Anda Nacho Cano de plató en redacción promocionando su musical Malinchesobre la relación de Hernán Cortés con una india nahua durante la conquista de América. Y entre piropazos a Isabel Díaz Ayuso y lecciones de historia de andar por casa, el compositor saca tiempo para lanzar análisis políticos un tanto pedestres y marcianos. “Es muy fuerte la dictadura en la que vivimos: se parece mucho a la de Franco”, asegura, según recoge un titular de La Vanguardia. Pocas estupideces mayores se han dicho últimamente.
Escuchando el pensamiento político del bueno de Nacho (con cierto aroma voxizado, todo hay que decirlo) cabría pensar que en este país funciona la censura del Gobierno, que las cárceles están llenas de presos políticos y que los grises andan por la calle, porra en mano, a la caza de disidentes contra el régimen. Sin embargo, por muy cesarista que se quiera retratar a Pedro Sánchez, esta visión hiperbólica y deformada no es más que un disparate propio de alguien que, o bien está resentido con la izquierda, o no sabe lo que es una dictadura de verdad, o ambas cosas a la vez. Es una pena que no exista una máquina del tiempo capaz de enviar a Nacho Cano directamente a 1939 para que sufriera en sus carnes el frío de la celda que artistas e intelectuales padecieron en aquellos años de posguerra. Quizá no haya caído en la cuenta, pero en el franquismo sus canciones sobre el amor, el desamor y el sexo libre jamás habrían llegado al escenario. Había una cosa, señor Cano, que se llamaba nacionalcatolicismo, de modo que la libertad de creación brillaba por su ausencia. En todo caso aquí, de haber una censura previa propia del nazismo, la practica Vox, que considera aBuzz Lightyear un peligroso apologeta de la homosexualidad y prohíbe obras de Virginia Woolf por fomentar el lesbianismo. Pero de eso nunca habla Nacho Cano, tan preocupado como está por su libertad y por la cultura de la cancelación. Lamentable.
En su ingenua idea del glorioso imperio español, el compositor cree que fuimos una bendición para los pueblos precolombinos, cuando lo cierto es que aquello fue un baño de sangre. Si algo demuestra la historia es que ninguna civilización conquistadora, y la española lo fue, se impone sobre otra con bonitas palabras o convenciéndola sin más de que su cultura, su religión y sus costumbres son más avanzadas que la nativa. Hay tensión, conflicto, choque. Hay guerra, dominio, sometimiento. “Menos mal que a México llegaron los españoles; si hubieran sido los ingleses, no hubieran dejado ni uno vivo”, espeta. Otro craso error histórico. A comienzos del siglo XVII, en plena colonización, el número de muertos en América alcanzó los 56 millones, según una estimación reciente realizada por académicos del University College of London. O sea, que entre nosotros y los llegados de otros países europeos exterminamos a espadazos o sifilazos a casi el noventa por ciento de la población precolombina, probablemente el genocidio más importante de la historia de la humanidad. Les llevamos el castigo divino de enfermedades letales como la gripe, la viruela, el sarampión y la peste bubónica, que desencadenaron la llamada Gran mortandad. No cabe ninguna duda, fuimos una peste para aquella pobre gente que en principio vio en nosotros a una especie de dioses llegados del otro lado del mar, tal como predecían las leyendas milenarias, y que acabaron odiándonos como sanguinarios tiranos y crueles usurpadores.
Es cierto, señor Cano, que la Corona Española quiso establecer una serie de normas, un sistema denominado “las encomiendas”, que obligaba a los nuevos caciques y terratenientes a instruir y evangelizar a los indígenas en el catolicismo. A cambio tenían derecho a explotar las tierras con mano de obra nativa y a cobrar tributos (una especie de exportación del feudalismo al Nuevo Mundo). Pero la Corte quedaba lejos, los colonos solían ser rufianes, presidiarios y gentes de mal vivir en busca de fortuna y las atrocidades fueron constantes. Le guste o no al ex de Mecano, aquello fue una “institución de terror”, como aseguran numerosos historiadores. Cosimos a impuestazos a los lugareños, los expoliamos, les hicimos trabajar para nosotros, les arrebatamos sus tierras y tesoros (en tan solo medio siglo, los buques españoles transportaron cien toneladas de oro de América a Europa) y los condenamos a la categoría de infrahumanos. Las leyes de protección de los indígenas quedaban en papel mojado y el auténtico cacique era el virrey que tomaba posesión del lugar. Si Colón había llegado a las Indias en busca de la ruta de las especias, al final los españoles acabamos enloqueciendo por la fiebre del oro y el sueño de El Dorado.
En lo que sí acierta de pleno el señor Cano es en que la política no es su “fuerte”. Presume de que se relaciona bien con la izquierda de los ochenta, esto es, con los Felipe González y Alfonso Guerra, porque decían lo que pensaban y lo que pensaban era “muy de verdad”. Como si los gobernantes de antes fuesen todos puros, castos y virginales y los de hoy unos mentirosos compulsivos. No se puede ser más simple o inocente. Pensamiento político made inBarrio Sésamo.
Nacho Cano es muy libre de convertirse en el artista de cabecera del ayusismo madrileño. A fin de cuentas, cada quien se busca las lentejas como puede y sabe, aunque siempre es más honrado pasar por este mundo sin deberle nada a nadie, sin doblar la cerviz y labrándose el éxito y la fama por uno mismo (ahí está el tristemente desaparecido Pepe Domingo Castaño, que llegó a Madrid con una mano delante y otra detrás y acabó convirtiéndose en leyenda de la radio). “Yo lo único que digo que por la única persona por la que pondría la mano en el fuego hoy en día, porque lo que dice y hace es coherente, es por Ayuso. No te hablo de derechas, izquierdas ni centro. Tengo mi propio pensamiento político”, afirma el controvertido músico. Que ponga la mano en el fuego por un político no nos importa. Allá él si se quema y le queda un muñón chamuscado. Pero comprarle el discurso ágrafo y paleto de la historia a la lideresa castiza supone propagar la burricie, contribuir al cuñadismo de derechas, y por ahí no.
A Nacho Cano le ha nacido una estrella, una Ana Torroja de la política o diamante en bruto (en este caso en bruta), y ya le canta aquello de “vivimos siempre juntos, y moriremos juntos, allá donde vayamos seguirán nuestros asuntos”. Pues eso.