Los oportunistas siempre aparecen en tiempos de crisis. La entrevista que Tejero ha concedido a El Español, la primera desde que entró en la historia negra de los grandes salvapatrias de España, llega en el momento más sensible, justo cuando Pedro Sánchez acaricia la posibilidad de formar un nuevo Gobierno de izquierdas. “Yo al rey Juan Carlos lo jodí vivo. Él tenía preparado con Armada un Gobierno a su gusto. Pero hacía falta un militar que diera el golpe. Ese fui yo”, asegura. Y confiesa que cuando se vio traicionado por el monarca y los demás milicos implicados, cuando se sintió frustrado por los planes para instaurar un Gobierno de concentración nacional (con izquierdosos en el gabinete de ministros) y convertir España en más de lo mismo, decidió anular la intentona. O sea, que según él frenó el levantamiento militar.
A Tejero hay que creerle la mitad de la mitad de lo que dice y ni siquiera eso. Hablamos de un golpista convicto y confeso, de alguien que conspiró para acabar con la democracia en nuestro país. De un traidor a los principios que juró defender. Si de Tejero dependiera, la libertad y los derechos humanos serían proscritos hoy mismo y pondría a un capitán general en el Palacio de El Pardo, como en el cuarentañismo franquista. En cualquier otro Estado europeo, Tejero todavía estaría chupando celda en alguna lejana cárcel por el grave delito que cometió el 23F del 81. Sin embargo, aquí, como somos más demócratas que nadie y más papistas que el papa, decidimos ser benévolos con él, le rebajamos la pena, lo dejamos irse casi de rositas (fue condenado a treinta años de reclusión, pero a los diez ya estaba en libertad condicional) y hasta le publicamos las memorias para que se saque un parné contando batallitas que ni él mismo se cree.
Este país, desde los tiempos de Viriato, siempre adoleció de un extraño complejo de reverencia con los caudillos redentores. La Segunda República tuvo ocasión de empapelar a Franco varias veces por sedicioso y rebelde, pero no, le dio un destino cómodo y apacible en las Canarias para que no molestara demasiado. Allí tuvo tiempo suficiente para meditar si se mantenía fiel al Gobierno republicano o daba el paso trascendental que cambiaría la historia de España. Fue cuando el general Sanjurjo, otro conspirador, lo definió mejor que nadie: “Franquito es un cuquito que va a lo suyito”. Y los demás involucrados conocían al general del Ferrol como Miss Islas Canarias1936, reprochándole así sus ambigüedades, dudas e indecisiones a la hora de sumarse al golpe.
Al igual que Franco, el famoso teniente coronel ha tenido tiempo para reflexionar (en la cárcel y en su casa) sobre el histórico tejerazo. Y por lo visto ahora, después de tanto tiempo, se le ha aclarado la memoria. Si disponía de tantos datos cruciales sobre la organización del golpe, ¿por qué no denunció el montaje cuando lo sacaron del Congreso de los Diputados aquella mañana en que los españoles se echaban a la calle gritando libertad, libertad? ¿Por qué no expuso abiertamente la estafa durante el juicio por rebelión? ¿Por qué durante décadas ha estado callado cual tumba? Por lo visto, lejos de cantar la Traviata y de poner en su sitio al rey, a Armada, a Milans y a los demás conjurados, decidió guardarse la verdad para él y comerse el marrón de la condena. Nada de eso se sostiene. Nadie que sabe que va a dar con sus huesos en la cárcel lleva tan lejos el papel de “tonto útil”. Pudo hablar y no lo hizo. Pudo tirar de la manta y pagó él solito.
El biógrafo de Tejero, Álvaro Romero, ha querido hacer una hagiografía con la vida de santo del personaje, al que ha intentado retratar como un hombre de honor que solo cumplía órdenes, un engañado por sus superiores, una víctima injustamente vilipendiada y un marido abnegado y padre de familia numerosa formada en el glorioso espíritu nacional. El objetivo no es otro que blanquear la figura del golpista, contribuir al movimiento revisionista de la historia que sustenta ideológicamente el resurgimiento del nuevo franquismo posmoderno y de paso dar un pelotazo editorial, que nunca viene mal. El hombre ha debido pensar que si hasta El Dioni ha hecho caja con sus furgones blindados, él estaba haciendo el canelo desaprovechando el filón mediático de su aventura totalitaria.
Durante años, los fascistas estuvieron callados y metidos en el armario para no pasar vergüenza. Estaba mal visto, se les consideraba friquis de circo, ridículas momias del pasado. Hoy toda esta estirpe ultra sale a la calle de nuevo a proclamar el orgullo del nazismo y cada vez son más los que se suman al revival. Ha llegado el momento de Tejero y él lo sabe. Por eso reclama su minuto de gloria, para rehabilitar su figura y pasar de villano a héroe nacional (acabarán poniéndole una calle en algún pueblo gobernado por Vox). Por eso monta performances como esa delirante denuncia contra Sánchez por traicionar a España e incumplir la Constitución (que nunca le gustó ni la votó, aunque se la coma “como un bacalao con tomate”). Por eso dice sin complejos que le agradaría un gobierno militar que “pusiera las cosas en su sitio” con la ayuda de Felipe VI y el “galaico” Feijóo, que tampoco es santo de su devoción, aunque lo admita como un mal menor. Otra vez la locura de la Guerra Civil, otra vez el delirio sangriento y cainita que toda esta gente lleva en la sangre y que transmite de generación en generación como una mala hemofilia.
Dicho lo cual, nada de esto quiere decir que no hubiera episodios extraños en todo lo que rodeó al 23F. Hay numerosas incógnitas por despejar de aquel trance crucial de nuestra historia. Ahí están, por ejemplo, las cintas secretas del CESID con las conversaciones de los personajes implicados (hoy Esquerra, Bildu y el BNG han vuelto a pedir, por enésima vez, su desclasificación). Y por encima de todo está el oscuro papel que jugó Juan Carlos I, hoy de vacaciones permanentes en los desiertos árabes por sus problemas con Hacienda. Hace tiempo que el pueblo ha dejado de fiarse del emérito. Lamentablemente, su “me he equivocado y no volverá a ocurrir” ha fallado demasiadas veces –tantas como una escopeta de feria ante un elefante de Botsuana–, y ya ha perdido el escaso crédito que le quedaba. Cualquier escándalo que venga del patriarca en declive puede ser cierto, incluso que organizó el 23F como vacuna preventiva ante la grave situación política por la que atravesaba el país. Pero siempre con datos, con información seria y contrastada, con periodistas y escritores trabajando el asunto con rigor. Darle pábulo a las confesiones de un golpista como Tejero no tiene ningún sentido. No lo tuvo en 1983, cuando fue procesado, juzgado y condenado. Y no lo tiene hoy que por desgracia retornan el fascismo y sus ídolos de pacotilla y opereta.