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El nacimiento de las dos Españas

16 de Diciembre de 2021
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El tópico quiere que 1936 sea la culminación del enfrentamiento secular entre las dos Españas, la tradicional y la progresista, como si no existieran otras opciones. Su combate venía a cumplir la advertencia del poeta Antonio Machado, que había escrito este verso trágicamente premonitorio: “Españolito que vienes al mundo te guarde dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.  Si tratamos de buscar el origen de este cainismo en apariencia indisociable de nuestra identidad nacional, podemos retroceder hasta las guerras carlistas. Otra posibilidad es ir más atrás todavía, a la guerra de la independencia, con sus divisiones entre patriotas, fueran estos absolutistas o liberales, y afrancesados.

Pero, antes de que las diferencias en teoría irreconciliables se diriman con las armas en la mano, la batalla ha tenido que librarse en el mundo de las ideas. ¿Y si el germen de los dos bandos irreconciliables hay que rastrearlo en una polémica, hoy olvidada, que sacudió a la España de la Ilustración?

Seguramente el geógrafo Nicolas Masson de Morvilliers no esperaba el ruido que iba generar su artículo sobre nuestro país en la Enciclopedia Metódica, publicado en 1782. El texto, una colección de lugares comunes, presentaba errores impropios de una obra de consulta. Así, nombres de grandes literatos como Lope de Vega aparecían mal escritos. Pese a ciertos elogios diseminados aquí y allá, el autor concluía con una pregunta retórica en la que daba entender que no existía ninguna aportación hispana rescatable a la civilización europea.

Esta visión negativa se basaba en una larga tradición de autores, algunos tan ilustres como Montesquieu, acerca de un país oscurantista dominado por la Inquisición. ¿Podemos hablar entonces de “hispanofobia”? En realidad, los conceptos peyorativos no se dirigieron en exclusiva España. Las plumas francesas, muy poseídas de la superioridad de lo propio, dirigieron también sus andanadas contra otros países, caso de Italia, Portugal o Alemania. No podemos decir, por tanto, que nos tuvieran una manía especial. Es más, al norte de los Pirineos también se dio una corriente de simpatía hacia la realidad peninsular, de la mano de autores que, si bien rechazaban el Santo Oficio, valoraban positivamente los intentos de modernización. No existe fundamento, pues, para las llamadas al victimismo contra el maltrato extranjero. 

El juicio de Masson resultaba muy duro, pero podía encajarse de diversas maneras. Los italianos, a los que la Enciclopedia trataba de simuladores y traicioneros, se limitaron a a difundir su propia versión de los hechos y no dieron lugar a ningún escándalo. En cambio, en España, los que se sintieron insultados en lo más íntimo afinaron las mejores armas de su elocuencia…¡Había que refutar tal cúmulo de mentiras! Otros, por el contrario, creyeron que Masson de Morvilliers estaba en lo cierto. El verdadero patriotismo se demostraba aceptando las críticas y haciendo propósito de enmienda. El filólogo Francisco Uzcanga Meinecke estudia esta controversia en ¿Qué se debe a España? (Libros del K.O., 2021), un sugestivo retrato sobre la vida intelectual durante los últimos años del reinado de Carlos III, en el que todo aparece perfectamente contextualizado, en un continuo ir y venir desde lo más particular a lo más general y viceversa.

Parece increíble que un hecho en apariencia trivial, la publicación de un artículo enciclopédico, llegase a levantar semejante tempestad, hasta el punto, incluso, de generar un conflicto diplomático entre Madrid y París. Uzcanga Meinecke centra su investigación en un periódico, El Censor, portaestandarte de la versión más radical de las Luces en la piel de toro. Luis María García del Cañuelo, el más importante de sus dos editores, es hoy una figura tan desconocida que ni siquiera tiene un artículo en la Wikipedia. El hecho, sin embargo, es que merecería una película por su labor solitaria y valiente contra la hidra de los prejuicios. No en vano, su semanario, al cuestionar el orden establecido, inauguró el periodismo independiente e incordiante, tanto como acabar secuestrado por el poder civil y condenado por el Santo Oficio. En aquellos momentos, cuando ni siquiera podía intuirse lo que sería la prensa de masas, lanzarse a una aventura como esta resulta peligroso políticamente y arriesgado en lo empresarial. ¿Cómo garantizar la supervivencia de una publicación cuando no existía un público que permitiera su viabilidad?

Con estilo serio o humorístico, El Censor arremetía contra una amplia gama de vicios y problemas de su tiempo, de la ociosidad de la aristocracia a la mala vida de los jornaleros o el exceso de galicismos en el idioma. Sus páginas iniciaban así una guerra cultural contra el mundo más tradicionalista, aquel que se rasgaba las vestiduras ante los filósofos modernos pero no decía una palabra de las supersticiones del catolicismo, creencias anticuadas sobre supuestas curaciones milagrosas, rogativas para la lluvia, o de escapularios para que las balas no hicieran daño a los soldados, tal como aseguraban ciertos predicadores.

Para formular estas críticas, Cañuelo tuvo que ser prudente e ir probando, poco a poco, hasta donde podía llegar. Adoptaba un tono moralista que le permitía deslizar, sin salirse de la ortodoxia, comentarios contra la nobleza y el clero, los sectores privilegiados del Antiguo Régimen. Fustigaba, entre tanto, la complacencia de un público acostumbrado a pensar que lo suyo tenía que ser siempre lo mejor.  

Respecto al asunto Masson, El Censor no dio gran importancia al tema. La cuestión no era si un extranjero dejaba a España malparada, sino que el país debía encontrar el camino hacia la prosperidad y la ilustración. Una vez conseguida esta meta, daría igual que todos los demás dijeran una cosa o la otra. Obsesionarse con la comparación entre glorias propias y las ajenas constituía una evidente pérdida de tiempo, con la que se distraían esfuerzos de los temas sustanciales. Además, si había que ser fiel a la verdad, forzoso era reconocer que el geógrafo francés no iba tan desencaminado: “Aunque Masson hubiera vivido toda su vida entre nosotros, si había de juzgar acerca de nuestra Ilustración por lo que viese, oyese y leyese, no podría haberse formado otro juicio”. Nada se conseguía por el camino de los apologistas, que falseaban los hechos históricos para construir una leyenda rosa que oponer a la desagradable realidad.

No era esta, por supuesto, la postura de Juan Pablo Forner, el gran antagonista de El Censor. Uzcanga Meinecke lo retrata con rasgos poco halagadores, sobre todo la irascibilidad, la soberbia y “la necesidad compulsiva de insultar a sus adversarios”. Aunque tenía talento y brillantez, su personalidad conflictiva tendía a jugar en su contra. Ansioso de hacer carrera, encontró el medio en la apología de las cualidades patrias para restaurar, de esta forma, el honor nacional mancillado por Masson y sus defensores. Se convirtió así en la potente voz de un nacionalismo tradicionalista que, según confesión propia, no pretendía demostrar la sabiduría española: “Eso sería demostrar que el sol es ardiente o el agua húmeda”.   

Para Forner, El Censor pecaba de pesimismo al considerar que los principales obstáculos al progreso seguían existiendo. Las últimas décadas, por el contrario, habían asistido a innegables adelantos en el comercio, las artes o las leyes. Él no pretendía que España fuera superior a las demás naciones Europas, pero tampoco estaba dispuesto a ensuciar gratuitamente su imagen. Eso, “maltratar a la patria”, era lo que, a su juicio, hacía Cañuelo desde las páginas de El Censor. Como historiador, despreciaba una óptica que priorizaba la actualidad y la observación propia por encima del pasado y el conocimiento de los libros. Veía en la prensa una especie de plaga moderna de la que solo se podían derivar consecuencias funestas.

Uzcanga Meinecke nos habla del siglo XVIII para devolvernos una polémica que, en el fondo, sigue de palpitante actualidad aunque hallamos olvidado a Masson. Basta con asomarse a las redes sociales para comprobar que aún no hemos encontrado una manera equilibrada de mirarnos a nosotros mismos, sin complejos de superioridad ni de inferioridad. Mientras los herederos de Forner cantan las glorias imperiales de la España de los Austrias, los de El Censor continúan con el mismo hipercriticismo masoquista: somos lo peor. Parece, en este sentido, que el debate permanezca congelado en el tiempo. ¿Y si declaráramos fiesta nacional “el día de la marmota”? Como Bill Murray, debemos aprender a sobrevivir en medio de tanta reiteración.

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