Jesús Ausín

Agentes de la Camorra

13 de Septiembre de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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aguacates

Sentado en el poyo de la puerta de casa, boina embutida entre las canas y las arrugas de una frente surcada por la edad, mirada perdida, al frente, y centrada en un punto lejano del horizonte, el viejo Bartolo, quema un cigarro entre la comisura de la boca.

Quizá, en su ensimismamiento, esté recordando con nostalgia lo que podía observar, desde ese mismo lugar, cuando era un niño y correteaba entre robles y encinas en pantalones cortos buscando gallaritas perfectamente esféricas para jugar al Gua. Ahora, cuando el cigarro es casi todo ceniza suspendida de su boca, sentado allí, en la tumba de algún lejano noble castellano dada la vuelta para convertirla en asiento, únicamente se observan rocas, el amarillo de la hierba seca por el calor del verano, y laderas cuarteadas por la erosión.

Todo había empezado unos setenta años atrás. Cuando los inviernos eran lagos y fríos con nevadas que cubrían las calles de tal manera que los mayores tenían que hacer senderos entre la nieve para que los niños pudieran acceder a la escuela. O para llegar al corral y poder así echar de comer a las ovejas. Cuando en primavera llovía lo suficiente como para que en casi cualquier parte del término municipal, al hacer un agujero de no más de medio metro, brotara una fuente. Cuando los chortales rodeaban las huertas y las tierras tenían encaños. Cuando uno de los tres hospicianos sacados de su orfandad por Remigio el carbonero, decidió que el monte comunal podía hacerle rico. Uno de sus hermanastros había heredado la primera motosierra de la comarca que su padre, Remigio, usaba para podar las ramas de los enormes  robles y encinas que usaba para sus montañas de barro en las que se cocía el carbón. Su hermana, Severina, recientemente se había casado con Críspulo, que había heredado de su padre la única gasolinera que había en cincuenta kilómetros a la redonda. Por su parte, Baldomero, el hospiciano truhán, no tenía nada porque las cuatro carrascas que le dejó su padre se las había pulido a los dos meses de heredarlas. Sin embargo, siempre había sido el más caradura de todos. Un tipo sin escrúpulos al que nunca le había importado, por ejemplo, arrojar la cuchara de madera de su hermana al hogar para así, mientras la recuperaba, poder comer su parte del plato comunal del centro de la mesa del que toda la familia tomaba la sopa, las judías o las patatas.

Así que a Baldomero se le ocurrió que, podía pedirle prestada la motosierra a su hermanastro y la gasolina a su hermanastra Severina. Y, con la connivencia del alcalde, don Mariano, al que había prometido los mejores árboles para su carretería, comenzó a talar el monte para hacer leña que vendía en la capital. Pero Baldomero era poco de hincar los riñones. Y que su hermanastro le dijera que su motosierra sólo la usaba él, en realidad le vino de perlas porque lo que le sugirió fue que él cortara los robles y encinas y a cambio, podía quedarse con diez kilos diarios de leña que le servirían para malvivir.

Los comienzos fueron bastante ruinosos. Baldomero apenas si sacaba para pagarle al alcalde lo que este le exigía. Pero la suerte siempre está con los más canallas. Y al año, se puso de moda en una urbanización de las afueras de la capital, las chimeneas francesas en uno de los frentes del salón. El negocio fue prosperando. Cinco años después, Baldomero tenía a su hermano al que seguía pagándole con poco más de quince kilos de leña por día, y a otros seis leñadores más. Personas  venidas de tierras lejanas y que apenas reclamaban poco más que la comida. Se había comprado dos camiones pequeños y había construido una casa con piscina en el pueblo. Pocos años después, el alcalde consideró que su mordida era pequeña y animó a su cuñado a que le hiciera la competencia a Baldomero. Pero como el monte era infinito y el mercado extenso, ambos siguieron ganando dinero a espuertas. Veinte años después de que Baldomero cortara el primer roble, ya eran cinco empresarios los que vivían de hacer leña del monte. Incluso uno había recuperado la tradición carbonera del padre de Baldomero.

Hace ya unos años, el monte empezó a dar muestras de no recuperación. Aprovechaban la tala para hacer prados y meter vacas y cabras que se comían los brotes. De pronto fueron conscientes de que las lluvias eran cada vez más espaciadas. Y las nevadas más cortas y de menor duración. Desde hace ya varios lustros, que nieve en Larrival es una rareza y una extravagancia y las lluvias apenas llegan a los tres quintos de cuando Bartolo era niño. Ya no hay encaños. Los chortales son un recuerdo de los más viejos y en ellos ahora crece el trigo. Las huertas se riegan con depósitos de plástico de tres mil litros que llenan con agua de una boca de incendios y trasladan con el tractor. Lo que antes era monte, ahora es pastizal agostado. Los propios vecinos del pueblo tienen que recurrir a un camión de leña de 80.000 kg que el ayuntamiento trae de la sierra para repartir entre los que necesitan para calentarse en invierno. Pero los empresarios madereros, siguen esquilmando el monte. Un monte que llegó a tener más de cinco mil hectáreas cuando Bartolo iba a buscar gallaritas y del que ahora apenas si quedan doscientas. A pesar de las advertencias, a pesar del malestar de agricultores y ganaderos porque no llueve, el ayuntamiento sigue haciendo la vista gorda ante un negocio ilegal del que aún vive una cuarta parte de los vecinos de Larrival.

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Agentes de la Camorra

Nada es más peligroso que una idea cuando sólo se tiene una.Miguel de Unamuno

Este pasado agosto, en uno de mis paseos por el campo en el pueblo, me llamó la atención que las zarzas que dan moras, estaban quemadas como si hubieran sido tocadas por algún herbicida. Pero no era posible porque la hierba a su alrededor, aunque seca, era larga y tenía el aspecto normal que tiene la hierba en verano.

He estado disfrutando del pueblo casi dos meses. El teletrabajo y un convenio decente me lo han permitido. El calor ha sido asfixiante. Uno, que ya tiene una edad, tanta como para recordar los carámbanos que colgando de las tejas de los corrales, duraban todo el invierno como estalactitas tocando el suelo, no recuerda ningún periodo a lo largo de la vida en el que en mi pueblo, en medio de la provincia de Burgos, se pudiera estar en la terraza del bar en pantalón corto y camiseta después de las siete de la tarde, en verano, durante cincuenta y dos días seguidos sin tener que usar forro polar ninguno de ellos y teniendo que ponerse una sudadera sólo tres de esos cincuenta y dos días. Mi amigo el carpintero que tiene un pluviómetro del que va tomando notas para confeccionar un histórico, me comentaba en uno de los momentos de relax, con una clara en la mano, que este año, entre el uno de enero y el día que estábamos hablando apenas habían caído del cielo 70 litros de agua por metro cuadrado cuando la pluviosidad media acumulada está sobre los 300 litros por metro cuadrado para esas fechas.

Vivimos en el país que mató la cultura con las purgas de todo aquel que osara pensar por si mismo. Entre asesinados y represaliados, dejaron baldía la inteligencia y el campo libre para indeseables, caraduras y gentuza sin escrúpulos que acabaron tatuando el mantra de que la vida gira en torno al negocio. Nada importa, no hay derechos que valgan, si detrás hay un negocio y alguien puede hacerse rico. Y primero con el turismo que arrasó toda la costa española y ahora con el mercado hortofrutícola, estamos gastando agua como si toda España fuera la Sierra de Grazalema y la pluviosidad superara los 2000 litros por metro cuadrado. Nada más lejos de la realidad. En este informe del Ministerio de Transición Ecológica, en su página 6, podemos ver la precipitación acumulada en la semana del 15 al 21 de agosto de este año 2022 y su desviación respecto a la media (periodo 1981-2010). Los datos son absolutamente alarmantes, con porcentajes de desviación que van desde el 67,2 % inferior a la media de la cuenca Sur (Mediterráneo andaluz), hasta los 110,7 inferiores de la del Segura. Lugares precisamente dónde se cultivan cientos de hectáreas de regadío y dónde se concentran los hoteles más exclusivos con campos de golf.

Entender que no podemos extraer agua del subsuelo hasta desecar Doñana, o las Tablas de Daimiel o que por mucho calor que haga en Murcia o Almería, no se pueden cultivar tomates a mansalva, porque falta lo esencial para la vida: el agua, para que unos pocos hagan multimillonarios negocios con la exportación, es básico para poder cambiar la dinámica de la desertización del país.

Esta situación, empeorada en España por toda la escoria fascista que nos dejó el franquismo mantenida por los gobernantes sin escrúpulos (y que sigue actuando como si el dictador siguiera vivo cincuenta años después) no sólo es un problema local. La gran barrera del capitalismo, el peak-oil (punto de no retorno en el que el petróleo y por extensión el resto de combustibles fósiles, han alcanzado su máximo y según la Teoría del pico de Hubbert, su agotamiento está siendo tan rápido como fue su crecimiento exponencial),  ha visto adelantadas consecuencias de asociar progreso a crecimiento indefinido a los combustibles fósiles. El peak-oil  que lleva irremediablemente a una situación mundial de precariedad, además ha visto aceleradas y agravadas las consecuencias de la falta de combustible por el empeño de estos sinvergüenzas al servicio de comisionistas de armas que, en lugar de mirar por el bien la población a la que dicen representar, se empeñan en fomentar una guerra sin sentido con un bloqueo a lo ruso que sólo causa perjuicios a la población y que ha aumentado exponencialmente el precio del gas, a duplicar los precios de la gasolina y del gasoil y a elevar en un 2000 por ciento el precio de la electricidad en los últimos tres años.

Leo en este artículo del New York Times, que por ejemplo, Finlandia y Estonia han dejado de “comer” C02 para convertirse en grandes emisores de gases de efecto invernadero. En 2021, la energía europea denominada como “verde”, según este periódico, ha emitido a la atmósfera más C02 que su equivalente energético en combustibles fósiles. Si eso sucedía en 2021, imaginemos lo que sucederá ahora que con la excusa de Putin, han convertido en verde casi hasta el uso, de nuevo, del carbón como energía para producir electricidad.

El hijoputismo que hemos consentido y que nos ha convertido en ignorantes por vocación, en yonquis del consumo por devoción y en imbéciles por afiliación, nos ha llevado a una coyuntura en la que el futuro sólo existe en el presente y, como en el catecismo del Padre Astete en el que todas las penas serán redimidas al final de los días por dios. Así, el derrotismo y el catastrofismo son ideas de amargados porque siempre que ha llovido ha escampado, calor en verano ha hecho siempre y ya ha habido periodos en la historia en el que se han secado grandes ríos como el Rin. Y preferimos creer que nuestra vida nunca va a cambiar, porque si se acabara la gasolina, cosa que creemos imposible y que, en todo caso sucederá cuando hayamos muerto, ya vendrá el coche eléctrico o sino el de hidrógeno porque si el globo terráqueo está compuesto por siete partes de “linfa “, sacar hidrógeno del agua, solo es cuestión de chascar los dedos. Así de gilipollas somos.

Nuestros dirigentes, que parecen agentes de la camorra en lugar de representantes democráticos, no quieren coger el toro por los cuernos y poner limitaciones a un modo de vida que no es sostenible por más tiempo sin el peligro de que desaparezcamos como especie del globo, no sin antes haber provocado la muerte y extinción de cientos de miles de animales, desde insectos a mamíferos. Todos los males que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han achacado desde el capitalismo primero, desde el hijoputismo después y ahora desde el ecofascismo, al comunismo, como la inflación, la recesión, la pobreza, la expropiación, la represión y un futuro oscuro, resulta que se han hecho realidad desde el hijoputismo más rancio que convirtió el capitalismo en especulación para acabar armando nazis y convertir a Europa en un gran campo de concentración.

Sigamos creyendo que la felicidad está en el bar, que Murcia es la despensa de Europa y que los trasvases y los pantanos son la solución a una política irracional de extensión del regadío por encima de nuestras posibilidades. La muerte más feliz es por congelación y mueres sonriendo, pero no por eso te libras de acabar en una caja de pino y bajo tierra.

Como decía Emile Charlier, filósofo francés nacido en la mitad del XIX, hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana y de la primera no estoy completamente seguro.

Salud, feminismo, ecología, república y más escuelas públicas y laicas.

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