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¡A la mierda el trabajo!

14 de Febrero de 2017
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Mi padre siempre cuenta una anécdota magnífica de su niñez que, creo, ilustra magníficamente uno de los aspectos más importantes de este artículo: España de los 60, en una diminuta aldea del Concello de Cervantes en Lugo. Un hombre del pueblo se ve sometido a toda clase de burlas, riñas y críticas por parte de sus vecinos cuando decide ponerle un mango más largo a su azada, a fin de trabajar menos encorvado y, por tanto, haciendo sufrir menos a la espalda. Lo que debería ser motivo de admiración por parte de sus vecinos, acabó costándole a aquel hombre el apodo de “O Folgazán”. Mi padre siempre dice que jamás entendió, incluso siendo él como era un crío pequeño, los motivos por los que ese hombre se ganaba las críticas y pitorreos de sus vecinos en lugar de sus merecidas alabanzas. Quizás mi padre era muy joven para entender, como lo hace ahora, lo incrustado que está en nuestra sociedad ese principio moral judeocristiano por el que el trabajo es mejor si es sufrido e intenso. Porque así, el trabajo nos hace más hombres, nos realiza, nos constituye.

No recuerdo cuando caí en la trampa, solo sé que no he sido el único. Pero sí, durante años, he sido de esas personas que creen que el trabajo dignifica, es necesario y nos convierte en lo que somos. Tardé varios en comprender que, en realidad, los que tradicionalmente dicen que el trabajo dignifica son los nobles, los ricos herederos y la Iglesia. Vaya, justo los que nunca han dado un palo al agua.

No, el trabajo rara vez dignifica: al contrario, es denigrante, alienante, pesado, monótono y se lleva por delante una gran parte de nuestras vidas. Pocas son las personas que tienen la fortuna de disfrutar con el trabajo que hacen e, incluso aquellas que lo hacen, acaban aburriéndose o sencillamente prefiriendo hacer cualquier otra cosa. No estoy diciendo con ello que sea un trabajador infeliz: me encanta mi profesión, enseñar a otras personas, especialmente a jóvenes, es todo un privilegio que mantiene tu cerebro ocupado y tu mente y espíritu jóvenes, si no te empeñas en ver a la manada de adolescentes que tienes en frente como tus enemigos. Pero reconozco que, por otra parte, hay días que me quedaría hasta más tarde en la cama, días que no me apetece nada leer trabajos o corregir exámenes, clases que me apetece entre nada y menos dar, etc. Pero disfrutar de tu trabajo, como tengo el gusto de hacer, no significa ni de lejos que éste pueda o deba ser el centro de nuestra vida. Tendemos a definirnos como profesionales y consumidores, y eso es, además de horrible, un tremendo error. El segundo punto, en el que nos definimos como consumidores, daría por si solo para otro artículo, pero hoy me gustaría centrarme en nuestra propia visión como trabajadores, como profesionales.

Toda nuestra vida, desde que empezamos a estudiar, está marcada por la aspiración de ser alguien el día de mañana, y ese alguien implica alguien con mucho éxito, y ese éxito se mide solo en dinero, y el dinero se mide con trabajo. Así que nuestra educación, nuestra formación, no va destinada a convertirnos en seres humanos excepcionales, a potenciar nuestras habilidades y nuestros anhelos. Nuestros padres y madres, en cuanto a estudios se refiere, no se preocupan de que seamos ciudadanos y ciudadanas responsables, educados y cultos por el propio placer que ello conlleva, no: todo está enfocado en el trabajo: estudia inglés (o chino, escucho mucho últimamente) porque es la lengua del futuro. Bueno, “el futuro”, como decía Rubén Darío, “no es lo que solía ser”, y aunque el inglés se ha convertido en el nuevo latín y por tanto en una suerte de lengua imperial y vehicular, nada sabemos qué nos deparará el futuro. Todavía recuerdo las caras de incredulidad de algunas personas cuando les dije que, aprovechando que me iba a mudar a Azerbaijan por trabajo, iba a aprender ruso, solo por poder, si mis habilidades lo permiten, disfrutar de Dovstoievsky o Tolstoi en su idioma original. Nadie estudia inglés para disfrutar con el Rey Lear, el Mercader de Venecia o Muerte de un Viajante. Lo hacemos porque nos va a ayudar a tener un trabajo. El trabajo es la base de cientos de decisiones que tomamos en nuestras vidas. Por un buen trabajo, incluso, podemos y debemos renunciar a nuestra coherencia. Al fin y al cabo, el trabajo nos está definiendo más que nuestros valores.

Y todo esto, ¿Para qué? No le descubriré la pólvora a nadie si digo que en los últimos 30 años la competencia por la obtención de un puesto de trabajo se ha multiplicado exponencialmente, con la presión que genera en nuestros estudiantes. Actualmente la mayoría de las personas en edad de formarse sufren una presión cercana a la angustia, especialmente si quieren codearse con “la élite”; lo cuenta magistralmente bien William Deresiewicz en “Excellente Sheep”, un magnífico testimonio del ritmo de vida absolutamente antinatural y rozando la esclavitud al que se ven sometidas las personas que están estudiando o deseando hacerlo en las más prestigiosas universidades del mundo y, por extraño que parezca, el escaso rendimiento personal que de ello sacan: Deresiewicz les define como muertos en vida, personas con una gran formación multidiscilplinar en las que se concentran, magníficas notas, buenos resultados deportivos, geniales habilidades musicales y un sinfín de actividades solidarias pero que, sin embargo, conviven en personas a las que no les interesa lo que estudian, aborrecen el deporte que practican, se aburren tocando su instrumento y colaboran con otros en aras de su propio interés. Personas que no han tomado una sola decisión en sus vidas, que han seguido el camino marcado por sus padres sin que se les preguntase jamás qué querían hacer. Todo, en busca del ansiado trabajo.

Pero la realidad luego es tozuda, y muchas personas no saben cómo negociar con ella: no imaginan que el trabajo es aguantar a jefes no siempre justos, trabajar sin esperar una palmadita de recompensa siempre, pelear por un salario digno, etc. Todo ese esfuerzo durante más de 20 años para darse cuenta de que, en realidad, están igual que al principio: con alguien pidiéndoles que se esfuercen para mejorar con promesas que no saben si van a ver cumplidas. Todo porque el trabajo nos define. Si no trabajamos no somos nadie. Y no solo porque gracias al trabajo podemos comprar aquellas cosas que nos definen en una sociedad consumista y de culto a lo material como la que vivimos, sino porque nuestra profesión es nosotros. Es más nosotros que nuestro cuerpo; es más nosotros que nuestro pensamiento, es más nosotros que nosotros mismos.

El trabajo ha sido algo tan importante que, en las últimas décadas, el discurso de todos los partidos, independientemente de su ideología, ha ido en el camino de prometer el pleno empleo: Todo el mundo debe tener el derecho a tener un trabajo, para ser felices y ser personas realizadas. El efecto ha sido casi el contrario, y en la actualidad todo el mundo tiene la obligación de tener un trabajo para mantener no solo su nivel de vida, sino su propia realización personal; por el trabajo sacrificamos nuestra salud, nuestros intereses, nuestra coherencia e incluso a nuestros seres queridos: sacrificamos la crianza de nuestros hijos e hijas, que recae en manos de profesionales que obtienen así su trabajo solo para asegurarnos que podemos dotarles de los medios para que ellas y ellos, en el futuro, puedan hacer lo mismo con sus vástagos.

Sin embargo, la realidad nos dice que el pleno empleo es una quimera ya irrealizable: la tecnología nos está permitiendo, cada vez, hacer más con menos, y eso significa perder puestos de trabajo:

En 2013, un estudio de Carl Benedikt Frey y Michael Osborne, de la Universidad de Oxford, defendía que el 47% de los trabajos en EEUU están en riesgo de desaparecer en los próximos años, y Merrill Lynch, la división de finanzas de Bank of America, predice que, para 2025, el impacto para la productividad, en positivo, gracias a la Inteligencia Artificial y otras tecnologías, será de entre 14 y 33 billones de dólares, de los cuales 9 serán, directamente, ahorro por amortización de puestos de trabajo.

Según The McKinsey Global Institute, un prestigioso think-tank, la inteligencia artificial y la revolución tecnológica están contribuyendo a la transformación de nuestra sociedad “10 veces más rápido y 300 veces más potente que la que constituyó la Revolución Industrial.

Sin embargo, desde la esfera política nadie parece querer tomar cartas en el asunto, nadie parece alarmarse por estos datos; en el caso de la derecha es fácil saber por qué: menos empleados, más beneficios, menos empleos, más competencia, ergo rebajas salariales y de derechos aceptadas con más facilidad. Sorprende la actitud de la izquierda; quizás es porque en la izquierda el trabajo ha constituido siempre el motivo de orgullo del ser humano, aquel único producto que los proletarios podían vender para ganarse la vida, y que en el caso de Marx recibe su halo casi místico de Hegel el cual, por su parte, lo recoge de la moral luterana del esfuerzo y el trabajo, única forma digna de hacerse rico sin incurrir en el pecado.

Y ése es el problema: el trabajo tiene una parte moral sin la que no sabemos identificarnos como seres humanos: el trabajo parece constituirnos, ser parte de nosotros. Pero la realidad es que, en no muchos años, tener un trabajo a jornada completa que permita vivir bajo las premisas actuales va camino de convertirse en una utopía, como hemos visto. Ante ello, ¿Qué podemos hacer? ¿Podemos, todavía hoy, y a tenor de los datos y de la realidad que empezamos a palpar, seguir planteándonos el pleno empleo como única forma de construir una sociedad mejor y promover la equidad? ¿Es posible seguir pensando que pensiones, prestaciones sanitarias y educativas o en general todo eso que llamamos “estado del bienestar” se puede y se debe mantener solo a través de las aportaciones derivadas del empleo?

Aunque es difícil de creer no solo los rojeras nos planteamos esta cuestión: a finales de los 60 y comienzos de los 70 Richard Nixon creó su célebre programa FAP (Family Asisstance Plan) el cual, pese a que pueda pensarse que se iba a centrar en la masturbación y la planificación familiar pues FAP puede traducirse como “cascársela” en español, era en realidad un laboratorio para probar nuevas ideas en el que, entre un comité de expertos científicos y economistas (todos, por supuesto, de la Escuela de Chicago y fieles seguidores de Milton Friedman) Nixon coló a dos jóvenes políticos republicanos destinados a ser el futuro del partido: Donald Rumsfeld y Dick Cheney.

El F.A.P. nunca fue algo serio, algo importante en la agenda de Nixon, de hecho era básicamente una ayuda para salir adelante a las familias con hijos en la que los padres no trabajasen (no se tenían en cuenta, ni siquiera, los ingresos de estos) Lo curioso es que Nixon se empeñó en no llamar nunca al FAP por su verdadero nombre: G.A.I (prometo que los nombres son completamente reales). El G.A.I, o Guaranteed Annual Income (Ingreso Anual Garantizado, básicamente la misma idea que subyace en la Renta Básica) era un concepto que para la mente conservadora de Nixon rozaba el comunismo. El término no era baladí: garantizar uso ingresos mínimos anuales se acercaba más a un derecho, algo por tanto reclamable y asumible como inalienable que un plan, que por su propia naturaleza es algo más volátil y destinado a solventar, en muchas ocasiones, un problema concreto.

¿Y qué pintaban Dick Cheney yDonald Rumsfeld en todo esto? Su misión, como jóvenes esbirros de Nixon y del Partido Republicano era comprobar una hipótesis que en el partido del elefante ya daban por supuesta antes de hacer el estudio: que proveer de recursos económicos a una familia sin trabajos les iba a hacer dependientes de este subsidio, les iba a convertir en vagos, pedigüeños, personas sin oficio ni beneficio ni ambiciones porque, como ya sabemos, no hay nada más liberal que asegurar que el trabajo dignifica y nos convierte en hombres y mujeres de pro.

La realidad, sin embargo, golpeó con fuerza las ideas preconcebidas de Rumsfeld, Cheney y Nixon: los miembros de las familias subvencionadas que encontraban un trabajo mientras que cobraban la prestación del FAP no solo no rechazaban dicho trabajo, sino que se mostraron más eficientes, más trabajadores, más comprometidos con la empresa y en general más felices. Las alarmas, obviamente, saltaron en el cuartel general del Partido Republicano. Cuando me los imagino, no puedo evitarlo, recreo en mi mente la escena de “Dr. Strangelove” de Kubrick en la que Peter Sellers y sus compañeros se reúnen en la sala de situación para analizar los datos, en la penumbra, asustados por el descubrimiento: resulta que hacer la vida más fácil a los ciudadanos y ciudadanas de tu país no solo no perjudica al sector laboral, sino que lo estimula y mejora la economía. Imagino que, para unos fervientes entusiastas del liberalismo, la buena nueva debió cegarles como ciego se quedó Saulo camino de Damasco. Así que los resultados se enterraron, no fuese a ser que los Demócratas, que de aquella todavía podían llamarse así, lo descubriesen. Vaya. Uno puede esperarse casi cualquier cosa de Nixon, pero nunca que fuese, casi, el padre putativo de la Renta Básica.

Así que, antes de que al lumbreras de José Carlos Díez se le ocurriese aquella desafortunada idea de las metralletas y las vallas, otras personas se habían preocupado ya por las consecuencias nefastas de la Renta Básica. Sin embargo, pocas personas parecen, hoy en día, estar al tanto de las nefastas consecuencias de no aplicarla o, de al menos, plantearnos algunas cuestiones relacionadas con el empleo en el futuro:

La primera es que, por mucho que nos empeñemos, la idea del pleno empleo tal cual la entendemos hoy es ya completa y absolutamente una utopía. Lo lleva siendo desde los 50 en muchos países, desde los 90 en España, pese al oasis que supusieron los años de la burbuja inmobiliaria. Porque el pleno empleo no consiste en que todo el mundo tenga trabajo, sino en que estos trabajos permitan a esas personas vivir con dignidad y garantizarse un futuro estable y una vejez segura (estabilidad laboral y pensiones, vaya). En la actualidad la mayoría de las personas de menos de 40 que tienen un empleo se enfrentan a un trabajo precario, mal pagado y poco estable, encadenando trabajos mal pagados que les imposibilitan hacer planes de futuros, entre ellos fundar una familia. Por otra parte, si la solución para mantener el sistema público de pensiones pasa por aumentar el número de años cotizados permitiendo que personas mayores continúen en puestos de trabajo que no pueden ocupar jóvenes a los que luego les vas a pedir hasta 35 años cotizados (y además en malas condiciones) estamos condenando a toda una generación, la mía, a ser, con toda seguridad, más pobres que sus padres. Todo un logro.

En segundo lugar, debemos replantearnos el concepto de plusvalía: antiguamente, que una empresa tuviese éxito beneficiaba, en parte, al país: al expandirse, esta empresa generaba más puestos de trabajo y, por tanto, más oportunidades. Hace mucho que esta idea desapareció: actualmente los aumentos de capital y los mayores beneficios de las empresas se producen en la llamada economía monetaria, no en la economía real: la idea de que si a una empresa le va muy bien va a aumentar la fábrica y contratar más empleados es una absoluta quimera, hoy en día. No ya porque, casi con toda seguridad, el éxito de la empresa se lleve gran parte del negocio fuera (Inditext es un buen ejemplo) sino porque, en muchos de los casos, el aumento de capital no conllevará un aumento necesario de negocio y el aumento de negocio no tiene por qué conllevar tampoco un aumento en la contratación de plantilla. Así que se da la paradoja de que, en el momento en el que más beneficios producen los trabajadores para su empresa, menos repercute en ellos o en los de su clase (o condición, para los que les gusta hablar de Clase Media Trabajadora)

¿Qué podemos hacer, por tanto? La idea más sencilla es plantear que si, merced a la tecnología, un empleado es capaz de ser mucho más productivo ahora que antes, ello debe repercutir sensiblemente en sus condiciones laborales, bien vía económica o laboral: aumento de salario o reducción de jornada laboral, y por tanto más tiempo para leer, formarnos, disfrutar de la familia, los amigos y la vida en general. Todo un elogio de la vagancia, para algunos, posiblemente, una opción de futuro para tener en cuenta para mí.

¿Y cómo lo vamos a pagar? Esa cuestión es una de las más comunes, y sin embargo, de las más fáciles de contestar: unos ingresos mínimos estimulan la economía porque te garantizan una estabilidad económica cada vez mayor. Y, por supuesto, hay que gravar más y mejor a las grandes empresas y a las grandes fortunas. El caso español, en esto, es especialmente sangrante, por lo maltratado de su sector autónomo, que tiene que pagar unos impuestos altísimos en unas condiciones abusivas, y mucho más laxo con las grandes corporaciones. Justo al revés. Somos unos campeones. Con las pruebas que tenemos sobre la mesa, pues la Renta básica se está ya llevando a cabo en algunos países, incluso en algunos estados de EEUU, podemos asegurar que unos ingresos mínimos garantizados y una buena política fiscal con autónomos y PYMES han dado unos resultados magníficos.

Pero claro, siempre existe el miedo a que las grandes empresas decidan abandonarnos. Pero voy a desvelar un gran secreto: ya lo han hecho. Ya lo están haciendo. No pueden contribuir menos, en cuanto a impuestos se refieren. En este ámbito todo son ganancias. Parafraseando a Trump: “Podemos construir un precioso, sólido, enorme estado del bienestar, y haremos que las empresas lo paguen” (o al menos en parte). Bromas aparte: es tiempo de plantearnos nuevas alternativas, pues las realidades han cambiado. No podemos afrontar el siglo XXI con principios que solo tuvieron un moderado éxito en el siglo XIX. Nos toca ser ambiciosos, dejar de pensar que pedimos lo imposible y estar atentos a programas pilotos como el que se están llevando en Finlandia.

No; por ahora no podremos mandar a la mierda al trabajo. Tampoco hace falta, por otra parte. Solo necesitamos cambiar la forma en la que nos relacionamos con él. Y recordar que, aunque nos guste mucho, dista mucho de ser nosotros o nosotras, dista mucho incluso de ser una parte relevante. Es solo algo que deberíamos hacer porque nos gusta o, al menos, porque podemos contribuir a una sociedad de la mejor manera que sabemos. No, el trabajo no dignifica. Nos roba la coherencia, la salud, la vida, a veces. Poco beneficio para tamaña supuesta dignidad.

P.D. Muchas de las ideas de este libro están sacadas y reinterpretadas de “No More Work; Why Full Employment is a Bad Idea” de James Livingston, profesor de la Rutgers University. Recomiendo encarecidamente la lectura a cualquiera que tenga interés en la materia.

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