La patronal esclaviza a los camareros

10 de Junio de 2022
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Camareros, una profesión con jornadas maratonianas, sin pagas extras y sueldos precarios.

Los hosteleros se quejan de la escasez de camareros y camareras. Llevan años explotando a los sufridos profesionales y ahora se preguntan por qué los mesones, chiringuitos y restaurantes se han quedado vacíos por deserción del personal. ¿Qué está pasando aquí? Pues pasa que se están pagando sueldos miserables; pasa que se ha creado un auténtico ejército de siervos de camisa blanca, delantal y pajarita; pasa que la situación ha llegado a niveles dramáticos y que el sector turístico español, el más potente de Europa, se ha degradado en calidad del servicio hasta niveles tercermundistas.

La patronal, como siempre, culpa a los obreros y los acusa de vagos. No entienden cómo puede ser que no haya hostias entre los trabajadores a las puertas de los bares para conseguir uno de esos empleos basura. Un infierno de jornadas interminables sin fines de semana, de descansos que brillan por su ausencia, de incumplimiento flagrante de convenios, de horas extraordinarias que no se pagan, de abolición de las vacaciones, de contratos que quedan en papel mojado y rara vez se cumplen y de otros desmanes que solo conocen aquellos que se han dedicado al duro oficio de barman.

Pero hay más, mucho más. Al camarero se le suele pagar en negro o en B, ese infame eufemismo que la derecha ultraliberal, alérgica a los impuestos, ha puesto de moda no solo en la hostelería, sino en tantos otros sectores que en este bendito país se mueven gracias a la economía sumergida. Por si fuera poco, el camarero no solo tiene que soportar al jefe explotador o al encargado negrero, sino también a ese cliente que cuando entra en un local se ve a sí mismo como un marqués con derecho a pisotear al lacayo o criado que está al otro lado de la barra. Gente supremacista que vuelca su bilis y su mala educación con el honesto currante de la bandeja. Gente a la que le gusta putear al más débil.

El camarero es una pieza fundamental en la estructura social de este país. No solo sirve cafés y comidas, sino que se desdobla en multitud de tareas encomiables. Es un relaciones públicas, un coach, un psicólogo improvisado, un confesor, un consejero, un confidente y hasta un amigo. Pocos trabajadores son tan necesarios para el funcionamiento del complejo mecano de esta sociedad enloquecida. Nos sorprenderíamos ante la cantidad de infelices que entran en un bar a altas horas de la noche solo para charlar con su camarero de guardia y buscar algo de consuelo, entre cubata y gin tonic, en la soledad de la gran ciudad. Un buen camarero, un eficiente profesional que conoce su oficio, es como para que se lo rife cualquier empresario con visión de negocio. El hostelero que sabe de qué va esto siempre contrata a los mejores profesionales, esos que saben proyectar imagen de marca con un elegante buenos días, una sonrisa cómplice o un chascarrillo inteligente. El patrón que explota a su empleado, que lo utiliza como ganado de carga y que lo trata a patadas, personal o laboralmente, está tirando piedras sobre su propio tejado. Está arruinando su propia empresa.

En este santo país cuya Sanidad pública se ha olvidado ya de la salud mental, condenando a miles de personas a la pesadilla de la depresión y la ansiedad, el camarero cumple una gran labor social y vertebra España en el sentido más orteguiano de la palabra. No son los camareros los que están fallando en el engranaje; no son ellos los holgazanes que bajan los brazos y desertan por miles en las playas de Marbella. Son los propios jefes o amos del chiringuito quienes, confundiendo un bar con una plantación de algodón, han olvidado la primera máxima del capitalismo bien entendido: si tus trabajadores son felices rendirán más y tú ganarás más dinero. Por desgracia, la filosofía imperante, erráticamente promocionada por los gobiernos del PP, va por otros derroteros muy diferentes y al camarero no solo se le pide que se deslome de sol a sol por una calderilla, sino que ponga dinero de su bolsillo, si es preciso, para ir a trabajar. Así es como se crea una clase social de pobres con trabajo. Ayuso, que presume de ser la gran Juana de Arco de la hostelería madrileña, tiene a sus camareros oprimidos en plan Kunta Kinte, o sea muchos esclavos en la tierra de la libertad, gran paradoja del ayusismo.

El español ya no quiere campo ni bares. La nueva carnaza llega en forma de inmigrante, al que se le pone un delantal aprovechando que no protestará demasiado para que no lo echen del país. Es el chantaje por la vía del miedo. Africanos, sudamericanos, chinos, asiáticos, no importa la nacionalidad de la mano de obra barata siempre que dé el callo y calle. España, paraíso del precariado europeo, maltrata a sus mejores peones, aquellos que sostienen la gran industria nacional, que nos guste o no sigue siendo el turismo. Llegan los ingleses a Cataluña y los alemanes a Mallorca; llegan los franceses a Málaga y los italianos a Valencia. ¿Y qué se encuentran? Unos aeropuertos caóticos y las terrazas vacías porque no hay quien sirva un plato de pescaíto frito. La ruina de la Marca España.

Ellos, los empresarios, no los camareros, son quienes están matando la gallina de los huevos de oro. Ellos, los del capital, son los que nos devuelven a un feudalismo de sirvientes y mucamas. Se quejan mucho de que Sánchez los maltrata con sus duras restricciones sanitarias y su batería de impuestos. Pero el problema solo tiene un único responsable: esa élite de hosteleros/capataces que siguen trabajando a golpe de látigo y fraude laboral, como en tiempos de los faraones, y que no han sabido adaptarse a las normas de la democracia económica. Paguen un sueldo decente al camarero. Dejen de robarle las plusvalías. Compórtense como personas nobles, decentes, profesionales. Y hagan un bien por su país. Sean patriotas de verdad, coño.

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