Hay noticias que queman mucho la sangre. Esta de La Sexta, por ejemplo: “La riqueza española en paraísos fiscales ha batido un nuevo récord. Los datos del Observatorio Fiscal de la Unión Europea apuntan a que dicha riqueza ya es de 140.000 millones de euros, el dato más alto en las últimas dos décadas”. De modo que después de dos crisis económicas, una pandemia, una guerra casi mundial, un crack energético y una inflación monstruosa que ha disparado el precio por litro de aceite al nivel del barril de Brent nos encontramos con que los ricos tienen más pasta que nunca por ahí fuera, a buen recaudo en el extranjero. ¿Es o no es para montar una Vicalvarada?
Ayer, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, o sea PSOE y Sumar, escenificaban un acuerdo de legislatura que prevé una serie de importantes avances laborales: la reducción de la jornada de trabajo a 37,5 horas semanales, la consolidación del salario mínimo interprofesional para que llegue al sesenta por ciento del sueldo medio y unos permisos de maternidad y paternidad de hasta veinte semanas con un aumento de las libranzas por cuidados. Sin duda, nos encontramos ante medidas positivas para la clase trabajadora. Sin embargo, cuando comparamos el ambicioso plan de la izquierda española con el golferío a calzón quitado de nuestros ricos, de nuestros especuladores patrios, de nuestros evasores fiscales, se nos cae el alma al suelo. ¿Cuántas horas trabajará uno de esos inversores o emprendedores que tienen el parné a buen recaudo en Panamá, Suiza o las Caimán? Seguro que no necesita hacer las 37,5 semanales. Es más, seguro que no necesita ni esa media hora sobre las 37 para forrarse. La desigualdad y el desfalco son relaciones directamente proporcionales. Y en esa cuestión seguimos sin equipararnos a los países más prósperos de la Europa opulenta. Más bien seguimos en el furgón de cola, casi como países subsaharianos.
Un Estado de derecho, una democracia avanzada y consolidada, no solo se mide por la renta per cápita de sus ciudadanos. También se distingue por la distancia en la brecha salarial entre clases sociales. Y aquí, en la piel de toro, tenemos una élite de jetas, de niñatos youtubers y cayetanos ácratas que no pagan impuestos y que viven la vida loca en lejanos paraísos, y una legión de esclavos, el precariado, que sigue dando el callo de sol a sol a cambio de un salario microscópico examinado con lupa por Hacienda. Aquí son siempre los mismos los que levantan el país y los que lo hunden. Curiosamente, pese a que el mercado laboral sigue estando como está, o sea completamente salvaje, desregularizado y en plan ley de la jungla, el obreraje sigue votando de forma incompresible a la extrema derecha. El nacionalismo populista marca Javier Milei seduce al lumpen sin que se sepa muy bien por qué. ¿Qué extraños sentimientos llevan a un currante que no tiene dónde caerse muerto a votar a partidos que se lo llevan crudo a Jersey sin pasar por el fisco?
Santi Abascal siempre dice que ha llegado a la política para defender a la España que madruga, pero en realidad defiende a los suyos, a los de su estirpe, a los que no se levantan antes del mediodía porque para eso tienen un Fermín que le lleva los maletines a Andorra. Es una paradoja tan extraña como irritante. Todos esos argentinos pelotudos que votan al anarcocapitalista Milei no deben haber caído en la cuenta de que si por casualidad se desmantela el Estado de bienestar serán ellos los primeros que se van a quedar completamente en cueros, sin asistencia estatal y a la intemperie. Pero le ríen la gracia al clown de turno cuando este, delante de una pizarra, va quitando los carteles de los ministerios que le sobran. “Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad, afuera; Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, afuera; Ministero de la Salud, afuera...” y así, uno a uno, va suprimiendo hasta once ministerios que, en su opinión, sobran.
“Bueno, lo primero que tenemos que entender es que el Estado no es la solución; el Estado es el problema”, dice el lumbreras Milei, que a fin de cuentas es como un flautista de Hamelín que se lleva de calle a las legiones de pobres incautos, ingenuos y potenciales primos del nuevo timo de la estampita populista internacional. Hay que estar muy pasado de rosca y muy necesitado de un psicólogo argentino para querer abolir el Estado y retornar a los tiempos del feudalismo. Pero el cuento ha calado en el personal embriagado y todos se ven a sí mismos como nuevos ricos. Las masas posmodernas desclasadas reniegan de su origen y sueñan con poder llevarse la pasta, algún día, a Luxemburgo. Sin embargo, al final del sueño americano se dan de bruces con la realidad y entienden que sin dinero no hay paraíso, lo cual que tienen que conformarse con meter los ahorrillos en el calcetín de la abuela, como se ha hecho toda la vida en España. El rico come; el pobre se alimenta, esa máxima protomarxista de Quevedo no la tienen interiorizada, de ahí que sigan picando en los cantos de sirena del nuevo fascismo democrático.
Tal como era de esperar, a Ayuso le ha faltado tiempo para mostrar sus simpatías por el nuevo bicho del anarquismo ultra argentino y ya ejerce como una “mileiurista” más. Ayuso es que tiene una especial habilidad para estar siempre en el lado equivocado de la historia. No está mal que PSOE y Sumar renueven su pacto de gobernabilidad manteniendo el impuesto a la banca, a las eléctricas y a las grandes fortunas. Les da un plus como políticos de izquierdas. Pero mejor para todos sería que reforzaran la Agencia Tributaria, que está bajo mínimos y por ahí se nos escapan los aventureros del paraíso. Menos calderilla de la beneficencia social que no resuelve nada y más inspectores de Hacienda para atrapar a los grandes tiburones que nos pegan la mordida del siglo.