El Referéndum sobre la independencia de Cataluña y el heroísmo de los otros
28
de Julio
de
2017
Actualizado
el
02
de julio
de
2024
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Cualquiera que haya seguido los últimos acontecimientos en España sabe que el próximo día 1 de octubre no se celebrará un referéndum por la independencia en Cataluña. El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no ha conseguido que el Gobierno de España acepte la celebración de una consulta de independencia convocada en los términos que exigía; la comunidad internacional ha rechazado de plano la idea de dividir un país democrático sin contar con su propio gobierno; la inmensa mayoría de la población de Cataluña descarta enfrentarse a todos los poderes constitucionales al dictado de los líderes nacionalistas; Hacienda, la justicia y la policía de España han anunciado que paralizarán las actividades que los partidarios de la secesión intenten llevar a cabo de forma ilegal. Será interesante ver qué pasa en Cataluña el 1 de octubre, pero no veremos un referéndum.El referéndum a espaldas del Gobierno es solo la tercera y más espectacular de las grandes iniciativas para obtener la ruptura con España que han emprendido los independentistas catalanes. Primero fue un intento por reformar el ordenamiento constitucional mediante la aprobación de un nuevo Estatuto catalán, lo que requería el aval del Tribunal Constitucional. La iniciativa no era nueva en absoluto, pero la envergadura de los cambios no tenían precedentes. Cuando el Constitucional falló en contra de los artículos más claramente anticonstitucionales, Convergencia y Unión se sintió traicionada como una novia abandonada ante el altar. Luego volvieron las conversaciones “discretas” con varios gobiernos, con miras a promover varias reformas de la Constitución que dejaran abierta una vía específica para el “caso catalán”. Por parte de Rajoy hubo siempre la negativa más rotunda a cualquier proyecto que culminara en un referéndum de independencia en Cataluña. Al no hallar oídos a sus demandas, Convergencia y ERC pudieron haber optado por esperar a que el Gobierno de España estuviera ocupado por alguien más sensible a sus demandas. En lugar de ello, decidieron ignorar el orden jurídico español y comenzar la implementación de un estado catalán independiente, aprovechando los muchos resquicios del sistema político y jurídico español e improvisando un discurso que justificara tan excepcional camino, a falta de cualquier urgencia visible. La pieza maestra del plan es la celebración de un referéndum que dé legitimidad a la opción separatista.La razón más obvia por la que sabemos que no se celebrará un referéndum independentista el próximo 1 de octubre es que los convocantes no han conseguido imponer su plan político al Gobierno central. Ningún gobierno democrático en un país estable se plegaría a un proyecto de “independencia-express” sin garantías como el plan de Junts pel Sí, que en su forma más reciente, aprobada por el Parlamento Catalán, decreta que una mayoría simple y cualquier porcentaje de participación legitimará su proyecto secesionista. La idea de que se pueda fraccionar un país tras un referéndum donde no concurran una elevada participación y una mayoría cualificada repugna cualquier concepto moderno de democracia. Además, y en buena fe, una consulta popular de consecuencias tan drásticas (la separación de un país) nunca se debería plantear en momentos de inestabilidad, y por ello es de esperar que cualquier gobierno rechace que se instrumentalice una crisis económica para someter a consulta un tema que requiere reflexión y perspectiva.Una vez oficializado el esperable rechazo del Gobierno español a la propuesta de Puigdemont, los líderes de la propuesta contaban con dos formas de presión para sacar adelante su plan: la internacional y la popular. La primera ha sido un sonoro fracaso. Si Junts pel sí acariciaban alguna posibilidad de éxito en su “charm offensive” internacional, deberían haber mandado directamente como embajador al entrenador Pep Guardiola, que al menos tiene un sólido palmarés que exhibir. Sin embargo enviaron un político sin carisma, sin contenido ideológico y sin un pasado político digno de nota, que intentó vender en Europa y los Estados Unidos la imagen de una España brutal que, sorda al clamor de una nación oprimida, somete al pueblo catalán como una moderna inquisición. Incluso para los medios internacionales más dispuestos a comprar la imagen de la España Negra, tragarse este relato requería un acto de credulidad masivo acompañado de manifiesta mala fe. Ni los medios querían pasar por estúpidos, ni los despachos de las cancillerías están dispuestas a alentar este tipo de aventuras plebiscitarias tras las debacles del Brexit y las últimas elecciones norteamericanas, por no hablar del abortado intento de adoptar una constitución europea mediante referendums. El logro principal de la campaña ha sido mantener a la opinión pública internacional pendiente únicamente de la mitad medio vacía del “vaso nacionalista”, la mitad de los que quieren la separación, negándose a ver a la otra mitad, la de los que se niegan a ello.Lo único que les queda a Puigdemont y sus compañeros de viaje es la tercera y última carta de su apuesta: fomentar la protesta popular. Vaya por delante que es difícil imaginarse a Puigdemont o Junqueras como taimados conspiradores que observan como pasan los incautos barceloneses bajo las arquerías góticas del Carrer del Bisbe mientras se frotan las manos esperando un baño de sangre: nada de lo que se sabe sobre los personajes sugiere algo parecido. En cualquier caso, y conociendo su voluntad de enfrentar a los ciudadanos catalanes con el resto de España, no necesitamos indagar en la psicología de estos de estos personajes para prever que si el Gobierno Central usa los medios civiles disuasorios proporcionados para evitar una maniobra chapucera de sedición, la confrontación abierta en la calle, de darse, no será ni mayoritaria, ni violenta, ni la que haya será necesariamente un respaldo a la aventura de unos extremistas.La razón por la que no es esperable un alzamiento masivo contra el orden constitucional es que el conflicto de los nacionalistas catalanes con el estado es de una naturaleza radicalmente distinta de la que invoca el actual Gobierno de la Generalitat. Expresado de la forma más simple, no existe un conflicto entre Cataluña y España. En la Europa moderna, sin conflictos dinásticos por medio, cuando ha estallado un movimiento popular para la secesión de un territorio había en juego una gran división social con causas profundas: religiosas, étnicas (con un destacado componente lingüístico) o grandes desigualdades sociales. Eran conflictos de católicos contra protestantes, cristianos frente a musulmanes, Checos frente a Alemanes, Húngaros frente a Rumanos, croatas católicos frente a servios ortodoxos frente a bosnios musulmanes, etc. Pero en el caso de la reclamación de los independentistas catalanes no hay nada parecido: primero no existe un conflicto entre los habitantes de Cataluña y los del resto de España. El enfrentamiento se da exclusivamente dentro de la propia Cataluña, pero aquí, entre los partidarios de la secesión y los de la permanencia en España no hay oposición alguna de raza, ni de religión, ni económica, ni siquiera política. El cisma atraviesa todas las edades, ideologías y clases sociales de una población para su fortuna mayoritariamente bilingüe. La división se da dentro de las familias, los amigos, las parejas, los compañeros de trabajo: es una oposición de ideas entre gente que, en todo lo demás, son básicamente iguales. Es una oposición que descansa en buena medida en distintos relatos manipulables sobre su propia identidad nacional y por tanto tiene un enorme componente subjetivo y de sensibilidades. Es el tipo de desencuentro que genera frecuentemente una viva polémica, que puede degenerar en agrias discusiones y trifulcas, pero no en movimientos masivos contra el orden constitucional.El plan de independencia descansa sobre tres patas ideológicas muy distintas: La primera a la derecha es la que representan Puigdemont y sus compañeros de la difunta Convergencia, principalmente: políticos que durante 30 años medraron calladamente a la sombra de un clan familiar dedicado al saqueo del estado y la sociedad civil catalana. Una trama delictiva familiar que parecería provenir de una cleptocracia del Este si no fuera porque su componente genuinamente mediterránea es inmediatamente reconocible. Con semejante background político, los argumentos de sus socios, cuando dicen que anhelan crecer en un país libre de corrupción, son misiles a su propio ombligo político.Junqueras es la cara más visible de la ERC, la segunda pata, republicana ésta: un político burgués de salón, sin visibles encantos personales y ningún talento dialéctico, que a falta de grandes retos organizativos ha dedicado los últimos años a hacer broncos llamamientos al levantamiento y la sedición frente al gobierno español y el orden constitucional. El 17 de agosto de 2014 publicaba en El Punt Avui un llamamiento a la movilización y la desobediencia en estos términos “En ningún caso aceptaremos someter nuestra voluntad de votar, nuestra sed de justicia y hambre de libertad, al arbitrio de un grupo de magistrados designados a dedo por el PSOE y el PP, nunca… el Tribunal Constitucional que diga lo que quiera”. Cuando Junqueras sale de España para denunciar la represión que ejerce el aparato estatal español contra su movimiento, los observadores que chequean en internet sus discursos, su actividad política y la de su partido no pueden dar crédito a la discrepancia entre los datos publicados y el relato de Junqueras.A la izquierda de ERC, muy a su izquierda, está la tercera pata de esta plataforma independentista: son diversos grupos secesionistas y antieuropeistas que combinan una ideología socialista o comunista con la inspiración ultranacionalista. Si esta combinación no les pone el pelo de punta a la opinión pública europea es porque si los conocen no les toman realmente en serio (cosa que podría ocurrir en el futuro) y porque no visten de pardo. Su apoyo al gobierno de Puigdemont, al que en general detestan, es naturalmente oportunista, y su discurso repele a buena parte del electorado que votaría por la independencia.Semejante trípode no hace una buena base para un proyecto nacional separatista que, de salida, cuenta con la oposición de al menos la mitad de su población, pero los acontecimientos mandan: la crisis económica hizo ver al sector más oportunista del separatismo catalán una estrecha ventana temporal en la que sería posible su proyecto de secesión. El paro, la falta de perspectivas y el ambiente de corrupción política crearon a partir de 2008 un caldo de cultivo que cualquier populismo podía emplear inteligentemente. “Es ahora o nunca”, pensaron, y se lanzaron contra el gobierno central como con un ariete, conscientes de que el tiempo jugaba en su contra. Su tiempo pasó (probablemente en 2014-5) y esos mismos líderes se ven ahora forzados a proseguir un juego suicida con escasas probabilidades de éxito, espoleados únicamente por su propio instinto de supervivencia política. Puigdemont y Junqueras tienen hasta el 1 de octubre para llevar a cabo un plan C que les permita salvar la cara en lugar de dejar que la fuerza de los acontecimientos los arrojen por los desagües de la historia de su país. Ninguno de ellos va a inmolarse como los héroes históricos o de su imaginación a los que continuamente citan, porque ellos no son ni héroes ni villanos. Son políticos de escaso vuelo asustados por la magnitud de lo que han puesto en marcha. Ahora solo pueden esperar el heroísmo de los otros, los jóvenes o ancianos idealistas románticos, o los tontos útiles que quieran inmolarse en su lugar, o quizá solo estén dispuestos a recibir un porrazo, a ser posible delante de las cámaras de televisión y en prime-time.Desgraciadamente, al plantear esta situación como un conflicto frontal, al término habrá vencedores y vencidos, y estos pagarán las consecuencias políticas. Esto es una desdicha porque probablemente avive resentimientos. En una situación no viciada como la actual, lo esperable sería que los elementos más originales, creativos y mejor formados de la sociedad catalana lideraran el cambio social, político y educativo en España. Lo lo que tenemos, en cambio, es el desgaste vital de una generación de jóvenes catalanes atrapados en un relato político trenzado con platos ideológicos del siglo XIX recalentados por unos políticos egoístas, sin imaginación ni altura, y con un dudoso sentido de la responsabilidad. Quien salga ganador de este pulso al estado deberá asumir el esfuerzo de volver las aguas a su cauce de la forma más generosa e integradora posible.
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