es el hombre que ellos estaban esperando. No hay más que recordar los eslóganes que coreaban (“Borbones a los tiburones” y “La Constitución destruye la nación”) para entender que la monarquía parlamentaria fundada por Juan Carlos I y Adolfo Suárez tras la muerte del dictador en 1975 no entra en los planes del nuevo fascismo posmoderno. La extrema derecha, al igual que la extrema izquierda lo hizo en su día, ha pasado la pantalla del Régimen del 78.

El revival del franquismo en nuestro país es correlativo al momento de crisis que vive la institución monárquica. Los casos de corrupción detectados en la Casa Real (declaraciones de Hacienda de Juan Carlos I y caso Nóos con el procesamiento de los duques de Palma); la entrada en la Familia Real de Letizia Ortiz (una republicana convicta y confesa que no es del agrado de los partidos y grupos ultras); y los últimos acontecimientos históricos –pandemia, procés independentista de Cataluña, acceso al poder del Gobierno de coaliciónPSOE/Podemos, así como las sucesivas crisis que han causado malestar social y un deterioro de las instituciones– han terminado por convencer a los ultras de que Felipe VI no es uno de ellos. Y no será porque el monarca no ha tenido cuidado a la hora de no enemistarse con un sector de la sociedad y de la política que ya dio buenos quebraderos de cabeza a su padre. No hará falta recordar cuando, en plena Transición, la cúpula castrense franquista presionaba al anterior jefe del Estado (hoy autoexiliado en Abu Dabi por sus asuntos fiscales) para que se sumara a un golpe de timón, rompiera con la democracia y se abrazara a un Gobierno de concentración nacional dirigido por un hombre fuerte, militar por supuesto, como Alfonso Armada. Todo aquello ya sabemos cómo acabó, no será preciso entrar en el momento decisivo del 23F todavía no suficientemente aclarado. De una forma o de otra, la extrema derecha española siempre ha actuado de la misma manera: primero se ponen detrás de un rey, dándole vivas y vítores, y después lo derrocan para entronizar a un caudillo.

Sin duda, el punto de inflexión de la ruptura sentimental, el momento en el que la camarilla dura, el búnker, empezó a marcar distancias con Felipe VI, fue el polémico discurso del 3 de octubre, que no gustó ni a unos ni a otros. Es cierto que el rey se mostró inflexible con los catalanes que habían sido malos españoles al promover un referéndum secesionista, y que ni siquiera tuvo unas palabras de afecto con los heridos en las cargas policiales, todo lo cual apaciguó a la caverna nacionalista española. Sin embargo, para muchos adeptos del mundo retrógrado el monarca estuvo tibio, blandengue hasta quedarse corto, ya que esperaban una reacción más enérgica y punitiva, y hubo quien se sintió defraudado, ya que lo que esperaban escuchar de boca del jefe del Estado no eran hermosas palabras como convivencia, unidad, democracia y Constitución, sino la orden del capitán general de todos los ejércitos de movilizar los cuarteles y meter los tanques en Barcelona. Aquel discurso de la impotencia no solo frustró a no pocos izquierdistas que esperaban un mensaje más ecuánime y justo para ambas partes, también dejó fríos a los posfranquistas que daban por segura la suspensión de la autonomía catalana, la ocupación del territorio por parte de las Fuerzas Armadas y la ulsterización de facto de aquella levantisca comunidad autónoma. Si para los demócratas Juan Carlos se graduó la noche del tejerazo del 81, para muchos nostálgicos Felipe VI suspendió el día más importante de su reinado y de su vida. El mito del elegido, del esperado, del heredero “preparado”, se desinflaba como un globo en el cielo.

A la crisis catalana vino a sumarse otra decepción para el búnker: la formación del Gobierno de coalición entre socialistas y podemitas, el primero con comunistas en el Consejo de Ministros desde la Segunda República, una herejía ante la que muchos ultras se rasgaron las vestiduras al entender que rompía con el consenso bipartidista del 78. ¿Qué hacía Felipe VI ante semejante cataclismo bolchevique? ¿Por qué no se ajustaba la corona e intervenía de inmediato? ¿Cómo podía ser que recibiese en Zarzuela a gente como Pablo Iglesias, un subversivo del orden constitucional dispuesto a todo para lograr el referéndum monarquía/república que se le ha sustraído a los españoles desde 1975? Al mismo tiempo que Iglesias obsequiaba al monarca con su sonrisa más ladina y le regalaba la colección con todas las temporadas de la serie televisiva Juego de Tronos, le informaba de que, para él, era un ciudadano más. Si quiere seguir en el poder, que se presente a las elecciones con un partido político, sugería el entonces hombre de la coleta. El votante más cafetero y ultra no daba crédito. El descendiente del glorioso imperio ibérico ninguneado por un comunista advenedizo dispuesto a romper España. La pesadilla se hacía cada vez más y más terrorífica.

El rearme de todo ese montón de gente extremista que se sentía estafada cuajó finalmente en Vox, un partido que en sus inicios se mostró como el más fiel defensor de la causa de la monarquía constitucional pero que hoy no muestra el mismo fervor. Incluso podría decirse que ha virado hacia posiciones todavía más reaccionarias (ya era difícil), hasta el punto de que algunos de sus miembros más destacados no dudan en confesar, en petit comité, su desencanto con la actual dinastía. Pocos se han leído la Constitución, es más, la Carta Magna les importa un bledo, así que cuando se enteraron de que el rey reina pero no gobierna, cuando les explicaron que el monarca se limita a ejercer funciones de representación y de mero símbolo institucional, sin tomar decisiones ejecutivas que por ley tiene vedadas, se llevaron las manos a la cabeza. Sin duda, habían estado engañados durante más de cuatro décadas. ¿En qué manos había caído la amada patria?

Toda esa rabia, toda esa indignación, explotó de forma todavía más violenta cuando Sánchez se puso al frente de las medidas sanitarias restrictivas contra la pandemia. Entonces el cóctel de trumpistas, franquistas, neonazis, conspiranoicos, negacionistas, ultracatólicos antiabortistas y reaccionarios de todo pelaje y condición se transformó en odio hacia el líder socialista y también hacia un rey casado con una plebeya al que empezaron a ver como otro progre peligroso del establishment woke. Hoy la ojeriza contra el inquilino de Zarzuela sigue multiplicándose a cuenta de la amnistía, un problema que endosan en parte a la Casa Real por no haber tomado medidas drásticas en pos de la indisoluble unidad de la nación española. Y para rematar, hace solo unos días, muchos se frotaron los ojos delante del televisor cuando vieron cómo Felipe VI apostaba explícitamente por la creación de un Estado palestino posicionándose en contra de Israel. Otro que se ha hecho de Hamás, pensaron para sus adentros. Y le echaron las cruces, si es que no se las habían echado ya.

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