Sentada en una sala de espera repleta de pacientes, entre toses, cuchicheos y un murmullo irritante, Etelvina espera estoicamente su turno. La sala de Urgencias del Hospital Ramón y Cajal está colapsada por más de un centenar de enfermos que ante la falta de servicios de urgencias en sus barrios y con la carencia tan larga en la cita para el médico de familia en sus ambulatorios (entre 4 días y una semana), han acudido aquejados por dolor general, malestar, fiebre, diarrea o espasmos bronquíticos. No es el caso de Etelvina que se ha visto obligada a trasladarse allí a causa de unas manchas raras que le han surgido espontáneamente, sobre todo en el pecho izquierdo aunque también en el cuello y en el antebrazo. Es como una especie de cardenal aunque ni se ha dado ningún golpe, ni tampoco ha recibido maltrato.
Seis horas después de entrar en urgencias, ha salido por la puerta con un diagnóstico y sin tratamiento fármaco. La rojez negruzca del pecho y del cuello es debida al estrés. No hay medicina en la farmacia que cure eso. Le han recetado paciencia, agua y paracetamol si le llegara a doler, que no es el caso. Si en unos días no remite, deberá pedir cita con el dermatólogo aunque ya le han advertido que si puede pagárselo acuda a uno privado porque el público tiene una demora de once meses.
Etelvina tiene veintisiete años. Una licenciatura en derecho y un máster en seguridad privada. A su edad, su madre ya estaba casada y tenía dos hijos. Ella apenas acaba de empezar su vida laboral. Tras la carrera, el posgrado, dos cursos inglés y otros dos sobre seguridad, vinieron dos años de becaria en una empresa en la que se ha dedicado básicamente a hacer recados, leer documentación y preparar escritos más propios de un auxiliar administrativo que de un abogado. Luego, en una gracia del destino, uno de los técnicos de la empresa llegó a la edad de jubilación y las relaciones de la máquina del café y del desayuno, le acabaron echando una mano para formarse en ese puesto que nada tiene que ver con el derecho, con un contrato de aprendiz, durante seis meses antes de que se jubilara el titular. En los dos años de becaria, no sólo no recibió un céntimo por su trabajo, sino que le costaba dinero ir a trabajar. Los seiscientos euros del salario que su empresa pagaba a cada becario iban directamente a la sociedad que les había tramitado la becaría. Esos más otros cien de su bolsillo. La justificación era que mientras trabajaban haciendo recados y escritos, estaban formándose a través de unos panfletos que la ETT les entregaba mensualmente como apuntes de un supuesto curso de formación. A eso, había que añadirle gasolina y coche porque no es posible acceder al polígono industrial a 30 km de Madrid en transporte público. Los seis meses de aprendiz, le dejaron un salario de ochocientos euros con los que pagaba la gasolina y poco más en un desplazamiento diario de más de cincuenta minutos por una atascada M40 y una N2 hasta un polígono industrial en las afueras de Loeches. Ahora, que tiene un contrato fijo, cobra poco más de mil cien euros a los que hay que restar las retenciones. Un 45 % menos de lo que cobraba el anterior técnico. Su contrato está fuera de convenio y su jornada laboral es de 09:00 a 14:00 y de 15:00 a 18:00. Aunque, para evitar pillar atasco, llega al trabajo sobre las ocho y cuarto de la mañana y muchos días le dan las siete de la tarde, Si quiere días libres son a descontar de los veintidós días hábiles de vacaciones anuales que le corresponden por el estatuto de los trabajadores. Eso si, tras petición a Recursos Humanos, no hay denegación por parte del jefe de relaciones laborales por causas de producción.
Etelvina tiene un novio que también es abogado por licenciatura pero cajero en un Mercarroñas por obligación. Él ha tenido menos suerte. No ha podido pagarse ningún posgrado y sólo ha trabajado en la abogacía seis meses como becario en un bufete que contrata a este tipo de personal sin salario y los dedica a tramitar documentación en un ordenador. A los seis meses, no les renuevan y traen a otros. Su novio gana el salario mínimo en el supermercado, pero trabaja muchos domingos y festivos. Además de tener turno todas las semanas. Con sus horarios hay semanas que ni se ven lo que deteriora bastante la relación. Además, el ambiente de trabajo de Etelvina no es bueno, lo que también les acaba pasando factura. El jefe que le consiguió el puesto de técnico se ha ido a otra empresa y el que han traído ahora es un gilipollas integral, un tipejo que encajaría mejor como cómitre de un barco negrero que como jefe de sala en una empresa moderna.
A Etelvina le molesta sobremanera cuando sus tíos y vecinos del pueblo de sus padres le preguntan por la boda. No es que no tenga interés en casarse. Es que con los escasos dos mil euros que ganan entre los dos, apenas si les daría para alquilar un piso y pagar los gastos del coche que Etelvina necesita para ir a trabajar. Además, con su horario, está obligada a comer todos los días en la oficina o alrededores. Con estas condiciones laborales, parece impensable dejar la casa de sus padres. Y eso que ellos, Etelvina y Conrado, según les dicen, son afortunados. Porque él, que es de fuera, comparte piso con otros compañeros de trabajo. Dos de ellos, una pareja que con sus mil quinientos euros no pueden ni vivir solos en un piso. Y no son los que están en peor situación. Una compañera del súper, tiene cuatro hijos y le cuenta que con el sueldo de su marido y del suyo, hay meses en los que sólo pueden hacer una comida al día para que sus hijos no pasen hambre.
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Año nuevo, hilo negro
El año nuevo es una de esas rutinas, como el fin del verano o el principio de curso, en el que el tropel hace propósitos de enmienda azuzados por la «ley de Vicente». Dejar de fumar, hacer más deporte, adelgazar, ir al gimnasio, aprender inglés o tocar el saxo son algunos de los propósitos acuñados en estas rutinas que, en un 99 % de los casos, se quedarán en nada tan pronto como pase la coyuntura navideña. Llegado el mes de marzo, muchos habrán pagado un trimestre del gimnasio o un año completo porque sale más barato en relación que un solo mes, y habrán pisado el tatami o la cinta de correr con suerte un par de veces. El gimnasio como el deporte es cuestión de voluntad y de constancia y de eso se vende poco en la sociedad infantilizada del idioceno. El inglés se habrá quedado, como tantas otras veces, en los verbos irregulares y para tocar el saxo hay que poseer ese instrumento que es caro y cuesta un potosí arrancarle el primer sonido. Así que para Semana Santa, se habrán olvidado los buenos principios y muchos comenzarán la rutina de nuevo para intentar llegar al verano con un cuerpo escultural. Otros, lo dejarán para la vuelta de vacaciones de verano y la mayoría volverán a repetir el mantra para después de la siguiente Nochevieja.
Hemos creado un mundo infantil que sobrevive a base de deseos que creemos derechos.Un mundo de irrealidad en el que prima la propaganda y el cartón piedra que oculta las miserias de detrás de bastidores. El sistema de hijoputismo al que hemos dejado que nos lleven es una falacia en la que las apariencias priman sobre la realidad. Estas navidades, en una sobremesa entre turrones y roscón de reyes, me contaron un cuento que me impactó y que explica bastante bien la irrealidad económica en la que vivimos:
“Un viajero llega a un hotel-restaurante de carretera. Está cansado y el sitio parece un buen lugar para descansar. Le pregunta a la dueña del bar si tendría una habitación. Esta le dice que sin problema. La habitación cuesta cincuenta euros y se paga por adelantado aunque si sube y no le gusta el sitio puede irse y le devuelven el dinero. El viajero deja los cincuenta euros sobre el mostrador. En una esquina de la barra, está el panadero que acaba de dejar los cruasanes y el pan. La dueña le da los cincuenta euros en pago por la mercancía. Sentado en una mesa, está el molinero que le suministra la harina al panadero. Cuando este recibe el pago, se le queda mirando porque le debe la harina de varios días. El panadero le da el billete al molinero quién se dispone a salir a la calle e irse. Pero en la puerta se encuentra con Angelines, la mujer que le cose los sacos y le hace limpieza en el molino, que desde la calle ha visto como recibía los cincuenta euros. Le corta el paso y al molinero no le queda más remedio que darle el billete a Angelines, que según coge el billete, entra de nuevo en el restaurante y se los da a la dueña en pago por unas viandas que se había llevado unos días antes. Nada más dejar el billete sobre la barra, el viajero que acaba de volver de ver la habitación, dice que se lo ha pensado mejor y que va a continuar viaje”. En poco más de diez minutos han acabado con las deudas del pueblo sin haber movido un sólo euro.
Somos seres manipulables y vulnerables y la gente que nos gobierna, trileros sin escrúpulos que conocen nuestras debilidades. Saben de lo importante que son las formas y las florituras porque la mayoría, adentrados ya de lleno en esta época que hemos llamado idioceno, no quieren saber. Porque es mucho más fácil vivir en la inopia que preocupándose por las cosas de la sociedad. El interés general no gusta a no ser que se pueda sacar tajada personal en ello. Los políticos le dan toda la importancia a lo nimio y tiran balones fuera sobre lo importante. Por ejemplo, anunciaba a bombo y platillo el otro día la ministra de Sanidad, esa que cobra el bono social de calefacción que debería ser sólo para familias pobres (será legal pero étnicamente reprobable, e impensable en un ministro en las sociedades no católicas), que han cambiado el artículo 49 de la Constitución para sustituir la palabra «disminuido» por «discapacitado». No digo que las palabras no sean importantes sobre todo cuando «disminuido» tiene una carga tan peyorativa. Pero para los minusválidos, impedidos físicos, gentes con problemas psicomotrices, enfermos de ELA es mucho más necesario tener ayudas públicas reales y constantes para poder llevar una vida digna como una ley del ELA que este gobierno más progresista de la historia ha paralizado hasta en 35 veces y eso que afecta a una de cada 400 españoles, que cambiar el nombre genérico con el que se les hace mención en la Constitución.
Ahora, ante el problema del colapso en las urgencias de los hospitales, no es porque se haya desmontado casi por completo la atención primaria, cerrando las urgencias de los barrios y dejando que los médicos de medicina general acaben yéndose aburridos por las condiciones laborales deplorables o no sustituyendo las jubilaciones. La culpa es de la gente que se pone enferma y acude a urgencias. Porque periolistos y politicastros no tienen que justificarse ante un jefe poco dado a creerse enfermedades ni necesidad de pedir ese justificante que sólo se puede conseguir cuando se congrega en el único sitio dónde sabe que le van a atender, le van a dar un diagnóstico y un papelito que diga lo que le pasa. La culpa siempre es de los administrados, no de una ley (la 15/97) hecha por políticos indecentes a medida de los consorcios privados sanitarios para quedarse con el presupuesto público ofreciendo unos servicios de mierda, poco accesibles al ciudadano de a pie, y tres veces más caros que los prestados en un hospital público. Ni de los anormales hijoputistas que autorizaron las mutuas que tratan a los trabajadores como ganado con el que ganar dinero. La culpa tampoco es del gobierno más progresista de la historia que le pega un bocado de más de 11.000 millones a la sanidad en 2024.
Como digo, todo es fachada, el árbol solitario que crece torcido para que no deje ver el bosque. El gobierno más progresista de la historia, firma un acuerdo con el grupo EH Bildu para paralizar los desahucios. Estaría bien sino fuera porque es el decimocuarto anuncio de lo mismo y porque en España se siguen dejando en la calle a personas con problemas. Al final del tercer trimestre de 2023 se habían producido casi 8000 desalojos, muchos de ellos de ancianos o familias con niños pequeños o en situación vulnerable. Pero es la imagen lo que vende.
Se publicita a bombo y platillo la subida mísera del salario mínimo y hasta el secretario general del PCE, da palmas con las orejas por la estupenda medida. Detrás del cartón piedra sin embargo, la realidad es que más de 12,3 millones de españoles (el 26 %) viven en riesgo de pobreza y de exclusión social, y que al menos ⅓ de ellos tienen trabajo remunerado. La realidad fuera de esta fachada de «happy live» es que en 23 años que han pasado desde la entrada del euro los trabajadores españoles cobran, de media, 7 veces menos. Que si tomáramos como referencia el valor de una onza de oro en 2001, cuando el sueldo medio de entonces era de 19.900 €, unas 74 onzas de oro, se resalta sobremanera que hoy, con un sueldo medio es de 24.000 €, sin embargo, equivale a 11,6 onzas de oro al cambio (de 74 a 11,6. Si eso es progreso...)
Se publicita una subida de las pensiones y la mayor parte de los cantamañanas adeptos a este hijoputismo ponen el grito en el cielo ante la que se le viene encima con la generación del «Baby Boom» a un estado en el que con un gobierno de un partido condenado varias veces por corrupción, se gastó la Caja de las Pensiones de la Seguridad Social en rescatar a sus amigos los banqueros que habían estado jugando a la ruleta rusa con el patrimonio inexistente de los pobres. Sin embargo, no parece preocuparles que las exenciones y bonificaciones fiscales hayan dejado de recaudar en los últimos 10 años más de 45.200 millones de euros, que mientras un ciudadano con un sueldo medio paga alrededor del 21 % de impuestos en su IRPF, algunas empresas apenas llegan al 3,6 % y que además no es sobre la facturación, como en el caso del trabajador, sino sobre los beneficios (una vez repartidos dividendos).
Ya siento ser tan agonías pero la vida, además de disfrutarla hay que intentar que continúe para las siguientes generaciones, porque como dice un proverbio indio «la tierra no se hereda, es un préstamo de nuestros hijos». Y estamos en una coyuntura en la que parece que sólo nos importa nuestro culo y nuestro momento. Y eso, ninguna especie inteligente puede permitírselo. Como contaba el otro día Ana Campos en este artículo, deberíamos parecernos mucho más a los bonobos, que resuelven sus conflictos con amor y siendo generosos con los demás, que a los gorilas o chimpancés. Menos farolillos y más conocimiento interior. Menos consumo, más responsabilidad, ecología y decrecimiento. Más feminismo y menos exclusivismo.
Salud, república y más escuelas.