Lleva sólo tres días en el pueblo, pero a él le parece que ya es una década. “Jota Jota” (José Julio) es un joven graduado en marketing y comunicación que jamás ha trabajado ni en la radio, ni en la TV, ni en ningún medio de comunicación. Ni probablemente lo haga nunca. Ha llegado al pueblo hastiado, cansado, en un momento de su vida en el que no sabe qué hacer. A sus treinta y cinco años, está de vuelta de todo. Ha visitado Nueva York en navidades, ha estado en Londres de compras, en Viena en el mercadillo navideño, en Marruecos en un tour veraniego, sobrevolado las líneas de Nazca y fotografiado en las ruinas de Machupichu. Ha follado más en un mes que su abuelo en toda su vida, ha conocido más gente que la que su padre, su madre y sus abuelos tuvieron relación durante su periplo vital. Tuvo escarceos con la cocaína y hubo una época en la que no había viernes noche que no llegara borracho a casa. No está frustrado por no haber trabajado en lo suyo nunca, porque el trabajo no le ha ido tan mal. Ha sido camarero, ayudante de dirección en el rodaje de una película. Durante años, fotógrafo de una gran revista de viajes, lo que le permitió compaginar su afición con el sueño de su vida, viajar y encima a gastos pagados. Ahora, parado. Le echaron de su ático del centro de la gran ciudad por no poder pagar el alquiler. Ningún camarero puede permitirse el lujo de vivir en un ático en Madrid. Ni en un ático ni debajo de un puente. Lleva tres años de aquí para allá, enganchando tajos en bares de mala muerte, mal pagados con horarios de mierda y ya no aguanta más. Hace una semana, viendo un programa de televisión, por casualidad vio unas imágenes que conocía. Un pintoresco pueblo casi abandonado en el páramo burgalés. Allí sólo vive Melquiades, un octogenario al que nadie le echaría más de cincuenta años. Melquiades vive en la soledad de sus gallinas, sus dos perros, su huerta y su televisión. No necesita más. El panadero viene dos veces por semana y cada mes baja a la capital con su coche a comprar lo que necesita que no es mucho porque la mayoría de lo que come lo cultiva él. De pronto, como en una inspiración a JJ le vinieron imágenes a la cabeza. Esos adobes, esos sauces llorones que respiran el agua del pilón, ese viejo puente romano, las choperas junto a la presa, todo eso él lo conocía porque había estado allí de pequeño y no había cambiado nada. Y se acordó que Melquiades vive en el pueblo de sus ancestros y que su abuelo, aún tenía allí una casa. Su padre, había intentado venderla hacia años pero, no hubo forma. Nadie quiso comprar una propiedad en mitad de la nada en un pueblo perdido. Así que JJ hizo el petate, buscó las llaves entre las pertenencias que le había dejado su padre y emprendió camino hacia el pueblo. Unos días, no le iban a sentar mal y aguantaría como fuera.
Al contrario de lo que pensaba, Melquiades le recibió bien. No era ermitaño por elección sino porque él no tenía a nadie ni tampoco dónde ir. Allí estaba bien. Con sus gallinas, su huerta, sus paseos, su pensión de poco más de setecientos euros de la que ahorraba más de doscientos, según le dijo en una de sus largas conversaciones a la luz de un viejo hogar en el que arden 24 horas al día troncos de roble.
JJ es un joven de la llamada generación de cristal. De los que siempre han creído que a sus ancestros todo se lo dieron hecho y que ellos son ahora los que están pagando el pato por sus grandes y enormes pecados. Melquiades un tipo pacífico, bonachón sin malicia cuyo secreto eterno de la juventud es no haberse enfadado nunca y tomarse todo a broma. Saber que la razón nunca está en un solo sitio ha sido su lema de vida y saber escuchar una rara virtud. Así que cuando ha ido conociendo a JJ, le ha dejado explayarse para que suelte toda la rabia que lleva dentro que es mucha. Y JJ no le ha defraudado. Le ha hablado de los problemas de su Madrid. De su vida como fotógrafo. De sus noches en las que a veces, acababa en la cama de alguien que no recordaba haber conocido. De sus miserias como camarero, enganchado trabajos en los que le explotaban y su lema de vida “trabajar para vivir y no al revés”. Se queja de que haya abuelos que cobren tres mil euros de pensión cuando él no ha ganado eso, ni en sus mejores años como fotógrafo. Y Melquiades solo le mira, sin asentir, asombrado. Porque sabe de lo equivocado que está. Pasan los días y han acabado haciendo buenas migas. Un día Melquiades le dice que le va a contar una historia. Le pregunta si conoció a su abuelo. JJ dice que poco. Que apenas se acuerda de él. Melquiades le cuenta que su abuelo, araba las tierras con una vaca y con otra que era de otro vecino con el que compartía cosecha “a medias”. Ambos trabajaban las pocas tierras que tenían en una especie de cooperativa en la que cada uno ponía un animal y se labraba lo suyo. Alternando. Tu abuelo, compaginaba el campo con la cantina del pueblo y además era el cartero. Y no creas que era fácil. Entonces, todos los días, nevara, lloviera, hicieran cuarenta grados o menos diez, tu abuelo tenía que acercarse andando al cruce de la carretera y esperar al coche de línea que a las siete y cuarto de la mañana le traía el correo. Y esperar en la calle, porque ni venta había y no dejaban que hubiera refugio alguno junto a la calzada. Le recuerdo acurrucado, aterido, en el talud del terraplén, muchas veces, en invierno, entre montañas de paja, esperando yerto de frío. Luego el reparto, andando. Once kilómetros de ida y otros once ce vuelta ¿Tú crees que tu abuelo no se merecía las treinta mil pesetas que le quedaron de pensión? ¿Tú crees que si tu abuelo no se hubiera esforzado en la vida, tu padre se hubiera ido a Madrid?¿Tú crees que yo no me merezco los seiscientos ochenta y seis euros que cobro de pensión, después de haberme dedicado desde los catorce años hasta los setenta a levantarme todos los días a las seis de la mañana, para alimentar al ganado y arar las tierras?
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Capitaclismo
Si tengo alguna esperanza de que el capitalismo colapse, es porque veo que las nuevas generaciones no están dispuestas al sufrimiento eterno del trabajo. Y eso me da esperanza.
Uno llega a una edad en la que sus conocidos y personas con las que se relaciona en su entorno, están más cerca de la tumba que de irse de fiesta. Eso tiene la ventaja, además de la experiencia, de que ves las cosas con la perspectiva del tiempo. Últimamente, he visto como a mi alrededor se han cerrado negocios porque el carnicero, el charcutero o el frutero se jubilan y nadie quiere coger un negocio que supone echarle todos los días doce o trece horas de trabajo de lunes a sábado e incluso algún que otro fin de semana. Conozco el caso de mi frutero en Burgos, que lleva con el puesto en traspaso dos años y no hay nadie que le “compre” el negocio. Y eso que allí, solo abren por las mañanas. Luego están las protestas de los explotadores de bares y restaurantes que se quejan de que no encuentran personal para trabajar cuando en realidad lo que está pasando es que nadie quiere trabajar doce horas por seiscientos euros. Y eso es uno de los beneficios «no deseados» del capitalismo. El estado social, abrió los ojos de los trabajadores que ahora, no quieren ser explotados. Ahora prima el “trabajar para vivir” y o al revés. Y eso es gracias a estos hideputas que han apretado tanto las tuercas que han acabado con la esperanza. Los chavales de ahora no piensan en el futuro porque no lo ven. Saben que no lo tienen. Y una vez superado el miedo a la nada, ejercen el refrán castellano de “pa lo que me queda en el convento, me cago dentro”. Como no hay futuro y hoy tengo trabajo, mejor disfrutar, viajar, folgar y vivir que estar amargado toda la vida para que al final acabes debajo de un puente igual.
Si a esto le añadimos que para que se pueda viajar, siempre debe de haber otros que “sirvan” a los que viven, y si nadie quiere ser explotado, llegará un momento en el que viajar será imposible porque no habrá casi nadie que pueda pagarlo. Y eso vuelve a ser una ventaja, porque necesitamos decrecer por narices y a su vez, ese decrecimiento acabará con el capitalismo que se habrá autodestruido a sí mismo. Se habrá autofagocitado por el ansia del crecimiento infinito y la sobrexplotación tanto de los recursos humanos, como de los de bienes.
Esto tiene otro gran problema. La sobrepoblación. Y no es por ser agorero, ni por creer en teorías conspirativas, ni en zarandajas, pero todo lo que sucede alrededor nuestro está destinado a reducir drásticamente el número de humanos sobre la tierra. Desde el empeño de USA por animar los avisperos de Siria, Palestina, Ucrania, Georgia, China y Rusia, hasta acabar en el mal llamado primer mundo con la sanidad universal y pública. El que pueda pagarlo se salvará y el que no, como en USA, al cementerio.
Y siento ser tan brusco, pero todos los caminos llevan al mismo sitio.
Todos los recursos son utilizados para la guerra y para la publicada y propaganda. Nadie se ha preguntado ¿por qué no se puede ayudar, por ejemplo, a las pobres gentes de Valencia que lo han perdido todo, y sin embargo se gastan miles de millones en luces de Navidad? Probablemente si las ayudas a la gente dieran los votos que dan las luces al alcalde de Vigo, ya estarían todos nadando en la abundancia.
Salud, república y más escuelas.